La mañana, en la que comenzó la historia que te voy a relatar, salí de mi casa para el puerto de El Peñoncito, que es el de las chalupas en San Pablo. Recuerdo que para hacerlo no cogí por ninguna de las calles, me fui por todo el borde del río.
Eusebio Romero me contó esta historia mientras esperábamos en Calamar la llegada de otros pasajeros para completar el cupo de diez, que es el número requerido para partir en la chalupa que él conducía por el río Magdalena, rumbo hacia San Pablo. Nos amparábamos del sol y de la humedad de las 2:00 de la tarde con la sombra del alar de un caserón republicano construido a orillas del río.
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La mañana, en la que comenzó la historia que te voy a relatar, salí de mi casa para el puerto de El Peñoncito, que es el de las chalupas en San Pablo. Recuerdo que para hacerlo no cogí por ninguna de las calles, me fui por todo el borde del río. Eran las 7:00 de la mañana y no había sentido el ruido de la primera embarcación que hubiera salido del puerto para acá, lo que era señal de que sería un día igual a los tres anteriores en los que ni siquiera había prendido el motor. Para qué si no hubo quien viajara.
Por el camino que iba, vi venir a cuatro hombres. También noté que se detuvieron al percatarse de que yo me acercaba a ellos. Escuché cuando mencionaron mi nombre, yo les respondí: “Sí, lo soy”. “Necesitamos la chalupa”, me dijo uno de ellos. Yo le dije: “Claro, para dónde vamos, ustedes dispongan, arreglamos el precio del viaje y me dan la plata para tanquear la gasolina que requiere la chalupa para movilizarse”.
“Usted es huevón o se quiere hacer el marica”, me respondió quien, con acento cachaco, se había dirigido a mí. Me mostró un arma de fuego que llevaba en la cintura, como indicándome que debía seguirlo, porque de inmediato se marchó con el resto de acompañantes rumbo a El Peñoncito. En ese momento pensé que sería un día peor a los anteriores, porque viajaría sin obtener un solo peso de ganancia.
Yo sabía de qué grupo eran, pero no conocía a quienes me abordaron. Cómo no lo iba a saber, ¿acaso no eran los únicos autorizados para andar armados por acá y para disponer de la vida de una persona cuando les daba la gana?
Se embarcaron en la chalupa y cuando la empujaba para partir sentí que alguien se montó en ella. Levanté la cabeza para ver quién lo hizo y me di cuenta que era ‘El Cocho’, mi hijo mayor. Tú lo conoces, el alto y corpulento que a veces andaba conmigo por ahí trabajando. Yo le dije: “Quédate hijo”. Pero él me respondió: “No papá, yo voy con usted”.
Cuando llegamos a este puerto me ordenaron que no me bajara de la chalupa, que esperara la gasolina y la información de para dónde debía partir. Eran más de las 8:30 de la mañana cuando arrimamos en el puerto por donde atraviesan los carros del Magdalena para el Atlántico, ahí debíamos esperar a unas personas para transportarlas. Después de una hora de estar ahí, ‘El Cocho’ me dijo que tenía hambre, yo estaba en las mismas, no habíamos desayunado. Entonces recordé que ahí cerca, en Punta Gorda, conocía a alguien que era dueño de un restaurante a orillas del río. También me acordé que no tenía plata, pero como la necesidad tiene cara de hambre, prendí la chalupa y salimos a buscar desayuno, no sin antes pedirle a un trabajador del ferri que, si llegaban preguntado por el chalupero, les dijera donde estábamos.
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Llegamos a Punta Gorda y nos dirigimos al restaurante, ahí encontramos a Carlos, el dueño del negocio. Le conté la historia de lo que me pasaba y le pedí que me acreditara un desayuno. Me respondió que sí, y me dijo que tenía pasteles, envueltos en hojas de bijao, miré a mi hijo, quien, con un gesto en su rostro, rechazó el menú. Salimos del restaurante, en la puerta me encontré con un policía que conocía, nos saludamos y estuvimos hablando hasta cuando se detuvo al lado nuestro una camioneta negra, de doble cabina. El policía apenas los vio se fue sin despedirse, después entendí por qué lo hizo.
De la camioneta se bajaron cuatro hombres, uno de ellos, que era alto, grueso macizo, moreno, pelo lizo, mal encarado, se dirigió a mí preguntando si yo era el tal Eusebio Romero. Yo le respondí: “Mi nombre es Eusebio Romero, eso de tal es para llamar a los delincuentes y yo no lo soy”. “Con que muy grosero, muy alzado”, me respondió con voz retadora. Enseguida me ordenó: “Vea, hijo de puta, baje esa vaina que traigo en el carro”. Pero como no le tenía miedo le respondí que a mí me habían buscado para transportarlos y no para arrear carga. Me miró rabioso y ordenó a los tres que lo acompañaban que la llevaran a la chalupa.
Cuando la mercancía estuvo dentro de la chalupa, el hombre mal encarado se dirigió a mí diciéndome: “Vamos para Calamar”. En la chalupa se sentó del lado izquierdo de la banca que sigue al lugar del piloto, sacó un arma de fuego de la cintura, una escuadra color platino, y la puso sobre sus piernas. Yo tenía la sospecha de que la llevaba en la mano para matarme, por eso lo miraba y lo miraba, con el rabillo del ojo, y decía: “Como intente algo contra mí volteo esta chalupa”.
Llegamos, ellos se bajaron y me dijeron que tenía que esperarlos para seguir viajando. Amarré la chalupa y me senté a esperarlos en esta misma banca de madera dura y gris de tanto uso. Conociendo cómo era el proceder de este grupo, desde la época en la que “los caratapadas” comenzaron a llegar por el río y el Canal del Dique, me llené de incertidumbre e inseguridad. Te digo la verdad, yo no sabía lo que me pasaría, pero estaba seguro que algo me iba a suceder.
Creo que tenía dos horas de estar esperándolos cuando regresaron. Llegaron en el carro de ‘El Rocky’, el jefe de los paramilitares que operaban aquí. A este sí lo conocía porque le había hechos varios viajes, ese día me saludó desde el carro. Para entonces ya sabía que quien comandaba a los que transportaba era el tal Manuel Efraím, figúrese un reconocido jefe paramilitar, asesino, al que me había atrevido a confrontar.
