Nos encontramos en el domingo 25 del tiempo ordinario, y hoy la Liturgia de la Palabra está toda ella cargada de un tinte social muy interesante.
Por Marlon Javier Domínguez
Nos encontramos en el domingo 25 del tiempo ordinario, y hoy la Liturgia de la Palabra está toda ella cargada de un tinte social muy interesante.
Creo que no hace falta recordar que una religiosidad verdadera no se divorcia de la vida, sino que tiene implicaciones prácticas y se refleja en la forma como nos relacionamos con los demás en los diversos contextos de nuestra existencia.
Jesús, Hijo de Dios, vino a revelarnos el rostro del Padre, pero al mismo tiempo a enseñarnos nuestra propia esencia y a indicarnos el modo correcto de vivir.
La Palabra de hoy nos habla de las injusticias en el campo laboral, de la explotación del hombre por el hombre, de la relación con el dinero y de la necesidad de que nuestra fe se exprese en el compromiso de construir una sociedad más justa, en la que cada cual gane lo suficiente para tener un nivel de vida verdaderamente humano que le permita sacar adelante a su familia.
Sin tomar partido ni por uno ni por otro extremo, la Iglesia levanta su voz y denuncia las injusticias, los salarios míseros y las paupérrimas condiciones laborales de muchas personas, la explotación a la que son sometidos muchos hermanos y que viene por ellos tolerada simplemente porque “no hay otra opción”.
El trabajo dignifica al hombre, porque le da la posibilidad de desarrollar una de las dimensiones en las cuales se asemeja a su Creador: la creación y la transformación de la realidad.
La remuneración injusta del trabajo, sin embargo, degrada al ser humano y le toma como un simple medio, cuyo fin termina siendo la producción de riquezas y de bienes materiales destinados los bolsillos de unos pocos.
Que quede clara una cosa: La Iglesia no está en contra de las riquezas, ni pretende acabar con los ricos; está a favor de la humanidad y sabe que es la pobreza la que debe ser eliminada.
Por otra parte, la voz eclesial se levanta también para reprochar todo intento de reivindicación de los derechos a través del uso de la violencia.
La violencia genera violencia y no es con guerras como se consigue la paz, no es con muertos como se conquista la tranquilidad, ni haciendo “quebrar” temerariamente a las empresas como se lograrán mejores condiciones laborales.
La Iglesia sostiene que la base de una sociedad justa para unos y otros debe ser el mandamiento del amor, por ello, su doctrina social no es otra cosa que el intento de respondera una única pregunta: ¿Cómo debemos, los que amamos a Dios, amar al prójimo en el contexto político, social y económico? Como sabemos bien, el amor de Dios y del prójimo no se reduce a una mera obligación sentimental de asistir a Misa y echar algunas monedas en la cesta del ofertorio.
El amor a Dios y a los semejantes debe impregnar, de hecho, toda la vida y conformar nuestras acciones y nuestro ambiente de acuerdo con el Evangelio.
Este principio es muy importante para poder superar la tendencia a considerar la economía o la política como algo completamente separado de la moral, cuando en realidad es justamente allí donde el cristiano hace que su fe incida en la vida temporal.
Finalmente, es preciso recordar que no hacen falta Robin Hoods que roben a los ricos para dar a los pobres, ni personas que repartan sus riquezas de manera irresponsable, como ha ocurrido.
Lo único que hace falta es que dejemos a un lado el individualismo egoísta y nos sintamos miembros de la misma familia: la humanidad, cuyo problema principal, como diría Mafalda, es que todos quieren ser el padre.
Nos encontramos en el domingo 25 del tiempo ordinario, y hoy la Liturgia de la Palabra está toda ella cargada de un tinte social muy interesante.
Por Marlon Javier Domínguez
Nos encontramos en el domingo 25 del tiempo ordinario, y hoy la Liturgia de la Palabra está toda ella cargada de un tinte social muy interesante.
Creo que no hace falta recordar que una religiosidad verdadera no se divorcia de la vida, sino que tiene implicaciones prácticas y se refleja en la forma como nos relacionamos con los demás en los diversos contextos de nuestra existencia.
Jesús, Hijo de Dios, vino a revelarnos el rostro del Padre, pero al mismo tiempo a enseñarnos nuestra propia esencia y a indicarnos el modo correcto de vivir.
La Palabra de hoy nos habla de las injusticias en el campo laboral, de la explotación del hombre por el hombre, de la relación con el dinero y de la necesidad de que nuestra fe se exprese en el compromiso de construir una sociedad más justa, en la que cada cual gane lo suficiente para tener un nivel de vida verdaderamente humano que le permita sacar adelante a su familia.
Sin tomar partido ni por uno ni por otro extremo, la Iglesia levanta su voz y denuncia las injusticias, los salarios míseros y las paupérrimas condiciones laborales de muchas personas, la explotación a la que son sometidos muchos hermanos y que viene por ellos tolerada simplemente porque “no hay otra opción”.
El trabajo dignifica al hombre, porque le da la posibilidad de desarrollar una de las dimensiones en las cuales se asemeja a su Creador: la creación y la transformación de la realidad.
La remuneración injusta del trabajo, sin embargo, degrada al ser humano y le toma como un simple medio, cuyo fin termina siendo la producción de riquezas y de bienes materiales destinados los bolsillos de unos pocos.
Que quede clara una cosa: La Iglesia no está en contra de las riquezas, ni pretende acabar con los ricos; está a favor de la humanidad y sabe que es la pobreza la que debe ser eliminada.
Por otra parte, la voz eclesial se levanta también para reprochar todo intento de reivindicación de los derechos a través del uso de la violencia.
La violencia genera violencia y no es con guerras como se consigue la paz, no es con muertos como se conquista la tranquilidad, ni haciendo “quebrar” temerariamente a las empresas como se lograrán mejores condiciones laborales.
La Iglesia sostiene que la base de una sociedad justa para unos y otros debe ser el mandamiento del amor, por ello, su doctrina social no es otra cosa que el intento de respondera una única pregunta: ¿Cómo debemos, los que amamos a Dios, amar al prójimo en el contexto político, social y económico? Como sabemos bien, el amor de Dios y del prójimo no se reduce a una mera obligación sentimental de asistir a Misa y echar algunas monedas en la cesta del ofertorio.
El amor a Dios y a los semejantes debe impregnar, de hecho, toda la vida y conformar nuestras acciones y nuestro ambiente de acuerdo con el Evangelio.
Este principio es muy importante para poder superar la tendencia a considerar la economía o la política como algo completamente separado de la moral, cuando en realidad es justamente allí donde el cristiano hace que su fe incida en la vida temporal.
Finalmente, es preciso recordar que no hacen falta Robin Hoods que roben a los ricos para dar a los pobres, ni personas que repartan sus riquezas de manera irresponsable, como ha ocurrido.
Lo único que hace falta es que dejemos a un lado el individualismo egoísta y nos sintamos miembros de la misma familia: la humanidad, cuyo problema principal, como diría Mafalda, es que todos quieren ser el padre.