Carlos César Silva entrevistó al escritor Luis Mario Araújo Becerra a propósito del lanzamiento de su libro ‘Tras los pasos de un médico rural’.
El libro ‘Tras los pasos de un médico rural’ comienza con una hermosa definición que esgrimió el escritor peruano Ciro Alegría sobre Manuel Zapata Olivella: “No tenía más capital que su voluntad ni más elementos de viaje que sus pies”. Así Luis Mario Araújo Becerra nos introduce a la aventura de Zapata Olivella por el Valle de Upar, la tierra donde esquivó la violencia y engendró a sus hijas.
Lee también: Manuel Zapata Olivella: un defensor de la libertad
Araújo Becerra describe con un lenguaje que discurre entre el ensayo y la crónica a un hombre multifacético: el médico rural que no deslegitimaba las supersticiones de la gente, el aspirante a antropólogo que se preocupó por comprender las costumbres de los pueblos indígenas, el político que defendía a los más vulnerables, el gestor cultural que llevó a los primeros grupos vallenatos a Bogotá y, sobre todo, el escritor de cuerpo entero que no sólo fue su maestro sino también su amigo.
Por el año 2003, si no recuerdo mal, yo estaba haciendo una investigación sobre la evolución de literatura en el Departamento del Cesar y quería precisar información sobre el tema. Obviamente conocía la trayectoria de Manuel Zapata, sabía que él había estado en nuestras tierras y siempre había sentido una gran admiración por su trabajo intelectual. Entonces, junto a un amigo de la Universidad de Córdoba, me animé a visitarlo en el Hotel Dann Colonial, en el centro de Bogotá, donde vivía. Llegamos, nos anunciamos en recepción y, como si nos conociera de toda la vida, al decirle que éramos de San Diego y Sahagún, nos hizo pasar.
Los detalles de ese encuentro están en el libro. Luego, seguí visitándolo todas las semanas por las tardes, casi hasta su fallecimiento. Allí afianzamos un vínculo entre maestro y discípulo. Entendí el enorme ser humano que era, la dimensión intelectual que tenía y la fuerza vital que significaba. Fruto de esa amistad, él me legó el prólogo de mi primer libro El Asombroso y otros relatos. Me dio las bases teóricas de la investigación sobre nuestras letras, que está en Literatura del Cesar: identidad y memoria. Quedó este libro Tras los pasos de un médico rural. Pero sobre todo, y esta es mi gran deuda, me enseñó a valorar la disciplina y la resiliencia, el poder de nuestra cultura popular y la importancia de los que han sido marginados.
Desde el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en 1948, el clima político en el país se enrareció de manera dramática. La persecución contra todo lo que tuviese tintes liberales o de izquierda fue incesante. Manuel, en ese entonces, era un estudiante de medicina en la Universidad Nacional de Bogotá que congeniaba con la izquierda. Así que sintió aquella tensión en carne propia. Pero el evento decisivo se da en 1949, cuando el ejército cierra el Parlamento, cancelando las garantías democráticas.
En ese momento, Zapata, presiente que se va a incrementar la persecución y decide salir del país, autoexiliarse. Buscando rutas, enfila hacia Venezuela con la fortuna de que, en La Paz, encontró a su pariente Pedro Olivella Araújo, quien era un hombre muy respetado en el pueblo. Es él quien lo convence de quedarse allí, bajo su protección. En sus memorias, ¡Levántate mulato!, nos dice que sus ancestros Olivella fueron tres hermanos catalanes que llegaron a Colombia por Cartagena. Uno se fue a las riberas del Sinú, otro salió a Panamá y, el tercero, se radicó “…en las tierras vírgenes del Valle de Upar”. Este sería el ascendiente directo de los Olivella en la región.