A El Rocky lo conocía porque cuando se ubicó en este pueblo comenzó a usar las chalupas, de todos los puertos cercanos a Calamar, para transportarse cuando iba a sus incursiones armadas, sin que los chaluperos recibiéramos un solo peso por los viajes. Al contrario, algunos habían estado presos después de llevar a unos paramilitares a una ciénaga, donde mataron a una gente. Entre nosotros lo que había era miedo, esa gente llegó por acá fue a causarnos problemas.
En uno de esos viajes transporté, desde la finca San Juan hasta el Canal del Dique, a un jefe de ellos al que le decían ‘El Viejo’. Vea, ese tipo con toda su fama de matón, figúrese que dicen que asesinó a su hermano, me trató con respeto. Don Eusebio, así me decía y hasta me pidió el número de celular por si alguna vez me necesitaba para que lo transportara por el río Magdalena.
Manuel Efraím me dijo que nos fuéramos, pero antes de bajar las escalinatas de la muralla le entregué a mi hijo un almuerzo que me acreditaron en el mercado público. Aproveché el momento de la entrega y en voz baja le dije que se quedara, me devolvió la comida y me dijo: “Papá no insista, para donde usted vaya, yo voy”.
Pregunté para dónde íbamos y Manuel Efraím me respondió: “Eso a ti no te interesa”. Metí la comida en la bodega de la chalupa donde iba la carga que ellos llevaban: un bulto de arroz, dos pacas de azúcar, una de sal y dos de harina, además de dos cajas de balas grandes. Antes de encender el motor fuera de bordar le respondí: “Esto funciona con gasolina no con agua, por eso le pregunté”.
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Tanqueamos la chalupa en una bomba de gasolina a orillas del río y como era costumbre de ellos nos fuimos sin que pagaran el servicio. Después de más de una hora de viaje Manuel Efraím ordenó que detuviera la chalupa, un poco más allá de ese pueblo llamado La Villa, y me metiera por el brazuelo del río conocido como “río viejo”, para llegar a la finca Cristo Rey. No habíamos avanzado ni tres minutos cuando quedamos varados, esa parte del río estaba prácticamente seca por ser tiempo de verano, estábamos en un mes de febrero de hace ya veinte años.
Me molestó que nos hubiéramos varado y olvidándome de lo criminal que era le dije con voz seca y cortante: “Si ibas para la finca Cristo del Rey, debiste avisarme para no meterme por acá”. Le grité con rabia a mi hijo: “Cocho levanta el motor”. Él se quitó los zapatos y se tiró al agua, no sin antes pasarme una palanca de madera con la que comencé a tratar de darle vuelta a la chalupa, pero, pese a la fuerza de mi hijo y la mía, no logramos hacerlo. Entonces le dije al jefe paramilitar que le pidiera ayuda a unos hombres que estaban sembrando hierba en uno de los dos playones entre los que quedamos varados. Se puso de pie en la punta de la embarcación y les gritó: “Vean partidas de hijueputas, no se dan cuenta que estamos varados, tírense y ayúdenos”. La fuerza de ellos fue decisiva, salimos del atolladero y él les dio las gracias con una ráfaga de fusil al aire que hizo que huyeran por unos pastizales.
Volvimos al río Grande y llegamos a los pocos minutos al puerto de Cristo del Rey. Mientras arrimábamos, Manuel Efraím le dio la orden a uno de sus acompañantes que nos amarraran y encerraran, que no permitieran que tomáramos algo de la chalupa. Ellos sacaron la carga que transportábamos, incluyendo el almuerzo de mi hijo. Subimos la muralla de tierra que protege a la finca del río y nos ordenaron que esperáramos en la mitad del sol. Después me enteré de que ese día los tres se enrolaban con los paramilitares.
Nos amarraron y encerraron en una habitación caliente, oscura, que hedía a murciélago. Apenas cerraron la puerta me enfrenté con un tema que hasta entonces no había sido importante en mi vida, la muerte. Yo tenía 45 años y morir no estaba entres mis planes. Ahora, a mi edad, pienso constantemente en ella. En ese momento pensaba en ella y en la de mi hijo, que para entonces apenas cumplía quince años de edad. También me acordé de mis otros hijos, unos niños de 12 y 8 años, que iban a quedar sin padre a temprana edad. Recuerdo que hasta me recriminé pensando por qué demoré para tenerlos.
El calor era sofocante, me dormí, recordé cuando el sudor corrió por mis ojos, me ardieron, tenía sed, pedí agua y de afuera me respondieron: “Para qué vas a pedirla, si para donde vas no la necesitas”. ‘El Cocho’, con su inocencia, me preguntó: “¿Papá, será que nos van a matar?”. Yo me quedé callado, qué podía decirles.
Eran como las cinco de la tarde cuando se detuvo un carro frente al lugar donde estábamos. Oí voces, supuse que eran de los que venía en él, entre ellas la de Manuel Efraím preguntando: “¿Ya mataron al hijueputa chalupero?”. Entonces me entró un temblor en todo el cuerpo, quedé sin saliva en el paladar, tragué en seco. “¿Oíste papá?”,dijo mi hijo. No le respondí nada y agaché la cabeza, pensé que una vez abrieran la puerta para entrar al lugar donde estábamos, nos sacarían para matarnos. El interrogado respondió que no. Entre la respuesta y la orden que sabía iba a dar este jefe paramilitar, pasaron unos segundos, pero, por mi ansiedad, creí que fueron horas. De nuevo se escuchó, ordenando: “Saca a esa pecueca de ahí”. La puerta se abrió, en ese momento pensé en pedir clemencia para mi hijo, pero, dudé, hacerlo con Manuel Efraím era exponerme a que lo viera morir y después demoraran mi muerte para hacerme sufrir.
La puerta se abrió, la luz del sol, que aún brillaba, me encandiló por eso no pude ver la cara de quien lo hizo. Nos levantaron y sacaron de la habitación. Entonces Manuel Efraím se dirigió al paramilitar que nos vigilaba y le ordenó: “Dale al chalupero lo que pida y si quiere dormir en mi hamaca que lo haga”. También le dijo: “Cuídado le pasa algo porque tú me respondes con tu vida y la de toda tú familia”. Me miró y dijo: “Jueputa, tienes más vida que un gato. De esta te salvaste, pero de otra conmigo no. En otra ocasión te voy a matar”. Me llené de valor y le respondí: “Ojalá no sea lo contrario”.
