Luego de haber vuelto de la misión a la que les había enviado Jesús, el heterogéneo grupo de aquellas setenta y dos personas, que fueron de pueblo en pueblo anunciando la llegada del Reino de Dios, se reunió nuevamente con el Maestro. En sus rostros cansados se reflejaba una extraña alegría; habían estado caminando probablemente durante días, tal vez habrían dormido a la intemperie en más de una ocasión, los alimentos tomados quizás no habrían sido los mejores. Pero la emoción del encuentro, la efusividad al contar las historias vividas y la satisfacción que se respiraba en el ambiente hacían captar la felicidad de todos.
Por Marlon Javier Domínguez
Luego de haber vuelto de la misión a la que les había enviado Jesús, el heterogéneo grupo de aquellas setenta y dos personas, que fueron de pueblo en pueblo anunciando la llegada del Reino de Dios, se reunió nuevamente con el Maestro. En sus rostros cansados se reflejaba una extraña alegría; habían estado caminando probablemente durante días, tal vez habrían dormido a la intemperie en más de una ocasión, los alimentos tomados quizás no habrían sido los mejores. Pero la emoción del encuentro, la efusividad al contar las historias vividas y la satisfacción que se respiraba en el ambiente hacían captar la felicidad de todos.
Señor, todo lo que nos proponemos hacer en tu nombre nos es posible: los enfermos sanan, los desconsolados encuentran alivio, los tristes vuelven a la alegría y ¡hasta los demonios se nos someten!” Las palabras de los efusivos misioneros dan oportunidad para que Jesús dé una de sus grandes lecciones: Es cierto que han hecho cosas admirables, es cierto que los motivos para estar felices sobran, pero no es menos cierto que el principal de los motivos para sentirse plenos es que “sus nombres están escritos en el Cielo”.
No es difícil imaginar la cara de atónitos de aquel grupo de discípulos. Tal vez comentarían entre ellos: “¡Vaya que nos sorprende Jesús! Nos envía a anunciar el Amor y la paz, a hacer buenas obras, a mostrarle a muchos que la vida va más allá de la rutina diaria… y ahora que tenemos éxito en ello nos dice que el motivo de nuestra alegría debe ser que nuestros nombres están inscritos en el cielo… ¿Qué es el cielo? ¿Dónde queda? ¿Hay que esperar morirse para ser feliz?”
Algunos han entendido el cielo como un mero concepto y la más grande de las alienaciones posibles; una pseudo realidad que se instala en la mente de las personas para que vivan con la ilusión del “más allá” y se desentiendan del presente; un estímulo condicionado que busca propiciar una respuesta, principal modo de proceder en la concepción conductista de una farsa que se llama religión; una ilusión infantil, la proyección de los deseos y aspiraciones inalcanzadas del ser humano, el deseo del hombre de estar pegado eternamente a las enaguas de su madre. ¿Qué es el cielo? ¿Dónde queda? ¿Hay que esperar morirse para ser feliz?
Aunque en esta vida terrena encontremos motivos – y los hay de sobra – para sentirnos alegres, encontramos también situaciones que frustran el deseo de felicidad que late en nuestro interior. El cielo, como realidad trascendente que liberará nuestro ser de las limitaciones del espacio y del tiempo, debe entenderse como la felicidad perfecta, el estado en el que se posee todo lo que se desea y no se repudia nada de lo que se tiene. Aquí experimentamos alegrías y felicidades parciales, allá seremos eterna y perfectamente felices.
Por otra parte, hemos de recordar que el cielo no es una mera abstracción, ni tampoco un lugar físico entre las nubes, sino un estado de alegría y paz perfectas, el abrazo de la creatura con el Creador, la plenitud de vida de quien, tarde o temprano, experimentará que lleva en su interior el profundo deseo de algo que sobrepasa la materia y el tiempo…
Luego de haber vuelto de la misión a la que les había enviado Jesús, el heterogéneo grupo de aquellas setenta y dos personas, que fueron de pueblo en pueblo anunciando la llegada del Reino de Dios, se reunió nuevamente con el Maestro. En sus rostros cansados se reflejaba una extraña alegría; habían estado caminando probablemente durante días, tal vez habrían dormido a la intemperie en más de una ocasión, los alimentos tomados quizás no habrían sido los mejores. Pero la emoción del encuentro, la efusividad al contar las historias vividas y la satisfacción que se respiraba en el ambiente hacían captar la felicidad de todos.
Por Marlon Javier Domínguez
Luego de haber vuelto de la misión a la que les había enviado Jesús, el heterogéneo grupo de aquellas setenta y dos personas, que fueron de pueblo en pueblo anunciando la llegada del Reino de Dios, se reunió nuevamente con el Maestro. En sus rostros cansados se reflejaba una extraña alegría; habían estado caminando probablemente durante días, tal vez habrían dormido a la intemperie en más de una ocasión, los alimentos tomados quizás no habrían sido los mejores. Pero la emoción del encuentro, la efusividad al contar las historias vividas y la satisfacción que se respiraba en el ambiente hacían captar la felicidad de todos.
Señor, todo lo que nos proponemos hacer en tu nombre nos es posible: los enfermos sanan, los desconsolados encuentran alivio, los tristes vuelven a la alegría y ¡hasta los demonios se nos someten!” Las palabras de los efusivos misioneros dan oportunidad para que Jesús dé una de sus grandes lecciones: Es cierto que han hecho cosas admirables, es cierto que los motivos para estar felices sobran, pero no es menos cierto que el principal de los motivos para sentirse plenos es que “sus nombres están escritos en el Cielo”.
No es difícil imaginar la cara de atónitos de aquel grupo de discípulos. Tal vez comentarían entre ellos: “¡Vaya que nos sorprende Jesús! Nos envía a anunciar el Amor y la paz, a hacer buenas obras, a mostrarle a muchos que la vida va más allá de la rutina diaria… y ahora que tenemos éxito en ello nos dice que el motivo de nuestra alegría debe ser que nuestros nombres están inscritos en el cielo… ¿Qué es el cielo? ¿Dónde queda? ¿Hay que esperar morirse para ser feliz?”
Algunos han entendido el cielo como un mero concepto y la más grande de las alienaciones posibles; una pseudo realidad que se instala en la mente de las personas para que vivan con la ilusión del “más allá” y se desentiendan del presente; un estímulo condicionado que busca propiciar una respuesta, principal modo de proceder en la concepción conductista de una farsa que se llama religión; una ilusión infantil, la proyección de los deseos y aspiraciones inalcanzadas del ser humano, el deseo del hombre de estar pegado eternamente a las enaguas de su madre. ¿Qué es el cielo? ¿Dónde queda? ¿Hay que esperar morirse para ser feliz?
Aunque en esta vida terrena encontremos motivos – y los hay de sobra – para sentirnos alegres, encontramos también situaciones que frustran el deseo de felicidad que late en nuestro interior. El cielo, como realidad trascendente que liberará nuestro ser de las limitaciones del espacio y del tiempo, debe entenderse como la felicidad perfecta, el estado en el que se posee todo lo que se desea y no se repudia nada de lo que se tiene. Aquí experimentamos alegrías y felicidades parciales, allá seremos eterna y perfectamente felices.
Por otra parte, hemos de recordar que el cielo no es una mera abstracción, ni tampoco un lugar físico entre las nubes, sino un estado de alegría y paz perfectas, el abrazo de la creatura con el Creador, la plenitud de vida de quien, tarde o temprano, experimentará que lleva en su interior el profundo deseo de algo que sobrepasa la materia y el tiempo…