No dejes de leer: La literatura de Manuel Zapata Olivella: reflexiones sobre un malicioso olvido
Manuel hablaba de “clínica militante”. Es decir, para él, la medicina no era un medio para enriquecerse o adquirir un prestigio social, sino para servir a la comunidad. Coherente con ese ideal, comenzó a ir por los pueblos atendiendo a los enfermos sin cobrar dinero. Ese concepto de medicina con carácter social fue un aporte fundamental. Además, le tocó lidiar con las supersticiones de las gentes de los pueblos, conciliar en parte con las curas tradicionales, porque estas gentes no aceptaban la medicina científica occidental fácilmente.
Entonces le tocaba sobrellevar las creencias de los pueblerinos en el mal de ojos, la brujería, los emplastos y yerbas; entender si algunas tenían algún fundamento químico para poder aplicarlas. Para él eso fue un choque que le ayudó a entender que la medicina tenía otras fuentes, no sólo el cientifismo que había aprendido en la universidad. Todo esto lo cuenta en una columna que mandaba, desde La Paz, para revistas nacionales, titulada “Cartas de un médico rural”.
No creo que terminaron cediendo, pero le ayudó a ampliar su comprensión del fenómeno humano. El valoró el alcance antropológico de esas tradiciones, su importancia cultural, su importancia como fuente de conocimiento. Zapata acuñó el término “empírico-mágico”, para este tipo de conocimiento.
Le hice esa pregunta a Manuel. Me dijo que cómo la época era tensa desde el punto de vista político, este trabajo no podía ser tan abierto, sino que tocaba hacerlo casi personalizado y mimetizado con la enseñanza de otros temas. Sin embargo, en mi investigación encontré testimonios que señalan que alcanzó a hacer reuniones más públicas. Obviamente, hablaba a favor de los desposeídos, los pobres y los marginados. Creía en una sociedad más equitativa.
No tengo la respuesta a esa pregunta. El hizo su trabajo. Ahora, corresponde a la región, a los investigadores y cultores del vallenato valorarlo y reconocerlo. Ellos son los que han obviado lo evidente. Que Manuel Zapata Olivella llevó en 1951 y 1952 los primeros grupos vallenatos al interior del país, que luego ayudó a internacionalizar nuestro folclor en giras con su hermana Delia por el mundo; que destacó a Escalona; que publicó las primeras notas sobre nuestros juglares en revistas y periódicos nacionales; que en esas notas, junto a Nereo López fotografió a Juan Muñoz, Carlos Noriega, el Negro Calde, para nombrar sólo algunos; que trabó amistad entrañable con la dinastía López, Santander Durán, Juan Manuel Muegues, etc; que introdujo a García Márquez a la región; que escribió ensayos valiosísimos explicando los orígenes y evolución de la música vallenata. El hizo su trabajo, quienes le deben el reconocimiento que se merece son los gurús del vallenato.
¡Claro! Eso es esencial. El ya había convivido con población indígena en sus correrías, sobre todo, por Centroamérica. Eso lo cuenta en su libro Pasión vagabunda. En nuestra región amplía ese conocimiento, pues encuentra los asentamientos Motilones, Arhuacos y Wayuu, sobre los cuales hizo un trabajo de investigación que publicaría, en primer lugar, en la revista Cromos. Su aporte fundamental es presentarle al país, ese otro país invisibilizado.
Lo que él recibió, de esa época en nuestra región, fue la posibilidad de tener contacto directo con nuestras culturas ancestrales. Zapata tuvo un encuentro, no con la teoría histórica, antropológica y sociológica sobre los “aborígenes”, sino con los seres humanos reales que vivían en esas aldeas y rancherías, con sus problemas, con su medicina, su pobreza, su desnutrición, con el despojo de sus tierras; con el significado profundo de su visión religiosa. Mientras los académicos se echaban en sus cómodos sillones, este joven recorría los caminos y percibía los olores, sabores, colores, que los otros apenas imaginaban. Eso es lo importante.
