OPINIÓN

Valledupar y la extinción del verbo verdadero

Un recordatorio involuntario de que alguna vez creímos. De que, en algún punto de la historia reciente, hubo hombres que no necesitaban cámaras para ser escuchados ni redes sociales para dejar huella.

Panorámica de Valledupar, ciudad poco competitiva.

Panorámica de Valledupar, ciudad poco competitiva.

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Valledupar, otrora tierra fecunda de visiones políticas y oratoria honorable, se pasea hoy por un laberinto de desencanto, como si la ciudad hubiese extraviado el pulso vital de su porvenir. Lo que alguna vez fue ágora de pensamiento y voluntad transformadora, se ha tornado en un murmullo estéril, un eco marchito de lo que pudo ser y ya no es. El espíritu cívico —esa llama que animaba a los ciudadanos cuando aún creían en la virtud pública— parece hoy arrinconado entre la apatía y el escepticismo.

Porque hubo un tiempo, sí, en que la palabra política en Valledupar tenía el peso específico del acero forjado en fuego: era promesa, pero también acción; era proyecto, pero también cumplimiento. Aquellos políticos que ya no están —muertos, retirados o simplemente desplazados por la trivialidad contemporánea— eran artesanos del lenguaje, arquitectos del compromiso, hombres de mirada larga y verbo corto. Hablaban poco, pero cumplían mucho. Su autoridad no derivaba de la parafernalia mediática, sino de la coherencia moral con la que habitaban la función pública.

Hoy todo parece haber sido sustituido por una teatralidad sin fondo. La política local ha devenido espectáculo de luces artificiales: promesas hiperbólicas, comunicados huecos, discursos automatizados en los que cada palabra parece calculada no para decir, sino para ocultar. En esta nueva retórica del vacío, el acto de gobernar se ha vaciado de sentido, reducido a la administración inercial de lo mínimo indispensable. El ideal ha sido suplantado por la conveniencia; el deber, por la estrategia.

Y sin embargo, la nostalgia no es simple melancolía por el pasado. Es, más bien, un acto de resistencia de la memoria. Un recordatorio involuntario de que alguna vez creímos. De que, en algún punto de la historia reciente, hubo hombres que no necesitaban cámaras para ser escuchados ni redes sociales para dejar huella. Su legado estaba en la escuela levantada, en el acueducto inaugurado, en la palabra empeñada que se cumplía sin aspavientos.

Hoy, en contraste, nos hemos habituado al milagro inverso: celebramos cuando un político cumple, como si lo extraordinario fuera hacer lo correcto. ¿No debería el cumplimiento ser la regla y no la excepción? ¿No debería el liderazgo inspirar por su decencia, no por su astucia?

Y entonces surge, inevitable, la gran pregunta, tan simple como desgarradora:
¿No habrá, en alguna parte de esta tierra, un líder en el que realmente podamos creer? ¿Uno que no pretenda surgir, sino emerger con dignidad del compromiso? No uno fabricado por el marketing, sino uno moldeado en la fragua del carácter. Uno que entienda que gobernar no es reproducir fórmulas, sino encarnar una visión; que la política no es el arte de ganar, sino el arte de servir.

Valledupar necesita símbolos. Necesita referentes. Necesita volver a creer que la palabra pública puede ser sagrada, que el discurso puede preceder a la acción y no disfrazarla. Necesita volver a mirar hacia adelante, sin olvidar la estatura de quienes un día caminaron por sus calles con paso firme y conciencia limpia.

Quizás no se trate de regresar al pasado, sino de redimirlo en el presente. De rescatar, entre tanto escombro verbal, esa sustancia antigua y noble que se llama credibilidad, y que no se compra ni se hereda: se gana.

Porque no se trata ya de rescatar nombres, ni de reverenciar estatuas ajadas por el tiempo. Se trata de convocar, desde lo más profundo del espíritu colectivo, un renacimiento moral. De erigir, sobre las ruinas del desengaño, una nueva arquitectura del honor público. Valledupar no clama por caudillos, sino por estadistas con conciencia de eternidad; no por salvadores, sino por sembradores del porvenir. Que venga, entonces, ese líder cuya palabra no necesite de aplausos, porque ya estará escrita en la memoria viva de su pueblo. Ese que no prometa luces, sino que sepa encenderlas. Ese que comprenda que gobernar no es mandar, sino dignificar.

Y si aún no ha llegado —si aún duerme en la entraña anónima del tiempo—, que el murmullo de esta nostalgia lo despierte. Porque cuando el verbo verdadero regrese, Valledupar no será sólo ciudad; será destino.

“Y cuando los hombres dejaron de cumplir su palabra, las ciudades empezaron a olvidar su alma.”

Por Jesús Daza Castro

Temas tratados
  • Discurso político
  • valledupar

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