En todas las civilizaciones, en alguno de sus momentos, surge algún ególatra que se cree con todo el poder de aniquilar la humanidad. Por fortuna, todos han perdido, después de producir muerte y desolación. Roma, el más grande y longevo imperio, donde “el sol nunca se ocultaba”, sucumbió después de 500 años de dominio (años 27 a. C. a 476 d. C.). El poder tiene un límite de acumulación, todo tiene una vigencia, la misma naturaleza se reinventa cada millón con una helada. Un síntoma del fin de los imperios es la degradación en la cual caen sus dirigentes, cada vez se vuelven más torpes y soberbios. Estos creen que el poder es infinito, que viene de Dios y que se puede imponer sobre toda la humanidad en forma absoluta.
El soberbio es irracional, déspota, supremacista, irrespetuoso y cree que extinguiendo una civilización puede tapar sus propias debilidades; es maniqueista y cree que el mundo se debate entre el bien y el mal, donde él representa el bien; por eso construye su Armagedón para juzgar, criminalizar y eliminar a quienes él cree que representan el mal.
La lucha por el poder total es síntoma de debilidad. Son picos de las sociedades que ocurren con periodicidad, siempre con los mismos resultados. La ambición imperial siempre ha estado signada por la codicia y la discriminación, esclavizando a quienes creen sus súbditos. Según expertos, EE. UU. ya no goza del poderío económico y militar capaz de domeñar a todo el mundo, hoy existe una nueva correlación de fuerzas; sus indicadores socioeconómicos son deplorables, así siga siendo potencia de primer orden. Están desesperados esgrimiendo falsos positivos, uno de los cuales es la lucha en contra de las drogas. EE. UU. destruyó la cultura milenaria de Irak (esta es la palabra más mencionada en la Biblia) arguyendo que tenía armas de destrucción atómica; igual lo hizo con Libia y quiere hacerlo con Irán.
Esta es una falacia. Ahora quieren destruir a Venezuela para quedarse con su petróleo y a Colombia para mantenerla de súbdita con los socios que siempre han vivido del erario y del narcotráfico, según afirma Petro; esos que han convertido al país en un camposanto y a la justicia en su amanuense, esa que absuelve a Barrabás y condena a Cristo. La geopolítica debe ser un término en extinción.
El ingerencismo es total, amenazan a la justicia brasilera por juzgar a Bolsonaro y a la colombiana por hacerlo con Uribe. El despliegue militar en las Antillas hecho por los EE. UU. contra Venezuela y Colombia, es una bravuconada y violación de tratados internacionales; el pretexto de controlar el narcotráfico es una falacia porque este solo se controla blindando las propias fronteras, pero ellos prefieren culpar a otro, es como buscar la fiebre en las cobijas.
Estos son aspavientos de niño malcriado que se hacen en nombre de la democracia; sus normas las hacen para aplicárselas a todo el mundo como si este les perteneciera, desertificar al presidente de un país soberano y a su familia solo porque este no sigue la cartilla del sometimiento, rebasa todo principio democrático.
Bombardear lanchas en aguas internacionales sin fórmula de juicio, decidir a cuáles países se les puede comprar o vender es propio de un dictador mundial. La sanción unilateral sin el debido proceso impuesta a Petro ya está dando sus primeros resultados: las bombas de gasolina en España no quisieron surtir al avión presidencial solo porque ahí viaja Petro, es un acto criminal. Es hora de redefinir la democracia, la autonomía y las relaciones internacionales. Mientras tanto, los testaferros del crimen en Colombia ríen.
Por: Luis Napoleón de Armas P.