No me respondió, se montó en una camioneta y arrancó, a gran velocidad, por la misma carretera por la que más tarde vi pasar camiones llenos de vacas y de paramilitares. Me quedé sin aliento, sentí una rara alegría caminando por mi cuerpo, solo atiné a agarrarle una mano a mi hijo, para buscar un sitio donde ubicarnos. Nos hicimos a un lado de la casa a medio construir, porque aparte del lugar donde estuvimos secuestrados, lo demás eran paredes sin terminar y sin acabados. El techo de la habitación era un plafón rustico al que se accedía a través de una escalera en obra negra.
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El que nos cuidaba era un muchacho que no debía pasar de los 20 años, delgado, amarillento, y de mediana estatura, quien después de traernos una comida se sentó al lado nuestro a comer. Yo aproveché para preguntarle qué lo había llevado a enrolarse con los paramilitares, y sin tragar un bocado de arroz blanco con carne que mascaba, me dijo que no le quedó más opción. También mencionó que después de haber prestado el servicio militar, pese a tener libreta de primera clase, no le dieron trabajo en ninguna parte. Me comentó otras cosas, entre ellas que eran varios grupos paramilitares que estaban en un operativo recuperando unas vacas que se habían robado por allá por un pueblo llamado Las Cocadas. Hasta me dijo su nombre, ahora no me acuerdo como se llamaba. La comida que nos dio se la comió ‘El Cocho’, él me ofreció, la probé y se la devolví porque todo estaba Salado.
A las diez de la noche comenzó el tráfico de camiones vacíos hacia los interiores de la hacienda Cristo del Rey, los que regresaban cargados de semovientes. Desde ese momento y hasta las cuatro de la mañana lo hicieron constantemente. Me distraje esa noche con ellos y espantándole los mosquitos a mi hijo que dormía. Recuerdo que el último camión se detuvo antes de llegar a una curva que había antes de tomar la carretera que va por toda la orilla del río, y por más que el chofer intentó encenderlo, no funcionó. Ahí fue cuando volví a ver a Manuel Efraím, apareció para dar la orden de que quemaran el camión con las vacas adentro. “Vea, mi hermano, usted no sabe cuánta tristeza hay en el bramido de un animal mientras se quema”.
Pero no solo transportaron semovientes, también hombres armados, eran paramilitares, estaban vestidos igual que soldados del Ejército Nacional. Bajaban de los camiones con sus armas largas, estaban silenciosos y caminaban como cansados. Se fueron esparciendo y acomodando alrededor de nosotros y de la casa en construcción.
Las voces de los primeros que se levantaron al amanecer hicieron que me interesara por ver la totalidad de los que habían llegado. Las claras del día sirvieron para darme cuenta que eran más de trescientos reunidos por grupos. Después de levantarse, y mientras desayunaban, los escuché hablar de qué manera habían matado a mucha gente en Las Cocadas. Unos contaron que habían llegado días antes al pueblo, también dijeron que cuando iban hacia allá mataron a todo el que encontraron en el camino por donde ellos se movilizaban. Otros narraron cómo comenzaron a matar personas en el pueblo. Escuché a uno que apodaban ‘El Gallo’ decir cómo sacó de su casa, torturó y mató a una muchacha que decían que era la novia de un guerrillero. Otros hablaban de la forma como torturaron y asesinaron a un profesor y a otras personas. Escuché a otros reírse mientras relataban como emborracharon a unas personas y después las mataron. Otros se reían comentando cómo decapitaron y patearon las cabezas de unas personas. Eso parecía un grupo de amigos explicando las jugadas de un partido de futbol.
Antes de las diez de la mañana mi hijo y yo fuimos a refugiarnos debajo la sombra de un árbol de guayacán. ‘El Cocho’, al fin pelao intranquilo, se levantó de donde estábamos y se subió en el plafón de la habitación donde nos habían mantenido secuestrados. Creo que no transcurrieron cinco minutos de haberlo hecho cuando lo vi bajar corriendo por las escaleras, dirigiéndose hacia mí y gritando: “¡Corra papá que ahí vienen las pirañas!”.
Yo sabía lo que eso significaba, eran las embarcaciones armadas de la Marina, por eso me levanté del suelo como impulsado por un resorte. Supuse que venían a atacar a los paramilitares. Entonces vi pasar a ‘El Cocho’ frente a mí, iba corriendo. Me puse de pie e intenté alcanzarlo, pero no pude hacerlo, imagínate, como me iba a comparar con la fuerza de sus 16 años. Me tomó ventaja, pero cuando principiaron a sonar las primeras armas de fuego y que sentía que las balas zumbaban sobre mi cabeza, corrí con más fuerza y lo alcancé. “Por acá papá”, me gritó. Salimos a buscar monte donde refugiarnos, pero con un verano como el de ahora lo que había era peladero, puyas de trupillo, baranoa y bejuco, en uno de esos me enredé y caí. Al verme en el suelo se detuvo y me preguntó qué me había pasado.
Me levanté, seguimos corriendo e intentamos protegernos en una casa que había en una pista de aterrizaje, pero cuando pasamos frente a ella un trozo de pared lo golpeó y lo tiró al suelo. Lo vi caer y me acerqué a él gritando: “¡Miiiijoooo de mi alma!, ¿qué te pasó?”.Lo encontré como si estuviera borracho, lo toqué y miré si estaba sangrando, comprobé que no. Lo puse de pie y le dije: “Tenemos que seguir”. Pero antes de irnos miré hacia la pared y me di cuenta que fue un disparo el que arrancó un trozo de ella.
Volvimos a correr, lo hicimos por un camino por donde huían hombres armados, ahí fue donde se nos juntó uno de los muchachos que se embarcó en Punta Gorda, era el más fornido de todos, moreno, y creo que el de mayor edad, quien, pese a llevar un fusil en la mano, tenía cara de angustia. Corríamos como en fila: yo adelante, el en el medio y ‘El Cocho’ detrás. Lo hacíamos sin detenernos porque, pese a alejarnos de la orilla del río, sentíamos las balas como si las dispararan al lado de nosotros. De pronto escuché un grito:“¡Me dieron, me dieron!”, volteé a ver qué sucedía y me di cuenta que el muchacho estaba tirado en el suelo. Nos detuvimos y nos acercamos a él, lo escuchamos pedir que no lo dejáramos morir. Vimos que de su cuerpo emanaba sangre y que una bala le había destrozado los testículos y el pene; pero, qué podíamos hacer, solo seguir corriendo para salvar nuestras vidas.
