Trataré de encontrar la perspectiva del autor. Así habló Zaratustra, el célebre libro de Nietzsche, presenta al profeta una vez más ante las masas, henchido de libertad, como quien quiere que la gente deje de doblegarse ante mandatos externos y descubra su propio orden de valores. El viejo ídolo —autoridades, instituciones políticas y religiosas, órdenes y cofradías de todas las especies, en fin, la sociedad civil, y hoy día diríamos que todo tipo de algoritmos— ha colmado la paciencia de los hombres, y estos han concebido un nuevo ídolo que es, en esencia, la capacidad humana de crear valor desde adentro, sin depender de una autoridad trascendental que venga a decirle a cada quien cómo vivir.
El nuevo ídolo no es un acto de rebeldía vacío. No es negar por negar. Es la afirmación de la vida en toda su complejidad, la voluntad de ser dueño de uno mismo, de forjar un camino que, aunque doloroso, esté vivo y auténtico. Se trata de forjar herramientas propias y dar forma a una moral que tenga sabor a experiencia, a lucha, a riesgo. Nietzsche nos dice, más o menos, si todo es incierto, sea por una razón que yo mismo haya elegido, no por una tradición que me aplasta sin que me dé cuenta.
El nuevo ídolo es, sin embargo, una provocación. En la cultura de masas hay imágenes que prometen felicidad sin esfuerzo, placeres instantáneos, seguridad sin sorpresas. Pero al nuevo ídolo se le puede preguntar: ¿qué pasa cuando la vida exige un salto? ¿Qué pasa cuando la única manera de ser uno mismo es saltar al vacío, sin paracaídas de sentido hecho por otros? La respuesta, para Zaratustra, no es resignación ni nihilismo, sino la creación de un nuevo código: un conjunto de principios que nace de la experiencia, que se puede defender con la vida y que exige valor, disciplina y un gusto por la verdad que duele.
En este marco, el nuevo ídolo funciona como una voz interna que desautoriza la simple obediencia y se atiene a la autenticidad. No se trata de destruir todo lo anterior, sino de purgar lo que ya no sirve: la moral de compensaciones, la idea de que la grandeza se mide por la sumisión o por la gratificación inmediata. El abandono del viejo ídolo implica un ideal más duro: la grandeza que se consigue caminando despacio, con dudas y errores; una grandeza que se prueba en el dolor de la creación y la superación.
No obstante, lo dicho no es una exaltación del yo aislado. Nietzsche no celebra al “superhombre” como un individualista que pisotea a los demás. El superhombre, o el nuevo hombre, es aquel que se ha hecho responsable de su dignidad y, al mismo tiempo, reconoce la interdependencia de una vida que requiere de otros, de una cultura que lo desafía y de un entorno que le exige creatividad. En ese sentido, el nuevo ídolo no es un fin egoísta, sino una disciplina para vivir con verdad en medio de la fragilidad humana.
La idea de Zaratustra sobre el nuevo ídolo también trae una crítica a la moral tradicional basada en el deber hacia una autoridad externa: Dios, la Iglesia, la tradición, el Estado. Nietzsche considera que si la “moral” ha sido usada para dominar y controlar, la tarea del nuevo ídolo es desnaturalizar ese poder y redescubrir una ética que nace del ser humano concreto, de sus pasiones, sus límites y su capacidad de afirmarse sin domesticar al otro. En este sentido, el nuevo ídolo debería alimentarse de la creatividad: una ética que se rehace día a día con la experiencia de vivir, amar, sufrir, reír y luchar por algo que vale la pena.
Otra clave es el vínculo con la voluntad de poder, concepto que a veces genera confusión. No se trata de dominación cruda o de ambición desmedida en un sentido negativo. Para Nietzsche, la voluntad de poder es la fuerza vital que impulsa a dar forma a la realidad, a convertir la vida en una expresión de lo que uno es capaz de crear. La nueva idea llega para recordar que la vida no es un regalo garantizado, sino una tarea que exige coraje, imaginación y una ética de responsabilidad: ¿qué voy a hacer con mi poder para darle a la vida un significado que valga la pena?
En resumen, Nietzsche hace una invitación a no despreciar la autonomía reflexiva. Es la apuesta por que cada persona puede, y debe, forjar sus propios valores en diálogo con la experiencia, la cultura y la existencia compartida. Es una llamada a vivir con intensidad, a cuestionar las certezas cómodas, a abrazar la duda como motor de crecimiento y a construir una verdad que no sea impuesta, sino lograda y defendida con coherencia y valentía.
Por: Rodrigo López Barros.





