OPINIÓN

El tercer día: la vida en el universo

Al tercer día, dice la Biblia, el Mesías resucitó de entre los muertos. El Creador del universo entero envió a su único hijo a la región más desolada de un minúsculo planeta, el tercero en distancia alrededor de una pequeña estrella que gira en una de las incontables galaxias del espacio, para salvar a su creación. 

El tercer día: la vida en el universo

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Al tercer día, dice la Biblia, el Mesías resucitó de entre los muertos. El Creador del universo entero envió a su único hijo a la región más desolada de un minúsculo planeta, el tercero en distancia alrededor de una pequeña estrella que gira en una de las incontables galaxias del espacio, para salvar a su creación.  Los seguidores de este Dios llegan a ser más o menos 2.500 millones en un mundo de 8.000 seres humanos, lo que implica que los otros 6.500, el 70 % de la humanidad, creen en otros dioses: musulmanes, hindúes, budistas, jansenistas, animistas, cada grupo tiene sus divinidades, de quienes se consideran hijos, y se atribuyen derechos inalienables sobre el terruño en el que de suerte les tocó nacer.  Esta creencia nos ha llevado a cientos de guerras durante cientos de años.

Prácticamente todas las religiones predican la paz y el amor mientras, con excepción quizás del budismo, sistemáticamente persiguen a quienes defienden otras creencias. Con  el surgimiento de la ciencia moderna los logros de muchos de estos dioses se vieron opacados: la invalidez, la ceguera y la lepra han podido curarse; pasamos de sobrevivir hasta los 30 años con una vejez sin dientes y dolorosa a vivir 80 con pleno uso de facultades; recorremos en 6 horas la distancia entre Egipto y Canaán, distancia que los judíos tardaron 40 años en transitar. Hoy cruzamos con regularidad el cielo, por donde antes habitaban solo los dioses, dividimos los mares y descendemos hasta las profundidades de la tierra extrayendo su petróleo para encontrarnos cada vez más solos.

Ahora sabemos que somos tan animales como los chimpancés, con quienes compartimos el 98,8% de nuestros genes, y que todos los seres humanos somos esencialmente iguales al compartir 99,9% de nuestro material genético. La raza, los estados, las religiones, no son más que una creación de nuestro intelecto, una realidad social que en ocasiones olvidamos que lo es, aunque la realidad física nos golpea con fuerza cada cierto tiempo: de creernos el centro del universo pasamos a vivir en la cola de una espiral hecha con 400.000 millones de soles; de ser hijos de dios, pasamos a ser un animal más con primos simiescos.

En 1584, Giordano Bruno publica un libro llamado Del infinito universo y los mundos en donde afirma que la Tierra es sólo uno entre infinitos planetas. Condenado a muerte en 1600 por estas ideas, murió justo antes de que los trabajos de Tycho Brahe, Galileo, Kepler y Newton desentrañaran por primera vez el mecanismo de los astros en el cielo y pudiéramos predecir con exactitud sus movimientos gracias a la descripción matemática de la fuerza de gravedad. En 1905, Einstein ajusta la física clásica al postular que a pesar de que el espacio y el tiempo son relativos, la velocidad máxima de la luz es una constante y por ello las leyes de Newton siguen funcionando con ligeros ajustes.

En 1991, tras tres siglos de especulaciones, logramos encontrar el primer planeta más allá de nuestro sistema solar. A pesar de que años antes la literatura y el cine nos mostraran infinidad de mundos repletos de civilizaciones, solo hasta ese año pudo demostrarse la hipótesis de Giordano Bruno. La ciencia, al contrario de la religión, no es un cuerpo de conocimientos, es un método en el cual las afirmaciones son puestas a prueba y la comunidad busca replicar los experimentos y estudios buscando corregir las afirmaciones anteriores.

No hay libros ni personas infalibles, y el reconocimiento de que nadie tiene la última palabra obliga al investigador a tener cautela: es probable, no sabemos, no estamos seguros… Este reconocimiento de que las afirmaciones científicas pueden estar mal, esta capacidad de autocorregirse, es justamente lo que le da fuerza a la investigación científica y permite el avance de la tecnología que ha curado la lepra y nos ha llevado al espacio.

En 2015, se descubrió un nuevo planeta extrasolar a 120 años luz de distancia, conocido con el poco romántico nombre de K2-18B, o con el más literario EPIC. En 2019, los telescopios encontraron vapor de agua en su atmósfera, lo que llevó a pensar que pudiera haber océanos en su superficie. En 2023, encontraron dióxido de carbono y metano, químicos necesarios para la vida, y en abril 2025, unos pocos días antes de sentarme a escribir este artículo,  el doctor Nikku Madhusudhan y su equipo encontraron sulfuro de dimetilo, un químico que, según lo que hasta ahora sabemos, es producido sólo por seres vivos: es un producto del plancton en nuestros océanos.

Los científicos que hicieron el estudio afirman que su detección tiene un 99,7 % de confianza, es decir, estamos seguros con un 99,7 % de confianza de que sí hay tal químico en EPIC. Los datos no son aún una prueba concluyente, pero son lo más cerca que hemos estado de detectar vida en otro planeta. Esto es básicamente como si hubiéramos apuntado nuestra nariz hacia esa roca y empezara a oler a mariscos: estaríamos buscando los animales en cada rincón para descubrir la fuente del olor. Y no hay evidencia en la Tierra de que éste se produzca por otra cosa que no sean animales. Los modelos matemáticos tampoco predicen que fuentes inorgánicas lo fabriquen en otros planetas. 

Si se comprueba que el sulfuro de dimetilo de EPIC tiene origen no biológico, sería un gran descubrimiento: la producción de una sustancia de una manera que nunca antes se había visto; sin duda, un gran hallazgo. Pero si se comprueba con un 99,99994 % de confianza que esta sustancia tiene origen biológico, habremos comprobado que no habitamos el único planeta con vida tras 300.000 años de existencia humana. Filosóficamente este descubrimiento es un golpe más al ego del homo sapien sapiens, como soberbiamente hemos bautizado a nuestra especie. No solo nuestros dioses nos habrían creado en uno de los peores y más alejados vecindarios del universo, sino que nuestro paraíso no contendría todos los seres vivos en el cosmos; acaso los habitantes de otras estrellas hayan administrado mejor la creación de estas divinidades extrasolares.

Tristemente, con nuestra tecnología actual, llegaríamos de visita a EPIC en 1,7 millones de años. Probablemente ya nos habremos extinguido para esas fechas, y si las cosas siguen como van, estaremos autosuicidados con bombas nucleares y contaminación ambiental o seremos reemplazados por los robots inteligentes que, como el golem creado por un rabino judío, se habrán vuelto contra sus creadores. Pero desapareceremos del cosmos con la certeza de saber que, como dice el lugar común, no estamos solos en el universo, y a pesar de que el creernos los hijos favoritos de los dioses nos habrá llevado a acabar la vida en la Tierra, la vida resucitará al tercer día cósmico, y seguirá existiendo en otros vecindarios in secula seculorum.

Alfonso Cabanzo

20 de abril de 2025

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