Después de pasar corriendo por una curva existente en el camino encontramos a cinco paramilitares que huían, corrimos con ellos hasta que yo me caí en un hueco, ya no tenía fuerzas para seguir haciéndolo, llevaba más de 24 horas sin comer y una noche completa sin dormir. El hijo mío me jaló y me sacó del hueco, saqué fuerzas de donde no tenía y seguí corriendo, creo que llevábamos más de una hora en esas. Más adelante volví a caerme, cansado y tendido en el suelo le rogué que se fuera, que me dejara ahí. Ni me respondió, me levantó, acomodó mi cuerpo en uno de sus hombros y, cargándome, comenzó a caminar, y por ratos a trotar. Así me llevó como un kilómetro, donde volvimos a encontrar a los cinco hombres armados que habían detenido su marcha.
Al rato de estar ahí, descansando, creyéndonos a salvo, porque ya no se escuchaban las armas de fuego, sentimos un nuevo sonido, el de un helicóptero que venía para donde estábamos. Los paramilitares salieron a refugiarse debajo de unos árboles, nosotros hicimos lo mismo, pero procurando alejarnos de ellos, nos metimos debajo de un guayacán de flores amarillas. Nos tiramos a suelo y el helicóptero nos sobrevoló, pero uno de los paramilitares, un muchacho delgado, claro, se puso de pie y recostando su cuerpo sobre el árbol en el que estaba escondido, comenzó a dispárale con su fusil. El aparato debió dar una vuelta en el aire, porque la brisa que produjo al pasar sobre el árbol donde estábamos hizo que sus ramas se estremecieran, y empezó a lanzar proyectiles hacia donde le dispararon. Fueron ráfagas que destrozaron los árboles y la humanidad de dos paramilitares.
Al sentir que el helicóptero se alejaba nos pusimos de pie y comenzamos a caminar, separándonos de los tres paramilitares que quedaban vivos. Creo que habíamos recorrido unos pocos metros cuando vimos que se avecinaba una lluvia de balas que mochaba árboles. Alcanzamos a meternos en una zanja y nos tiramos al suelo, en ese momento pensé que solo otro milagro nos salvaría, era el avión fantasma. Nos protegimos, pero mató a dos de los tres hombres armados.
Cuando todo quedó en silencio nos pusimos de pie, el único sobreviviente, entre los paramilitares, era nuestro carcelero, se acercó a nosotros y le dije: “Tenemos que separarnos”.Me daba miedo que continuáramos juntos. El me entendió, pero antes de irse le pregunté por qué no nos mató, me miró y respondió: “Manuel Efraím me dio la orden, y yo estaba esperando que fuera de noche para hacerlo y después tirar sus cuerpos al río”. Nosotros seguimos el camino hacia donde se oculta el sol, no sé por dónde se fue él, después lo vi en televisión estaba con un grupo de personas que habían capturado.
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A eso de las dos de la tarde llegamos al portón de una finca, entramos y seguimos por un camino. El ladrido de unos perros me hizo saber que estábamos cerca de una casa, así fue, subimos una loma y nos dimos frente con una vivienda hecha de barro y palma, de esas que construyen en fincas. Entramos a ella sin preguntar si alguien estaba ahí, seguimos hasta el patio por la puerta que daba a ese lugar y encontramos a un hombre, avanzado en edad, sentado debajo de un rancho. Este, cuando nos vio, solo atinó a decir: “Si me van a matar que sea enseguida, porque yo soy minusválido y no tengo cómo defenderme”. Recuerdo que le dije: “No señor, lo que buscamos es que nos ayuden”. Entonces comencé a contarle todo lo que nos había sucedido.
Llamó a su mujer y le dijo que nos diera agua y pusiera a hacer un tinto cerrero para los nervios. Yo tomaba agua y la sed no se me quitaba, creo que nunca he tomado tanta como ese día. Después, le ordenó a un muchacho, que apareció de un lado de la casa, que ensillara la burra y el burro que nos íbamos para El Telón, que era donde él vivía. Yo le pregunté cuál era camino por donde nos iríamos, me dijo que por el mismo que nos había llevado hasta su casa, que no había otro. Su respuesta me llenó de angustia, pero tuve que aceptarlo.
A las tres de la tarde salimos de la casa, antes de eso ayudé al señor, al que nunca le pregunté su nombre, a montar en el sillón del burro, también a la señora quien se trepó en el anca del mismo animal. El muchacho lo hizo en una burra, mientras que mi hijo y yo nos metimos en medio de ellos y salimos a caminar. Al rato de estar caminando comenzamos a ver muertos a ambos lados del camino, era gente joven, uniformada. Eran muchas, demasiadas vidas perdidas, y lo peor, a cambio de nada. Después supe que muchos de los fallecidos en ese camino nunca fueron sepultados.
A las ocho de la noche pasamos por el lugar donde estuvimos secuestrados, estaba el Ejército Nacional, y me di cuenta de que había otra cantidad de cadáveres regados por el suelo. Un soldado nos detuvo y preguntó: “¿De donde vienen?”. Yo le respondí: “De la finca del señor”. “¿Quiénes son?”, volvió a preguntar el soldado, yo nuevamente le indiqué: “Trabajadores del señor”. Entonces volvió a indagar: “¿Para dónde van?”. Quien respondió fue el señor: “Para El Telón”. “Sigan”, dijo el soldado. Fue, entonces, cuando le dije a ‘El Cocho’: “Bueno hijo, ya no nos matan”.
Yo había escuchado atento y en silencio a Eusebio, pero la inquietud de saber quién evitó que lo mataran me ahogaba, lo interrumpí y le pregunté. Entonces se puso de pie y sacudiéndose el pantalón, en la parte de sus nalgas, me respondió: “Eso tiene que ver con El Viejo, pero ese tema otro día lo tratamos porque es hora de irnos”.
Por Álvaro de Jesús Rojano Osorio.