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Esta región siempre estuvo en el corazón de Zapata Olivella. Su obra investigativa lo atestigua, basta ver El hombre colombiano. Publicó, en la década del cincuenta, varios cuentos que tenían como escenario este ámbito. Aparece, también, en textos como ¡Levántate mulato!; hay ecos a nuestra tradición oral en los cuentos infantiles de Fábulas de Tamalameque; su cuento Un acordeón tras la reja, aunque parece transcurrir en otro contexto geográfico, tiene unas claves secretas que hacen referencia sobre todo a La Paz, a la que consideró la “mata de los acordeones”; para citar sólo algunos casos. Algo que me dijo, es que de sus experiencias aquí salió un proyecto de novela, que luego se transformó en un guion: El siete mujeres. Esto se transmitió como telenovela, aunque Manuel demandó a la programadora porque tergiversó su texto. Y sé que en La Paz le dio puntadas a varias de sus obras; pero para eso tendrán que leer mi libro.
Realmente lo que quise decir es que, como Manuel se desempeñó en tantas facetas (antropólogo, folclorista, promotor cultural, etc…), en ciertos círculos se quiere minimizar su papel como escritor. Eso me parece insólito. Era un escritor enorme. Quisiera que revisaran libros como En Chimá nace un santo, ¿Quién dio el fusil a Oswald?, El fusilamiento del diablo, Hemingway, el cazador de la muerte o sus libros de viajes, por no hablar de Changó, el gran putas, para constatar que Zapata es, sin duda, uno de los escritores más importantes de la historia colombiana.
Durante su estadía en La Paz, a mediados del siglo pasado, conoció y se enamoró de doña María Pérez. Su apoyo, con quien convivió y es la madre de sus hijas: Harlem y Edelma. Edelma Zapata Pérez, heredó la vocación de su padre, es una de nuestras grandes poetas. Autora de Ritual con mi sombra (1999) e incluida en libros de presencia nacional, como Antología de mujeres poetas afrocolombianas, Poesía Afro Colombiana. Ella falleció en 2010, pero nos dejó una herencia literaria que vale la pena reclamar.
Carlos César Silva entrevistó al escritor Luis Mario Araújo Becerra a propósito del lanzamiento de su libro ‘Tras los pasos de un médico rural’.
El libro ‘Tras los pasos de un médico rural’ comienza con una hermosa definición que esgrimió el escritor peruano Ciro Alegría sobre Manuel Zapata Olivella: “No tenía más capital que su voluntad ni más elementos de viaje que sus pies”. Así Luis Mario Araújo Becerra nos introduce a la aventura de Zapata Olivella por el Valle de Upar, la tierra donde esquivó la violencia y engendró a sus hijas.
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Araújo Becerra describe con un lenguaje que discurre entre el ensayo y la crónica a un hombre multifacético: el médico rural que no deslegitimaba las supersticiones de la gente, el aspirante a antropólogo que se preocupó por comprender las costumbres de los pueblos indígenas, el político que defendía a los más vulnerables, el gestor cultural que llevó a los primeros grupos vallenatos a Bogotá y, sobre todo, el escritor de cuerpo entero que no sólo fue su maestro sino también su amigo.
Por el año 2003, si no recuerdo mal, yo estaba haciendo una investigación sobre la evolución de literatura en el Departamento del Cesar y quería precisar información sobre el tema. Obviamente conocía la trayectoria de Manuel Zapata, sabía que él había estado en nuestras tierras y siempre había sentido una gran admiración por su trabajo intelectual. Entonces, junto a un amigo de la Universidad de Córdoba, me animé a visitarlo en el Hotel Dann Colonial, en el centro de Bogotá, donde vivía. Llegamos, nos anunciamos en recepción y, como si nos conociera de toda la vida, al decirle que éramos de San Diego y Sahagún, nos hizo pasar.
