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La casa embrujada (Segunda parte)

Por supuesto, esa noche no pude dormir. Todos los ruidos de la casa y los que provenían de la calle los sentía en la habitación donde dormía, pues, como ya les dije, daba justo a la calle y, para colmo de males, había una gran ventana que desde el exterior se podía abrir con solo empujarla.

Eloy Gutiérrez Anaya, columnista de EL PILÓN.

Eloy Gutiérrez Anaya, columnista de EL PILÓN.

Por: Eloy

@el_pilon

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Por supuesto, esa noche no pude dormir. Todos los ruidos de la casa y los que provenían de la calle los sentía en la habitación donde dormía, pues, como ya les dije, daba justo a la calle y, para colmo de males, había una gran ventana que desde el exterior se podía abrir con solo empujarla. Por ende, con el incidente que me había ocurrido anteriormente , más los ruidos que había en la casa, el que hacían las golondrinas que vivían en las ramas de los árboles que daban sobre el techo, y todo lo que la casa transmitía, era el cóctel necesario para no poder dormir.

Dicen que no hay noche más desesperante que la de un “desvelado” (hoy se le llama insomnio), porque las noches son largas y, más en esa época, donde los días duraban más, las noches eran eternas y, por supuesto, los años —no me dejarán mentir— que así es como percibimos el tiempo con relación al pasado. Hay otro detalle interesante de mi niñez y es que, a pesar de que Los Venados es un pueblo en medio de una sabana de pocos árboles, era absolutamente fresco; tanto así que los ventiladores no existían, pues recuerden que no había energía eléctrica permanente y, en épocas de calor, sencillamente se dormía con las puertas o las ventanas abiertas. En mi caso, no abría las ventanas por miedo, y no era necesario porque la noche estaba fresca.

Valentina dejó la vela encendida en la mesa del comedor, encima de un vaso, por lo que yo podía ver las sombras que hacían los insectos que se acercaban a la llama y las figuras que se proyectaban en el techo de la casa. No sé por cuánto tiempo estuve observando el techo y las paredes con la poca luz que daba la vela, pero sí pude ver cómo se iba apagando a medida que se consumía. Parpadeó un par de veces hasta que finalmente la casa quedó en absoluta penumbra y, por supuesto, en un silencio profundo que hacía más tétrica mi noche de desvelo. 

No podía siquiera saber la hora porque el único reloj estaba en la sala. Era de esos relojes antiguos incrustados en una casita de madera, con un péndulo que hacía un sonido característico. Mi nuevo interés ya no era ver el techo, sino la ventana, pues tenía el presentimiento de que alguien la iba a empujar si me quedaba dormido; esa noche sobreviví, pero sabía que la siguiente, si mi hermano Jairo no llegaba a acompañarme, la casa me iba a matar del susto.

Efectivamente, la siguiente noche, a las seis de la tarde, estuve de nuevo disponible como el elegido para acompañar a Vale, como cariñosamente le decíamos. La misma rutina: la cena tapada cuidadosamente en el comedor, pero con la diferencia de que mi hermano estaba conmigo; así que, mientras yo cenaba, él escribía canciones en un viejo cuaderno porque tenía la esperanza de ser acordeonero y que los hermanos Zuleta le grabaran al menos una de sus composiciones.

Terminé de cenar y llevé el plato hasta la cocina. Cuando me dirigía a la sala, sentí como algo golpeó mi espalda. Corrí hasta la sala y le comenté a Jairo lo que me había pasado. Incrédulo, me convenció de que fuésemos hasta la cocina para cerciorarnos de que nada había allí. Cruzamos toda la casa, esta vez por las puertas que conectaban a todos los cuartos, y cuando llegamos al San Alejo sonó un golpe como quien da una cachetada. Mi hermano se llevó la mano a la cara y gritó: ¡Corre, que me jodieron! Corrimos hasta la entrada que da a la calle; mientras se tocaba la cara y la oreja, me preguntó: ¿Viste cómo me pegaron? —No, yo iba detrás de ti y no me di cuenta, le contesté. Entramos a la habitación y, cuando nos sentamos cada uno en su cama, desde la ventana sentimos cómo alguien arrojó un escupitajo. De inmediato fuimos a asomarnos y no había nadie. Salimos hasta la calle para ver si se trataba de ‘Geñito’ Barriga, que acostumbraba a hacerle bromas, pero tampoco había nadie.

Desde ese día y hasta hoy, la casa de Valentina se convirtió en el sitio más terrorífico para mí; lo que ahí pasaba era de otra dimensión.

Por: Eloy Gutiérrez Anaya.

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