La mañana, en la que comenzó la historia que te voy a relatar, salí de mi casa para el puerto de El Peñoncito, que es el de las chalupas en San Pablo. Recuerdo que para hacerlo no cogí por ninguna de las calles, me fui por todo el borde del río.
Eusebio Romero me contó esta historia mientras esperábamos en Calamar la llegada de otros pasajeros para completar el cupo de diez, que es el número requerido para partir en la chalupa que él conducía por el río Magdalena, rumbo hacia San Pablo. Nos amparábamos del sol y de la humedad de las 2:00 de la tarde con la sombra del alar de un caserón republicano construido a orillas del río.
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La mañana, en la que comenzó la historia que te voy a relatar, salí de mi casa para el puerto de El Peñoncito, que es el de las chalupas en San Pablo. Recuerdo que para hacerlo no cogí por ninguna de las calles, me fui por todo el borde del río. Eran las 7:00 de la mañana y no había sentido el ruido de la primera embarcación que hubiera salido del puerto para acá, lo que era señal de que sería un día igual a los tres anteriores en los que ni siquiera había prendido el motor. Para qué si no hubo quien viajara.
Por el camino que iba, vi venir a cuatro hombres. También noté que se detuvieron al percatarse de que yo me acercaba a ellos. Escuché cuando mencionaron mi nombre, yo les respondí: “Sí, lo soy”. “Necesitamos la chalupa”, me dijo uno de ellos. Yo le dije: “Claro, para dónde vamos, ustedes dispongan, arreglamos el precio del viaje y me dan la plata para tanquear la gasolina que requiere la chalupa para movilizarse”.
“Usted es huevón o se quiere hacer el marica”, me respondió quien, con acento cachaco, se había dirigido a mí. Me mostró un arma de fuego que llevaba en la cintura, como indicándome que debía seguirlo, porque de inmediato se marchó con el resto de acompañantes rumbo a El Peñoncito. En ese momento pensé que sería un día peor a los anteriores, porque viajaría sin obtener un solo peso de ganancia.
Yo sabía de qué grupo eran, pero no conocía a quienes me abordaron. Cómo no lo iba a saber, ¿acaso no eran los únicos autorizados para andar armados por acá y para disponer de la vida de una persona cuando les daba la gana?
Se embarcaron en la chalupa y cuando la empujaba para partir sentí que alguien se montó en ella. Levanté la cabeza para ver quién lo hizo y me di cuenta que era ‘El Cocho’, mi hijo mayor. Tú lo conoces, el alto y corpulento que a veces andaba conmigo por ahí trabajando. Yo le dije: “Quédate hijo”. Pero él me respondió: “No papá, yo voy con usted”.
Cuando llegamos a este puerto me ordenaron que no me bajara de la chalupa, que esperara la gasolina y la información de para dónde debía partir. Eran más de las 8:30 de la mañana cuando arrimamos en el puerto por donde atraviesan los carros del Magdalena para el Atlántico, ahí debíamos esperar a unas personas para transportarlas. Después de una hora de estar ahí, ‘El Cocho’ me dijo que tenía hambre, yo estaba en las mismas, no habíamos desayunado. Entonces recordé que ahí cerca, en Punta Gorda, conocía a alguien que era dueño de un restaurante a orillas del río. También me acordé que no tenía plata, pero como la necesidad tiene cara de hambre, prendí la chalupa y salimos a buscar desayuno, no sin antes pedirle a un trabajador del ferri que, si llegaban preguntado por el chalupero, les dijera donde estábamos.
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Llegamos a Punta Gorda y nos dirigimos al restaurante, ahí encontramos a Carlos, el dueño del negocio. Le conté la historia de lo que me pasaba y le pedí que me acreditara un desayuno. Me respondió que sí, y me dijo que tenía pasteles, envueltos en hojas de bijao, miré a mi hijo, quien, con un gesto en su rostro, rechazó el menú. Salimos del restaurante, en la puerta me encontré con un policía que conocía, nos saludamos y estuvimos hablando hasta cuando se detuvo al lado nuestro una camioneta negra, de doble cabina. El policía apenas los vio se fue sin despedirse, después entendí por qué lo hizo.
De la camioneta se bajaron cuatro hombres, uno de ellos, que era alto, grueso macizo, moreno, pelo lizo, mal encarado, se dirigió a mí preguntando si yo era el tal Eusebio Romero. Yo le respondí: “Mi nombre es Eusebio Romero, eso de tal es para llamar a los delincuentes y yo no lo soy”. “Con que muy grosero, muy alzado”, me respondió con voz retadora. Enseguida me ordenó: “Vea, hijo de puta, baje esa vaina que traigo en el carro”. Pero como no le tenía miedo le respondí que a mí me habían buscado para transportarlos y no para arrear carga. Me miró rabioso y ordenó a los tres que lo acompañaban que la llevaran a la chalupa.
Cuando la mercancía estuvo dentro de la chalupa, el hombre mal encarado se dirigió a mí diciéndome: “Vamos para Calamar”. En la chalupa se sentó del lado izquierdo de la banca que sigue al lugar del piloto, sacó un arma de fuego de la cintura, una escuadra color platino, y la puso sobre sus piernas. Yo tenía la sospecha de que la llevaba en la mano para matarme, por eso lo miraba y lo miraba, con el rabillo del ojo, y decía: “Como intente algo contra mí volteo esta chalupa”.
Llegamos, ellos se bajaron y me dijeron que tenía que esperarlos para seguir viajando. Amarré la chalupa y me senté a esperarlos en esta misma banca de madera dura y gris de tanto uso. Conociendo cómo era el proceder de este grupo, desde la época en la que “los caratapadas” comenzaron a llegar por el río y el Canal del Dique, me llené de incertidumbre e inseguridad. Te digo la verdad, yo no sabía lo que me pasaría, pero estaba seguro que algo me iba a suceder.
Creo que tenía dos horas de estar esperándolos cuando regresaron. Llegaron en el carro de ‘El Rocky’, el jefe de los paramilitares que operaban aquí. A este sí lo conocía porque le había hechos varios viajes, ese día me saludó desde el carro. Para entonces ya sabía que quien comandaba a los que transportaba era el tal Manuel Efraím, figúrese un reconocido jefe paramilitar, asesino, al que me había atrevido a confrontar.