Los detalles de ese encuentro están en el libro. Luego, seguí visitándolo todas las semanas por las tardes, casi hasta su fallecimiento. Allí afianzamos un vínculo entre maestro y discípulo. Entendí el enorme ser humano que era, la dimensión intelectual que tenía y la fuerza vital que significaba. Fruto de esa amistad, él me legó el prólogo de mi primer libro El Asombroso y otros relatos. Me dio las bases teóricas de la investigación sobre nuestras letras, que está en Literatura del Cesar: identidad y memoria. Quedó este libro Tras los pasos de un médico rural. Pero sobre todo, y esta es mi gran deuda, me enseñó a valorar la disciplina y la resiliencia, el poder de nuestra cultura popular y la importancia de los que han sido marginados.
Desde el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en 1948, el clima político en el país se enrareció de manera dramática. La persecución contra todo lo que tuviese tintes liberales o de izquierda fue incesante. Manuel, en ese entonces, era un estudiante de medicina en la Universidad Nacional de Bogotá que congeniaba con la izquierda. Así que sintió aquella tensión en carne propia. Pero el evento decisivo se da en 1949, cuando el ejército cierra el Parlamento, cancelando las garantías democráticas.
En ese momento, Zapata, presiente que se va a incrementar la persecución y decide salir del país, autoexiliarse. Buscando rutas, enfila hacia Venezuela con la fortuna de que, en La Paz, encontró a su pariente Pedro Olivella Araújo, quien era un hombre muy respetado en el pueblo. Es él quien lo convence de quedarse allí, bajo su protección. En sus memorias, ¡Levántate mulato!, nos dice que sus ancestros Olivella fueron tres hermanos catalanes que llegaron a Colombia por Cartagena. Uno se fue a las riberas del Sinú, otro salió a Panamá y, el tercero, se radicó “…en las tierras vírgenes del Valle de Upar”. Este sería el ascendiente directo de los Olivella en la región.
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Manuel hablaba de “clínica militante”. Es decir, para él, la medicina no era un medio para enriquecerse o adquirir un prestigio social, sino para servir a la comunidad. Coherente con ese ideal, comenzó a ir por los pueblos atendiendo a los enfermos sin cobrar dinero. Ese concepto de medicina con carácter social fue un aporte fundamental. Además, le tocó lidiar con las supersticiones de las gentes de los pueblos, conciliar en parte con las curas tradicionales, porque estas gentes no aceptaban la medicina científica occidental fácilmente.
Entonces le tocaba sobrellevar las creencias de los pueblerinos en el mal de ojos, la brujería, los emplastos y yerbas; entender si algunas tenían algún fundamento químico para poder aplicarlas. Para él eso fue un choque que le ayudó a entender que la medicina tenía otras fuentes, no sólo el cientifismo que había aprendido en la universidad. Todo esto lo cuenta en una columna que mandaba, desde La Paz, para revistas nacionales, titulada “Cartas de un médico rural”.
No creo que terminaron cediendo, pero le ayudó a ampliar su comprensión del fenómeno humano. El valoró el alcance antropológico de esas tradiciones, su importancia cultural, su importancia como fuente de conocimiento. Zapata acuñó el término “empírico-mágico”, para este tipo de conocimiento.
Le hice esa pregunta a Manuel. Me dijo que cómo la época era tensa desde el punto de vista político, este trabajo no podía ser tan abierto, sino que tocaba hacerlo casi personalizado y mimetizado con la enseñanza de otros temas. Sin embargo, en mi investigación encontré testimonios que señalan que alcanzó a hacer reuniones más públicas. Obviamente, hablaba a favor de los desposeídos, los pobres y los marginados. Creía en una sociedad más equitativa.
