A las 12:30 de un lunes cualquiera, Madrid parpadeó. Así, sin aviso, como si a alguien se le hubiese escapado el dedo en un interruptor gigante. No fue una tormenta ni una obra en la calle. Fue un apagón que tocó no solo a España, sino también a Portugal y parte del sur de Francia. Se fue la luz, sí, pero también se fue un poco la rutina, la prisa, la conexión. Literalmente.
Yo estaba en un centro de salud cuando todo se apagó. Al principio pensé que era algo local, una cosa de barrio. Pero salí a la calle y vi que los semáforos no funcionaban, que la gente caminaba confundida, que los móviles no daban tono. Y ahí fue cuando pensé: esto no es normal. Esto no pasa aquí.
Intenté llamar a mi mamá y no había señal. Cuando por fin pude hablar con ella, una señora se me acercó y me dijo: ¿cómo has hecho para hablar? Yo no tengo ni una rayita de señal. Y yo tampoco tenía respuestas. Solo suerte.
Los comercios comenzaron a cerrar. Los supermercados también, por seguridad. Solo quedaban abiertas las tiendecitas de barrio, esas que en Colombia llamamos así, pero que aquí se conocen como “los chinos” que todavía vendían cosas, eso sí, solo en efectivo. Y ahí uno entiende que tener un billete de 10 euros guardado en el monedero puede ser más útil que cualquier app de pagos.
En la calle se veían grupitos alrededor de personas con radios de pilas, de esas con antena que uno estira como si fuera sacando una espada. Esa fue la única forma de enterarse de algo, de tener algo de información. Era curioso ver cómo la gente se acercaba, con una mezcla de intriga y nostalgia, como si volviéramos todos, por unas horas, a otro tiempo.
La red de trenes, los metros, los ascensores… todo detenido. Gente atrapada bajo tierra, sin saber cuándo ni cómo volverían a ver el cielo. Mientras tanto, otros se quedaban en casa leyendo, tal vez disfrutando el silencio. Yo no pude. Mi vena de periodista me empujó a salir, a caminar, a ver con mis ojos lo que estaba pasando.
Me fui al parque del Retiro. Pensé que era mejor estar en un lugar abierto, con gente. Y ahí me encontré con empleados de grandes empresas como Airbus, que habían sido evacuados de sus oficinas. “Nos mandaron a casa por seguridad”, me decían. Yo los escuchaba mientras me sentaba en una banca a mirar cómo la ciudad se adaptaba a su nueva realidad: una Madrid sin pantallas.
No hubo oscuridad como tal, porque la luz volvió justo cuando el sol terminaba su turno. Eran las diez de la noche y la ciudad apenas se preparaba para descansar. Pero en ese lapso, en esas horas sin electricidad, hubo algo distinto. Como una pausa. Como si el mundo respirara más despacio.
Algo dentro de mí también se encendió: una pregunta. ¿Qué pasa cuando el mundo se apaga? La respuesta, curiosamente, es que uno vuelve a lo esencial. Sin redes, sin pantallas, sin electricidad, lo único que queda es el corazón. Pensé en mi familia. Pensé en mis amigos. Porque en momentos así, uno no piensa en el futuro lejano. Piensa en el ahora. En el hoy. En con quién quiere estar si el mundo no vuelve a encenderse.
Dicen que hace un mes la Unión Europea recomendó tener un kit de emergencia en casa. Baterías, linterna, comida enlatada. Me pareció exagerado. Hoy ya no. La vida, es frágil. La sociedad también lo es. Y estamos, sin saberlo, en manos de unos pocos que controlan lo invisible. Así que más que nunca, hay que tener a Dios en el corazón, efectivo en el bolsillo, y a la gente que amamos bien cerca. Porque el mundo puede apagarse en cualquier momento. Y no siempre volverá a encenderse igual.
Por: Brenda Barbosa Arzuza.