A El Rocky lo conocía porque cuando se ubicó en este pueblo comenzó a usar las chalupas, de todos los puertos cercanos a Calamar, para transportarse cuando iba a sus incursiones armadas, sin que los chaluperos recibiéramos un solo peso por los viajes. Al contrario, algunos habían estado presos después de llevar a unos paramilitares a una ciénaga, donde mataron a una gente. Entre nosotros lo que había era miedo, esa gente llegó por acá fue a causarnos problemas.
En uno de esos viajes transporté, desde la finca San Juan hasta el Canal del Dique, a un jefe de ellos al que le decían ‘El Viejo’. Vea, ese tipo con toda su fama de matón, figúrese que dicen que asesinó a su hermano, me trató con respeto. Don Eusebio, así me decía y hasta me pidió el número de celular por si alguna vez me necesitaba para que lo transportara por el río Magdalena.
Manuel Efraím me dijo que nos fuéramos, pero antes de bajar las escalinatas de la muralla le entregué a mi hijo un almuerzo que me acreditaron en el mercado público. Aproveché el momento de la entrega y en voz baja le dije que se quedara, me devolvió la comida y me dijo: “Papá no insista, para donde usted vaya, yo voy”.
Pregunté para dónde íbamos y Manuel Efraím me respondió: “Eso a ti no te interesa”. Metí la comida en la bodega de la chalupa donde iba la carga que ellos llevaban: un bulto de arroz, dos pacas de azúcar, una de sal y dos de harina, además de dos cajas de balas grandes. Antes de encender el motor fuera de bordar le respondí: “Esto funciona con gasolina no con agua, por eso le pregunté”.
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Tanqueamos la chalupa en una bomba de gasolina a orillas del río y como era costumbre de ellos nos fuimos sin que pagaran el servicio. Después de más de una hora de viaje Manuel Efraím ordenó que detuviera la chalupa, un poco más allá de ese pueblo llamado La Villa, y me metiera por el brazuelo del río conocido como “río viejo”, para llegar a la finca Cristo Rey. No habíamos avanzado ni tres minutos cuando quedamos varados, esa parte del río estaba prácticamente seca por ser tiempo de verano, estábamos en un mes de febrero de hace ya veinte años.
Me molestó que nos hubiéramos varado y olvidándome de lo criminal que era le dije con voz seca y cortante: “Si ibas para la finca Cristo del Rey, debiste avisarme para no meterme por acá”. Le grité con rabia a mi hijo: “Cocho levanta el motor”. Él se quitó los zapatos y se tiró al agua, no sin antes pasarme una palanca de madera con la que comencé a tratar de darle vuelta a la chalupa, pero, pese a la fuerza de mi hijo y la mía, no logramos hacerlo. Entonces le dije al jefe paramilitar que le pidiera ayuda a unos hombres que estaban sembrando hierba en uno de los dos playones entre los que quedamos varados. Se puso de pie en la punta de la embarcación y les gritó: “Vean partidas de hijueputas, no se dan cuenta que estamos varados, tírense y ayúdenos”. La fuerza de ellos fue decisiva, salimos del atolladero y él les dio las gracias con una ráfaga de fusil al aire que hizo que huyeran por unos pastizales.
Volvimos al río Grande y llegamos a los pocos minutos al puerto de Cristo del Rey. Mientras arrimábamos, Manuel Efraím le dio la orden a uno de sus acompañantes que nos amarraran y encerraran, que no permitieran que tomáramos algo de la chalupa. Ellos sacaron la carga que transportábamos, incluyendo el almuerzo de mi hijo. Subimos la muralla de tierra que protege a la finca del río y nos ordenaron que esperáramos en la mitad del sol. Después me enteré de que ese día los tres se enrolaban con los paramilitares.
Nos amarraron y encerraron en una habitación caliente, oscura, que hedía a murciélago. Apenas cerraron la puerta me enfrenté con un tema que hasta entonces no había sido importante en mi vida, la muerte. Yo tenía 45 años y morir no estaba entres mis planes. Ahora, a mi edad, pienso constantemente en ella. En ese momento pensaba en ella y en la de mi hijo, que para entonces apenas cumplía quince años de edad. También me acordé de mis otros hijos, unos niños de 12 y 8 años, que iban a quedar sin padre a temprana edad. Recuerdo que hasta me recriminé pensando por qué demoré para tenerlos.
El calor era sofocante, me dormí, recordé cuando el sudor corrió por mis ojos, me ardieron, tenía sed, pedí agua y de afuera me respondieron: “Para qué vas a pedirla, si para donde vas no la necesitas”. ‘El Cocho’, con su inocencia, me preguntó: “¿Papá, será que nos van a matar?”. Yo me quedé callado, qué podía decirles.
Eran como las cinco de la tarde cuando se detuvo un carro frente al lugar donde estábamos. Oí voces, supuse que eran de los que venía en él, entre ellas la de Manuel Efraím preguntando: “¿Ya mataron al hijueputa chalupero?”. Entonces me entró un temblor en todo el cuerpo, quedé sin saliva en el paladar, tragué en seco. “¿Oíste papá?”,dijo mi hijo. No le respondí nada y agaché la cabeza, pensé que una vez abrieran la puerta para entrar al lugar donde estábamos, nos sacarían para matarnos. El interrogado respondió que no. Entre la respuesta y la orden que sabía iba a dar este jefe paramilitar, pasaron unos segundos, pero, por mi ansiedad, creí que fueron horas. De nuevo se escuchó, ordenando: “Saca a esa pecueca de ahí”. La puerta se abrió, en ese momento pensé en pedir clemencia para mi hijo, pero, dudé, hacerlo con Manuel Efraím era exponerme a que lo viera morir y después demoraran mi muerte para hacerme sufrir.
La puerta se abrió, la luz del sol, que aún brillaba, me encandiló por eso no pude ver la cara de quien lo hizo. Nos levantaron y sacaron de la habitación. Entonces Manuel Efraím se dirigió al paramilitar que nos vigilaba y le ordenó: “Dale al chalupero lo que pida y si quiere dormir en mi hamaca que lo haga”. También le dijo: “Cuídado le pasa algo porque tú me respondes con tu vida y la de toda tú familia”. Me miró y dijo: “Jueputa, tienes más vida que un gato. De esta te salvaste, pero de otra conmigo no. En otra ocasión te voy a matar”. Me llené de valor y le respondí: “Ojalá no sea lo contrario”.