No tengo la respuesta a esa pregunta. El hizo su trabajo. Ahora, corresponde a la región, a los investigadores y cultores del vallenato valorarlo y reconocerlo. Ellos son los que han obviado lo evidente. Que Manuel Zapata Olivella llevó en 1951 y 1952 los primeros grupos vallenatos al interior del país, que luego ayudó a internacionalizar nuestro folclor en giras con su hermana Delia por el mundo; que destacó a Escalona; que publicó las primeras notas sobre nuestros juglares en revistas y periódicos nacionales; que en esas notas, junto a Nereo López fotografió a Juan Muñoz, Carlos Noriega, el Negro Calde, para nombrar sólo algunos; que trabó amistad entrañable con la dinastía López, Santander Durán, Juan Manuel Muegues, etc; que introdujo a García Márquez a la región; que escribió ensayos valiosísimos explicando los orígenes y evolución de la música vallenata. El hizo su trabajo, quienes le deben el reconocimiento que se merece son los gurús del vallenato.
¡Claro! Eso es esencial. El ya había convivido con población indígena en sus correrías, sobre todo, por Centroamérica. Eso lo cuenta en su libro Pasión vagabunda. En nuestra región amplía ese conocimiento, pues encuentra los asentamientos Motilones, Arhuacos y Wayuu, sobre los cuales hizo un trabajo de investigación que publicaría, en primer lugar, en la revista Cromos. Su aporte fundamental es presentarle al país, ese otro país invisibilizado.
Lo que él recibió, de esa época en nuestra región, fue la posibilidad de tener contacto directo con nuestras culturas ancestrales. Zapata tuvo un encuentro, no con la teoría histórica, antropológica y sociológica sobre los “aborígenes”, sino con los seres humanos reales que vivían en esas aldeas y rancherías, con sus problemas, con su medicina, su pobreza, su desnutrición, con el despojo de sus tierras; con el significado profundo de su visión religiosa. Mientras los académicos se echaban en sus cómodos sillones, este joven recorría los caminos y percibía los olores, sabores, colores, que los otros apenas imaginaban. Eso es lo importante.
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Esta región siempre estuvo en el corazón de Zapata Olivella. Su obra investigativa lo atestigua, basta ver El hombre colombiano. Publicó, en la década del cincuenta, varios cuentos que tenían como escenario este ámbito. Aparece, también, en textos como ¡Levántate mulato!; hay ecos a nuestra tradición oral en los cuentos infantiles de Fábulas de Tamalameque; su cuento Un acordeón tras la reja, aunque parece transcurrir en otro contexto geográfico, tiene unas claves secretas que hacen referencia sobre todo a La Paz, a la que consideró la “mata de los acordeones”; para citar sólo algunos casos. Algo que me dijo, es que de sus experiencias aquí salió un proyecto de novela, que luego se transformó en un guion: El siete mujeres. Esto se transmitió como telenovela, aunque Manuel demandó a la programadora porque tergiversó su texto. Y sé que en La Paz le dio puntadas a varias de sus obras; pero para eso tendrán que leer mi libro.
Realmente lo que quise decir es que, como Manuel se desempeñó en tantas facetas (antropólogo, folclorista, promotor cultural, etc…), en ciertos círculos se quiere minimizar su papel como escritor. Eso me parece insólito. Era un escritor enorme. Quisiera que revisaran libros como En Chimá nace un santo, ¿Quién dio el fusil a Oswald?, El fusilamiento del diablo, Hemingway, el cazador de la muerte o sus libros de viajes, por no hablar de Changó, el gran putas, para constatar que Zapata es, sin duda, uno de los escritores más importantes de la historia colombiana.
Durante su estadía en La Paz, a mediados del siglo pasado, conoció y se enamoró de doña María Pérez. Su apoyo, con quien convivió y es la madre de sus hijas: Harlem y Edelma. Edelma Zapata Pérez, heredó la vocación de su padre, es una de nuestras grandes poetas. Autora de Ritual con mi sombra (1999) e incluida en libros de presencia nacional, como Antología de mujeres poetas afrocolombianas, Poesía Afro Colombiana. Ella falleció en 2010, pero nos dejó una herencia literaria que vale la pena reclamar.