Por: Luis Napoleón de Armas P. En las democracias maduras, los partidos políticos tienen un perfil filosófico que los diferencia de los demás en aspectos claves de un Estado de Derecho. La diferencia de criterios siempre ha girado alrededor de categorías como la justicia social (definición bastante amplia), las libertades, el orden, el la religión […]
Por: Luis Napoleón de Armas P.
En las democracias maduras, los partidos políticos tienen un perfil filosófico que los diferencia de los demás en aspectos claves de un Estado de Derecho. La diferencia de criterios siempre ha girado alrededor de categorías como la justicia social (definición bastante amplia), las libertades, el orden, el la religión y el respeto a la vida. Estos cinco constructos que, en apariencia, no revisten mayor connotación, han originado confrontaciones internas, incluyendo guerras civiles, en muchos países. Aquí las hemos tenido de sobra pero no por razones ideológicas sino por intereses particulares. Hasta mediados del siglo pasado, nuestros partidos conservaban algunas diferencias ideológicas que los llevaron al sectarismo, pero que en el fondo coincidían, sobre todo en lo referente a la concentración de la riqueza. Esta ha sido una identidad muy fuerte tal que no tuvieron dificultades para crear el llamado Frente Nacional, que fue un acuerdo gaga-gana de los líderes naturales de los dos partidos que tantas guerras sostuvieron. No fue esta, una demostración de civilidad sino una afinidad de intereses; el palo no estaba para cuchara. Hoy están en lo mismo y operan como logias haciendo escaramuzas partidistas, imbuidas de religiosidad; por eso, aquí es tan fácil el transfuguismo. De los partidos tradicionales ya no queda nada. La historia ha demostrado que las religiones de todos los pelambres son aliadas importantes al momento de alienar a los pueblos; el mensaje de la obediencia sin explicaciones, cala mucho en la medida en que los pueblos van perdiendo su identidad y alcanzan cierto grado de uniformidad. Y más que verdaderos partidos, hemos tenido caudillos; por eso se habla de gaitanismo, lopismo, ospino-pastranismo y otros ismos más. Cuando uno observa el fenómeno del uribismo, se da cuenta de esta realidad. En esta agrupación coyuntural se habla de justicia social, pero se ha ampliado la brecha; se promulgan las libertades pero se acecha electrónicamente a los adversarios; se simula el respeto a la vida pero las desapariciones forzadas no cesan; la mano dura y el orden son sólo para algunos, los grandes negociados crecen; la religiosidad cunde. No hay derecho a que el presidente de un país laico haga manifestaciones de paganismo tan ridículas como las de Uribe en Europa, frente a una estatua llamada virgen. Por eso, el uribismo no es un partido, es una aberración colectiva en la cual lo utópico se ve posible; es una sensación subliminal y un deseo irredento como el que padecen los drogadictos; es como querer beber la coca cola, “la chispa de la vida”, aunque sepamos que es dañina. El uribismo es como un club de eclécticos a cuyo saco interno han penetrado espíritus burlones. Es como un agujero negro para atrapar almas y destruir cuerpos; es como un laboratorio de grabaciones fotográficas donde la luz no entra, como el primer día de la creación cuando solo había tinieblas. Es como un cartel de ilusiones y de vanidades, es como la ventanilla de un banco. Pero cuando el mago no esté o se caiga la línea, el éter será menos volátil que el uribismo. El elíxir que mantiene con vida a los partidos en Colombia es la chequera del Estado. Fíjense que Cambio Radical se esfumó en seis meses sin este beneficio. Por eso el Polo no arrastra porque sus seguidores también quieren vivir. Claro, a veces se dan golpes de civilidad que desbordan paradigmas. El caso de Mockus es excepcional y puede hacerlo.
Por: Luis Napoleón de Armas P. En las democracias maduras, los partidos políticos tienen un perfil filosófico que los diferencia de los demás en aspectos claves de un Estado de Derecho. La diferencia de criterios siempre ha girado alrededor de categorías como la justicia social (definición bastante amplia), las libertades, el orden, el la religión […]
Por: Luis Napoleón de Armas P.
En las democracias maduras, los partidos políticos tienen un perfil filosófico que los diferencia de los demás en aspectos claves de un Estado de Derecho. La diferencia de criterios siempre ha girado alrededor de categorías como la justicia social (definición bastante amplia), las libertades, el orden, el la religión y el respeto a la vida. Estos cinco constructos que, en apariencia, no revisten mayor connotación, han originado confrontaciones internas, incluyendo guerras civiles, en muchos países. Aquí las hemos tenido de sobra pero no por razones ideológicas sino por intereses particulares. Hasta mediados del siglo pasado, nuestros partidos conservaban algunas diferencias ideológicas que los llevaron al sectarismo, pero que en el fondo coincidían, sobre todo en lo referente a la concentración de la riqueza. Esta ha sido una identidad muy fuerte tal que no tuvieron dificultades para crear el llamado Frente Nacional, que fue un acuerdo gaga-gana de los líderes naturales de los dos partidos que tantas guerras sostuvieron. No fue esta, una demostración de civilidad sino una afinidad de intereses; el palo no estaba para cuchara. Hoy están en lo mismo y operan como logias haciendo escaramuzas partidistas, imbuidas de religiosidad; por eso, aquí es tan fácil el transfuguismo. De los partidos tradicionales ya no queda nada. La historia ha demostrado que las religiones de todos los pelambres son aliadas importantes al momento de alienar a los pueblos; el mensaje de la obediencia sin explicaciones, cala mucho en la medida en que los pueblos van perdiendo su identidad y alcanzan cierto grado de uniformidad. Y más que verdaderos partidos, hemos tenido caudillos; por eso se habla de gaitanismo, lopismo, ospino-pastranismo y otros ismos más. Cuando uno observa el fenómeno del uribismo, se da cuenta de esta realidad. En esta agrupación coyuntural se habla de justicia social, pero se ha ampliado la brecha; se promulgan las libertades pero se acecha electrónicamente a los adversarios; se simula el respeto a la vida pero las desapariciones forzadas no cesan; la mano dura y el orden son sólo para algunos, los grandes negociados crecen; la religiosidad cunde. No hay derecho a que el presidente de un país laico haga manifestaciones de paganismo tan ridículas como las de Uribe en Europa, frente a una estatua llamada virgen. Por eso, el uribismo no es un partido, es una aberración colectiva en la cual lo utópico se ve posible; es una sensación subliminal y un deseo irredento como el que padecen los drogadictos; es como querer beber la coca cola, “la chispa de la vida”, aunque sepamos que es dañina. El uribismo es como un club de eclécticos a cuyo saco interno han penetrado espíritus burlones. Es como un agujero negro para atrapar almas y destruir cuerpos; es como un laboratorio de grabaciones fotográficas donde la luz no entra, como el primer día de la creación cuando solo había tinieblas. Es como un cartel de ilusiones y de vanidades, es como la ventanilla de un banco. Pero cuando el mago no esté o se caiga la línea, el éter será menos volátil que el uribismo. El elíxir que mantiene con vida a los partidos en Colombia es la chequera del Estado. Fíjense que Cambio Radical se esfumó en seis meses sin este beneficio. Por eso el Polo no arrastra porque sus seguidores también quieren vivir. Claro, a veces se dan golpes de civilidad que desbordan paradigmas. El caso de Mockus es excepcional y puede hacerlo.