No me respondió, se montó en una camioneta y arrancó, a gran velocidad, por la misma carretera por la que más tarde vi pasar camiones llenos de vacas y de paramilitares. Me quedé sin aliento, sentí una rara alegría caminando por mi cuerpo, solo atiné a agarrarle una mano a mi hijo, para buscar un sitio donde ubicarnos. Nos hicimos a un lado de la casa a medio construir, porque aparte del lugar donde estuvimos secuestrados, lo demás eran paredes sin terminar y sin acabados. El techo de la habitación era un plafón rustico al que se accedía a través de una escalera en obra negra.
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El que nos cuidaba era un muchacho que no debía pasar de los 20 años, delgado, amarillento, y de mediana estatura, quien después de traernos una comida se sentó al lado nuestro a comer. Yo aproveché para preguntarle qué lo había llevado a enrolarse con los paramilitares, y sin tragar un bocado de arroz blanco con carne que mascaba, me dijo que no le quedó más opción. También mencionó que después de haber prestado el servicio militar, pese a tener libreta de primera clase, no le dieron trabajo en ninguna parte. Me comentó otras cosas, entre ellas que eran varios grupos paramilitares que estaban en un operativo recuperando unas vacas que se habían robado por allá por un pueblo llamado Las Cocadas. Hasta me dijo su nombre, ahora no me acuerdo como se llamaba. La comida que nos dio se la comió ‘El Cocho’, él me ofreció, la probé y se la devolví porque todo estaba Salado.
A las diez de la noche comenzó el tráfico de camiones vacíos hacia los interiores de la hacienda Cristo del Rey, los que regresaban cargados de semovientes. Desde ese momento y hasta las cuatro de la mañana lo hicieron constantemente. Me distraje esa noche con ellos y espantándole los mosquitos a mi hijo que dormía. Recuerdo que el último camión se detuvo antes de llegar a una curva que había antes de tomar la carretera que va por toda la orilla del río, y por más que el chofer intentó encenderlo, no funcionó. Ahí fue cuando volví a ver a Manuel Efraím, apareció para dar la orden de que quemaran el camión con las vacas adentro. “Vea, mi hermano, usted no sabe cuánta tristeza hay en el bramido de un animal mientras se quema”.
Pero no solo transportaron semovientes, también hombres armados, eran paramilitares, estaban vestidos igual que soldados del Ejército Nacional. Bajaban de los camiones con sus armas largas, estaban silenciosos y caminaban como cansados. Se fueron esparciendo y acomodando alrededor de nosotros y de la casa en construcción.
Las voces de los primeros que se levantaron al amanecer hicieron que me interesara por ver la totalidad de los que habían llegado. Las claras del día sirvieron para darme cuenta que eran más de trescientos reunidos por grupos. Después de levantarse, y mientras desayunaban, los escuché hablar de qué manera habían matado a mucha gente en Las Cocadas. Unos contaron que habían llegado días antes al pueblo, también dijeron que cuando iban hacia allá mataron a todo el que encontraron en el camino por donde ellos se movilizaban. Otros narraron cómo comenzaron a matar personas en el pueblo. Escuché a uno que apodaban ‘El Gallo’ decir cómo sacó de su casa, torturó y mató a una muchacha que decían que era la novia de un guerrillero. Otros hablaban de la forma como torturaron y asesinaron a un profesor y a otras personas. Escuché a otros reírse mientras relataban como emborracharon a unas personas y después las mataron. Otros se reían comentando cómo decapitaron y patearon las cabezas de unas personas. Eso parecía un grupo de amigos explicando las jugadas de un partido de futbol.
Antes de las diez de la mañana mi hijo y yo fuimos a refugiarnos debajo la sombra de un árbol de guayacán. ‘El Cocho’, al fin pelao intranquilo, se levantó de donde estábamos y se subió en el plafón de la habitación donde nos habían mantenido secuestrados. Creo que no transcurrieron cinco minutos de haberlo hecho cuando lo vi bajar corriendo por las escaleras, dirigiéndose hacia mí y gritando: “¡Corra papá que ahí vienen las pirañas!”.
Yo sabía lo que eso significaba, eran las embarcaciones armadas de la Marina, por eso me levanté del suelo como impulsado por un resorte. Supuse que venían a atacar a los paramilitares. Entonces vi pasar a ‘El Cocho’ frente a mí, iba corriendo. Me puse de pie e intenté alcanzarlo, pero no pude hacerlo, imagínate, como me iba a comparar con la fuerza de sus 16 años. Me tomó ventaja, pero cuando principiaron a sonar las primeras armas de fuego y que sentía que las balas zumbaban sobre mi cabeza, corrí con más fuerza y lo alcancé. “Por acá papá”, me gritó. Salimos a buscar monte donde refugiarnos, pero con un verano como el de ahora lo que había era peladero, puyas de trupillo, baranoa y bejuco, en uno de esos me enredé y caí. Al verme en el suelo se detuvo y me preguntó qué me había pasado.
Me levanté, seguimos corriendo e intentamos protegernos en una casa que había en una pista de aterrizaje, pero cuando pasamos frente a ella un trozo de pared lo golpeó y lo tiró al suelo. Lo vi caer y me acerqué a él gritando: “¡Miiiijoooo de mi alma!, ¿qué te pasó?”.Lo encontré como si estuviera borracho, lo toqué y miré si estaba sangrando, comprobé que no. Lo puse de pie y le dije: “Tenemos que seguir”. Pero antes de irnos miré hacia la pared y me di cuenta que fue un disparo el que arrancó un trozo de ella.
Volvimos a correr, lo hicimos por un camino por donde huían hombres armados, ahí fue donde se nos juntó uno de los muchachos que se embarcó en Punta Gorda, era el más fornido de todos, moreno, y creo que el de mayor edad, quien, pese a llevar un fusil en la mano, tenía cara de angustia. Corríamos como en fila: yo adelante, el en el medio y ‘El Cocho’ detrás. Lo hacíamos sin detenernos porque, pese a alejarnos de la orilla del río, sentíamos las balas como si las dispararan al lado de nosotros. De pronto escuché un grito:“¡Me dieron, me dieron!”, volteé a ver qué sucedía y me di cuenta que el muchacho estaba tirado en el suelo. Nos detuvimos y nos acercamos a él, lo escuchamos pedir que no lo dejáramos morir. Vimos que de su cuerpo emanaba sangre y que una bala le había destrozado los testículos y el pene; pero, qué podíamos hacer, solo seguir corriendo para salvar nuestras vidas.
