‘El Cacique’ no recuerda el día en que comenzó a movilizarlos, pero sí el momento en que fue apartado de los demás conductores para escogerlo como conductor de la chalupa que estaba al servicio de las AUC.
‘El Cacique’, como usualmente lo llaman, conoce de historias relacionadas con grupos paramilitares que tuvieron como zona de operaciones a parte del Bajo Magdalena. Él, que no perteneció ni fue auxiliador de ninguno de ellos, debió movilizarlos en chalupa hacia destinos ubicados en las orillas del río Magdalena. Porque si se negaba, seguro que su cuerpo sin vida iba a dar a las aguas de este río.
Lo que vivió sucedió después de que el paramilitar identificado como ‘Pambe’ hizo de Calamar su centro de operaciones, convirtiéndose, desde entonces, en proveedor de servicios a los frentes de las autodefensas que operaban en esta región.
Uno de ellos era el transporte en chalupa, para lo que obligó al mayor número de transportadores de una amplia zona del Bajo Magdalena a movilizar hombres armados, recibiendo como contraprestación la gasolina que gastaba el motor fuera de borda en el viaje.
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‘El Cacique’ no recuerda el día en que comenzó a movilizarlos, pero sí el momento en que fue apartado de los demás conductores para, tras intimidarlo, escogerlo como conductor de la chalupa que, ubicada en Calamar, estaba al servicio de las AUC y del Bloque Central Bolívar.
Él, que por temor a las armas huyó del Ejército Nacional, donde prestaba el servicio militar en los años 80, hasta el momento en que le fue entregada esta responsabilidad, de lo que se preocupaba era por trabajar para cumplir la obligación de dar alimentos a su familia, y compartir los fines de semana con sus amigos al calor de una botella de ron Caña, para, en estado de embriaguez, imitar a su ídolo Diomedes Díaz.
Por eso lo conocen como ‘El Cacique’. Pero semejante designación, irrenunciable y pocas veces remunerada, implicaba una nueva y peligrosa responsabilidad, la que lo obligaba a estar dispuesto a prestar sus servicios sin cumplir con un horario fijo, porque a cualquier hora del día, de la noche o de la madrugada debía estar dispuesto para quien lo necesitara.
Una tarde reciente lo encontré a orillas del río Magdalena, y mientras observamos y hablábamos de unos nubarrones que se levantaban hacia el sur de donde estábamos sentados, encausamos nuestra conversación hacia la violencia paramilitar que se vivió en Calamar y en el Bajo Magdalena. Fue cuando me contó de las lluvias de balas de fusiles que un mismo día vio caer:
“En esos días que se produjo la masacre del Salao me ordenaron que debía transportar a un paramilitar hasta un lugar cercano de Zambrano, y en la medida en que nos acercábamos a donde debíamos llegar escuchábamos detonaciones de armas de fuego. Yo miré al pasajero para ver si daba la orden de que nos devolviéramos, pero no respondió a mi insinuación. Seguimos andando, hasta que vimos caer al río Magdalena la primera lluvia de balas, entonces me ordenó que regresara”.
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“Alcancé a preguntarle lo que sucedía y me dijo que los paramilitares se enfrentaban con la armada nacional. Digo alcancé porque yendo frente a Tenerife escuchamos unas nuevas detonaciones, esta vez hechas por policías que estaban apostados en la loma donde está la iglesia. Disparaban hacia el cielo para pedirnos que arrimáramos, lo que ni intenté porque los paramilitares me lo cobraban con mi vida o la de algún miembro de mi familia. Entonces volvía a ver caer otra lluvia de bala, esta vez dirigidas hacia nosotros…
Y mientras las balas caían, a veces zumbaban sobre el techo de la embarcación, apareció la chalupa donde se movilizaba Pambe, quien al pasar cerca a nosotros nos gritó: ‘¿Se van a dejar matar?’ Cuando una bala destrozó el canalete opté por virar la chalupa hacia la costa contraria a la que nos disparaban, no sin antes lanzarme al suelo de la embarcación. Por momentos, mientras nos seguían disparando, sacaba la cabeza para saber hacia dónde nos dirigíamos…
Acosado por las balas, que parecían no iban a terminar de dispararlas, pregunté en voz alta: ‘¿hasta cuándo irá a durar esto?’ Me refería a la vida que llevaba, siempre esperando a que me llamaran para llevarlos por el río Magdalena, en viajes que no sabía si iba a regresar”.
