El ingeniero civil José Félix Lafaurie confunde, quizá sin advertirlo, dos planos distintos: la justicia como principio —virtud cardinal desde la antigüedad— y la Rama Judicial como conjunto de instituciones y personas que la encarnan, inevitablemente, de forma imperfecta.
Aristóteles, a quien invoca, jamás habló del “hombre de la justicia”, sino de la dikaiosýnē (la justicia en sentido objetivo), el orden racional que otorga a cada quien lo suyo. Descontextualizar su pensamiento para reprochar eventuales yerros de jueces o fiscales es, cuando menos, un desacierto hermenéutico.
En un Estado de Derecho la justicia no se mide por la popularidad de sus fallos ni por simpatías hacia los procesados, sino por debido proceso, independencia judicial y sujeción a la ley. Así, un menor de edad que comete un delito -por atroz que parezca- recibe la sanción prevista en el Código de Infancia y Adolescencia; no es indulgencia, sino aplicación del principio de legalidad. De hecho, el caso Miguel Uribe no terminó en una tentativa (no intento) sino en condena por homicidio consumado, con la pena que el ordenamiento prevé.
Tampoco constituye “utilización de la justicia” que un expresidente sea investigado o que se niegue una solicitud de preclusión. El control judicial de las decisiones de la Fiscalía no es capricho, es garantía de la separación de poderes. Pretender que la imparcialidad se quiebra porque una providencia desagrada desconoce la arquitectura constitucional concebida, precisamente, para proteger a todos, incluso a los poderosos. La condena de la expresidenta de Argentina, la izquierdosa Cristina Fernández, y de Brasil, Jair Bolsonaro, -hombre de la diestra- son ejemplos elocuentes de la independencia de los jueces en las naciones democráticas.
Que algunos magistrados hayan delinquido no deslegitima la institución. Las conductas individuales se corrigen con procesos disciplinarios y penales -como ocurre-, no con diatribas que generalizan y socavan la confianza pública. La corrupción de un juez no corrompe el ideal de justicia; lo que lo corrompe es la impunidad, y para conjurarla están las mismas instituciones que se pretende denostar.
Valga recordar que José Leónidas Bustos no intervino en el auto inhibitorio que cerró el preproceso contra el inefable senador Iván Cepeda Castro, providencia suscrita, entre otros, por José Luis Barceló. El llamado “Cartel de la toga” ha recibido condenas ejemplares y Bustos, aunque prófugo, está enjuiciado.
El proceso penal contra Álvaro Uribe pasó de la Sala Especial de Instrucción de la Corte Suprema de Justicia -competente mientras era senador- a la misma jurisdicción ordinaria, donde la Fiscalía asumió la investigación y los jueces de la República el juzgamiento. Las solicitudes de preclusión, concedidas o no, son avatares propios de la autonomía judicial y de la técnica del proceso penal.
De allí que resulte imprudente que legos en derecho examinen decisiones de alta complejidad dogmática y procedimental, y más aún que opinen sin rigor hacia una sociedad multiforme como la nuestra, ahora sociedad digital disruptiva. Como se vio atrás, muchas imprecisiones sustanciales y procesales del (igualmente) columnista.
La verdadera amenaza no es que la justicia sea “utilizada”, sino que se la reduzca a un instrumento retórico para desacreditar sentencias adversas. Quien cree en la democracia debe defender su independencia, incluso cuando las decisiones incomoden. Esa es, en esencia, la lección de Montesquieu que conviene no olvidar.
Por: Hugo Mendoza Guerra.