Después de pasar corriendo por una curva existente en el camino encontramos a cinco paramilitares que huían, corrimos con ellos hasta que yo me caí en un hueco, ya no tenía fuerzas para seguir haciéndolo, llevaba más de 24 horas sin comer y una noche completa sin dormir. El hijo mío me jaló y me sacó del hueco, saqué fuerzas de donde no tenía y seguí corriendo, creo que llevábamos más de una hora en esas. Más adelante volví a caerme, cansado y tendido en el suelo le rogué que se fuera, que me dejara ahí. Ni me respondió, me levantó, acomodó mi cuerpo en uno de sus hombros y, cargándome, comenzó a caminar, y por ratos a trotar. Así me llevó como un kilómetro, donde volvimos a encontrar a los cinco hombres armados que habían detenido su marcha.
Al rato de estar ahí, descansando, creyéndonos a salvo, porque ya no se escuchaban las armas de fuego, sentimos un nuevo sonido, el de un helicóptero que venía para donde estábamos. Los paramilitares salieron a refugiarse debajo de unos árboles, nosotros hicimos lo mismo, pero procurando alejarnos de ellos, nos metimos debajo de un guayacán de flores amarillas. Nos tiramos a suelo y el helicóptero nos sobrevoló, pero uno de los paramilitares, un muchacho delgado, claro, se puso de pie y recostando su cuerpo sobre el árbol en el que estaba escondido, comenzó a dispárale con su fusil. El aparato debió dar una vuelta en el aire, porque la brisa que produjo al pasar sobre el árbol donde estábamos hizo que sus ramas se estremecieran, y empezó a lanzar proyectiles hacia donde le dispararon. Fueron ráfagas que destrozaron los árboles y la humanidad de dos paramilitares.
Al sentir que el helicóptero se alejaba nos pusimos de pie y comenzamos a caminar, separándonos de los tres paramilitares que quedaban vivos. Creo que habíamos recorrido unos pocos metros cuando vimos que se avecinaba una lluvia de balas que mochaba árboles. Alcanzamos a meternos en una zanja y nos tiramos al suelo, en ese momento pensé que solo otro milagro nos salvaría, era el avión fantasma. Nos protegimos, pero mató a dos de los tres hombres armados.
Cuando todo quedó en silencio nos pusimos de pie, el único sobreviviente, entre los paramilitares, era nuestro carcelero, se acercó a nosotros y le dije: “Tenemos que separarnos”.Me daba miedo que continuáramos juntos. El me entendió, pero antes de irse le pregunté por qué no nos mató, me miró y respondió: “Manuel Efraím me dio la orden, y yo estaba esperando que fuera de noche para hacerlo y después tirar sus cuerpos al río”. Nosotros seguimos el camino hacia donde se oculta el sol, no sé por dónde se fue él, después lo vi en televisión estaba con un grupo de personas que habían capturado.
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A eso de las dos de la tarde llegamos al portón de una finca, entramos y seguimos por un camino. El ladrido de unos perros me hizo saber que estábamos cerca de una casa, así fue, subimos una loma y nos dimos frente con una vivienda hecha de barro y palma, de esas que construyen en fincas. Entramos a ella sin preguntar si alguien estaba ahí, seguimos hasta el patio por la puerta que daba a ese lugar y encontramos a un hombre, avanzado en edad, sentado debajo de un rancho. Este, cuando nos vio, solo atinó a decir: “Si me van a matar que sea enseguida, porque yo soy minusválido y no tengo cómo defenderme”. Recuerdo que le dije: “No señor, lo que buscamos es que nos ayuden”. Entonces comencé a contarle todo lo que nos había sucedido.
Llamó a su mujer y le dijo que nos diera agua y pusiera a hacer un tinto cerrero para los nervios. Yo tomaba agua y la sed no se me quitaba, creo que nunca he tomado tanta como ese día. Después, le ordenó a un muchacho, que apareció de un lado de la casa, que ensillara la burra y el burro que nos íbamos para El Telón, que era donde él vivía. Yo le pregunté cuál era camino por donde nos iríamos, me dijo que por el mismo que nos había llevado hasta su casa, que no había otro. Su respuesta me llenó de angustia, pero tuve que aceptarlo.
A las tres de la tarde salimos de la casa, antes de eso ayudé al señor, al que nunca le pregunté su nombre, a montar en el sillón del burro, también a la señora quien se trepó en el anca del mismo animal. El muchacho lo hizo en una burra, mientras que mi hijo y yo nos metimos en medio de ellos y salimos a caminar. Al rato de estar caminando comenzamos a ver muertos a ambos lados del camino, era gente joven, uniformada. Eran muchas, demasiadas vidas perdidas, y lo peor, a cambio de nada. Después supe que muchos de los fallecidos en ese camino nunca fueron sepultados.
A las ocho de la noche pasamos por el lugar donde estuvimos secuestrados, estaba el Ejército Nacional, y me di cuenta de que había otra cantidad de cadáveres regados por el suelo. Un soldado nos detuvo y preguntó: “¿De donde vienen?”. Yo le respondí: “De la finca del señor”. “¿Quiénes son?”, volvió a preguntar el soldado, yo nuevamente le indiqué: “Trabajadores del señor”. Entonces volvió a indagar: “¿Para dónde van?”. Quien respondió fue el señor: “Para El Telón”. “Sigan”, dijo el soldado. Fue, entonces, cuando le dije a ‘El Cocho’: “Bueno hijo, ya no nos matan”.
Yo había escuchado atento y en silencio a Eusebio, pero la inquietud de saber quién evitó que lo mataran me ahogaba, lo interrumpí y le pregunté. Entonces se puso de pie y sacudiéndose el pantalón, en la parte de sus nalgas, me respondió: “Eso tiene que ver con El Viejo, pero ese tema otro día lo tratamos porque es hora de irnos”.
Por Álvaro de Jesús Rojano Osorio.