‘El Cacique’ no recuerda el día en que comenzó a movilizarlos, pero sí el momento en que fue apartado de los demás conductores para escogerlo como conductor de la chalupa que estaba al servicio de las AUC.
‘El Cacique’, como usualmente lo llaman, conoce de historias relacionadas con grupos paramilitares que tuvieron como zona de operaciones a parte del Bajo Magdalena. Él, que no perteneció ni fue auxiliador de ninguno de ellos, debió movilizarlos en chalupa hacia destinos ubicados en las orillas del río Magdalena. Porque si se negaba, seguro que su cuerpo sin vida iba a dar a las aguas de este río.
Lo que vivió sucedió después de que el paramilitar identificado como ‘Pambe’ hizo de Calamar su centro de operaciones, convirtiéndose, desde entonces, en proveedor de servicios a los frentes de las autodefensas que operaban en esta región.
Uno de ellos era el transporte en chalupa, para lo que obligó al mayor número de transportadores de una amplia zona del Bajo Magdalena a movilizar hombres armados, recibiendo como contraprestación la gasolina que gastaba el motor fuera de borda en el viaje.
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‘El Cacique’ no recuerda el día en que comenzó a movilizarlos, pero sí el momento en que fue apartado de los demás conductores para, tras intimidarlo, escogerlo como conductor de la chalupa que, ubicada en Calamar, estaba al servicio de las AUC y del Bloque Central Bolívar.
Él, que por temor a las armas huyó del Ejército Nacional, donde prestaba el servicio militar en los años 80, hasta el momento en que le fue entregada esta responsabilidad, de lo que se preocupaba era por trabajar para cumplir la obligación de dar alimentos a su familia, y compartir los fines de semana con sus amigos al calor de una botella de ron Caña, para, en estado de embriaguez, imitar a su ídolo Diomedes Díaz.
Por eso lo conocen como ‘El Cacique’. Pero semejante designación, irrenunciable y pocas veces remunerada, implicaba una nueva y peligrosa responsabilidad, la que lo obligaba a estar dispuesto a prestar sus servicios sin cumplir con un horario fijo, porque a cualquier hora del día, de la noche o de la madrugada debía estar dispuesto para quien lo necesitara.
Una tarde reciente lo encontré a orillas del río Magdalena, y mientras observamos y hablábamos de unos nubarrones que se levantaban hacia el sur de donde estábamos sentados, encausamos nuestra conversación hacia la violencia paramilitar que se vivió en Calamar y en el Bajo Magdalena. Fue cuando me contó de las lluvias de balas de fusiles que un mismo día vio caer:
“En esos días que se produjo la masacre del Salao me ordenaron que debía transportar a un paramilitar hasta un lugar cercano de Zambrano, y en la medida en que nos acercábamos a donde debíamos llegar escuchábamos detonaciones de armas de fuego. Yo miré al pasajero para ver si daba la orden de que nos devolviéramos, pero no respondió a mi insinuación. Seguimos andando, hasta que vimos caer al río Magdalena la primera lluvia de balas, entonces me ordenó que regresara”.
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“Alcancé a preguntarle lo que sucedía y me dijo que los paramilitares se enfrentaban con la armada nacional. Digo alcancé porque yendo frente a Tenerife escuchamos unas nuevas detonaciones, esta vez hechas por policías que estaban apostados en la loma donde está la iglesia. Disparaban hacia el cielo para pedirnos que arrimáramos, lo que ni intenté porque los paramilitares me lo cobraban con mi vida o la de algún miembro de mi familia. Entonces volvía a ver caer otra lluvia de bala, esta vez dirigidas hacia nosotros…
Y mientras las balas caían, a veces zumbaban sobre el techo de la embarcación, apareció la chalupa donde se movilizaba Pambe, quien al pasar cerca a nosotros nos gritó: ‘¿Se van a dejar matar?’ Cuando una bala destrozó el canalete opté por virar la chalupa hacia la costa contraria a la que nos disparaban, no sin antes lanzarme al suelo de la embarcación. Por momentos, mientras nos seguían disparando, sacaba la cabeza para saber hacia dónde nos dirigíamos…
Acosado por las balas, que parecían no iban a terminar de dispararlas, pregunté en voz alta: ‘¿hasta cuándo irá a durar esto?’ Me refería a la vida que llevaba, siempre esperando a que me llamaran para llevarlos por el río Magdalena, en viajes que no sabía si iba a regresar”.