La palabra es la herramienta esencial mediante la cual los seres humanos transformamos el pensamiento en comunicación. A través de ella construimos relaciones, interpretamos nuestro entorno y damos forma a nuestras emociones. El lenguaje, ya sea oral, escrito o corporal, refleja nuestra manera de comprender el mundo, y su uso adecuado puede abrir caminos de creación, entendimiento y convivencia. Su uso irresponsable, en cambio, puede generar rupturas, conflictos y profundas distorsiones. Así como ocurre con la tecnología o los objetos creados para un fin específico, el ser humano también puede desviar el propósito original de las palabras, empleándolas para dañar, manipular o confundir.
En tiempos recientes ha tomado fuerza la idea de “desarmar las palabras”, una invitación a desmontar la carga violenta o destructiva que, en ocasiones, se cuela en el discurso cotidiano. Esta noción recuerda que la palabra tiene un impacto directo en el comportamiento humano: puede persuadir, orientar, inspirar o, por el contrario, herir y dividir. De allí la importancia de invertir una práctica común y equivocada: hablar sin pensar. En un mundo acelerado y saturado de información, la reflexión previa al acto de hablar se convierte en una necesidad ética y social.
Jesucristo, a través de sus parábolas, enseñó el valor transformador de la palabra. En la parábola del sembrador se exalta la “tierra buena”: aquella que escucha, comprende y pone en práctica la enseñanza, produciendo fruto en abundancia. Esta imagen bíblica revela que el poder de la palabra no reside únicamente en quien la pronuncia, sino también en quien la recibe, la interpreta y la convierte en acción.
La historia colombiana ofrece ejemplos notables del poder de la palabra. Jorge Eliécer Gaitán, líder liberal y brillante orador, supo conmover y movilizar a multitudes gracias a su dominio del lenguaje. En el ámbito jurídico, su capacidad retórica se convirtió en una herramienta persuasiva que lo distinguió como un abogado extraordinario. Su oratoria, precisa y apasionada, es prueba de que la palabra bien empleada tiene la fuerza de construir narrativas colectivas y transformar realidades.
En su obra “El poder de las palabras”, el neurocientífico Mariano Sigman explica que nuestras barreras mentales están profundamente relacionadas con la manera en que interpretamos y utilizamos el lenguaje. Señala que solemos confiar en nuestra capacidad de cambio, pero percibimos a los demás como seres rígidos y difíciles de transformar, lo cual limita nuestra evolución. Esta actitud también incide en la forma como evaluamos nuestras emociones, virtudes y logros. Las palabras que usamos para describirnos —y describir nuestro entorno— pueden impulsar nuestra motivación o, por el contrario, hundirnos en la inercia. Por ello, cultivar un lenguaje consciente se convierte en un acto de higiene mental y emocional.
Nuestras conductas son originadas por las emociones, las cuales emergen de estímulos internos y externos que no siempre controlamos. Sin embargo, podemos regular la manera en que reaccionamos y expresamos esas emociones. Alcanzar ese equilibrio no siempre es sencillo, pero constituye un ejercicio fundamental para la convivencia y la madurez personal. El reto consiste en que la razón oriente la emoción sin sofocarla, y que la palabra sea un puente para lograr comprendernos y ejercitar diplomáticamente nuestros actos, y no un arma. Es un imperativo en el uso de la palabra, toda vez que en las llamadas ciencias exactas se encuentran teoremas y fórmulas para conocer el área de una figura geométrica o resolver un caso de factorización.
No debe olvidarse que la violencia no se manifiesta exclusivamente a través de actos físicos. La violencia verbal —más sutil, pero igualmente dañina— deja cicatrices emocionales y deteriora el tejido social. Por ello, es imperativo cuidar no solo lo que decimos, sino también cómo, cuándo y por qué lo decimos. En palabras de un filósofo ruso: “La palabra también es acción”. Y como toda acción, origina una reacción.
La responsabilidad comunicativa es, en última instancia, un compromiso ético. Que nuestras palabras construyan y no destruyan; que iluminen y no hieran; que sean, siempre, un reflejo de humanidad y conciencia.
Por: Edgardo José Maestre.





