Valledupar se consolida en el 2024 como la ciudad con la más alta tasa de inflación en Colombia; pódium que no debería sorprender a nadie, ya que por diversos años ha venido registrando en el ranking como una de las ciudades más costosas e invivibles del país.
Las recientes cifras del DANE hablan a grito sobre las desgracias que padece el Caribe colombiano. El 85 % de los habitantes de una de sus ciudades capitales (Valledupar) considera estar en situación de vulnerabilidad y pobreza; solo un 15 % de su población afirma estar en buenas condiciones económicas, una cifra que duplica el promedio nacional de reconocimiento de la pobreza que está en un 44 %.
Seguidamente, Valledupar se consolida en el 2024 como la ciudad con la más alta tasa de inflación en Colombia; pódium que no debería sorprender a nadie, ya que por diversos años ha venido registrando en el ranking como una de las ciudades más costosas e invivibles del país. Solo recordar que en 2014 y 2022 fue considerada, respectivamente, como la primera y segunda ciudad más costosa de Colombia, y no por las tarifas de energía o el reciente incremento en los precios del combustible, como ahora quieren deliberadamente hacer ver.
La razón es otra y trae implícito un problema cultural, político y social de mayores proporciones, que afecta a muchas otras ciudades de Colombia, y es que la miopía y codicia de su clase social y política impidió su desarrollo industrial y productivo, convirtiéndola en una “Ciudad sin producción”, donde las únicas fuentes de empleo formal son las metastásicas instituciones públicas, desde hace décadas raptadas por una clase sociopolítica que sin pudor las ha usado como fortines burocráticos y herramientas de perpetuación en el poder.
Es así como desde las universidades hasta juntas directivas de corporaciones, hospitales públicos y organismos de control local, hacen parte de todo un perverso andamiaje al servicio de una anacrónica clase política, que controla a su arbitrio desde cupos universitarios, vacantes laborales hasta licencias ambientales. Todo un sistema corrupto que define y garantiza la elección de gobernadores guiñoles hasta alcaldías municipales, rectorías, Asambleas y, lo más inverosímil, los mismos organismos de control fiscal, penal y disciplinario que posteriormente les auditarán.
Los tentáculos han llegado incluso a medios de comunicación controlados mediante las pautas oficiales, instituciones religiosas que manejan diversas líneas de contratación. Absolutamente todo está controlado y es por ese control omnímodo que la población, como mecanismo de subsistencia, corrió las barreras de la moralidad y los límites éticos para insertarse a ese perverso sistema en una simbiosis por la supervivencia.
Hoy esa población es el refrendador electoral que le sigue entregando el poder a sus mismos verdugos en una especie de síndrome de Estocolmo, en ciudades y departamentos sin oportunidades, sin industria y sin fuentes de empleo formal distintas a las gubernamentales; ciudades en cuyos almacenes de cadena comercian productos básicos de la canasta familiar que son comprados y transportados desde otras regiones, porque ni eso son capaces de producir.
¿Cómo desatar ese nudo gordiano? En ciudades sin industria, donde la cultura de depender de lo público está enquistada en la genética de sus habitantes. En sociedades que prefieren no cuestionar ese andamiaje a fin de no ser excluidos del sistema. El desenlace es ciudades controladas por clanes políticos en donde su población sobrevive como puede, sea cual sea su condición social, incluida la que llamo “burguesía veredal” la cual en algunas ciudades fue desplazada por una “burguesía emergente” que controla todo el andamiaje del poder político, una decadente “burguesía veredal” a la que no le quedó otra alternativa que conservar los pocos privilegios que le quedan y tratar de adaptarse al sistema, en el que unos reciben más de las migajas que caen de la mesa, otros menos dependiendo de la ubicación y qué tanto flexionen sus rodillas.
Con el tiempo todos aprendieron que un contrato genera lealtades ciegas, el nombramiento de un hijo silencia, una pauta amordaza y la crítica mata de inanición.
El factor crítico fue mutilado y es así como se explica el atraso de estas ciudades y la simbiosis de sus pueblos con la corrupción. Esto a su vez explica la elección de indiciados, corruptos, clanes y las grotescas caravanas de festejo y recibimiento a los ñoños bajo la máxima de que nadie quiere quedar por fuera de la repartición. “Votan por el que mayor probabilidad tiene electoralmente”. Nadie quiere perder ni exponer su subsistencia por 4 años por ello justifican sus preferencias electorales con las ya recurrentes expresiones coloquiales de: “Roba, pero hace” y “es lo menos malo”.
Ese es el crudo y duro panorama de muchas otras ciudades de Colombia. De aquí surge el peligro inmenso que el Gobierno nacional no está calculando, cuando en la reforma a la salud contempló otorgarle indirectamente más poder a los clanes políticos regionales.
¿Tenemos esperanza? Definitivamente, la solución no puede proceder desde el mismo sistema regional; es necesaria una intervención interinstitucional desde lo nacional acompañada de una reforma al sistema electoral y político del país. El problema es que esas instituciones nacionales viven hoy sus propias penurias y lidian con sus propios fantasmas (imposible un peor escenario).
La otra esperanza está en que el elector primario reaccione, las fuerzas vivas —si es que ya no están muertas— decidan cambiar el rumbo y destino de esas regiones saqueadas y desde las pocas instituciones independientes que quedan, emprender una cruzada por la “Restauración Moral de la Nación”. quizás y solo quizás cuando la víctima reconozca a sus verdugos, se podrá empezar a superar los claros síntomas de un evidente síndrome social de Estocolmo.
Laureano S. Peñaranda Saurith
Exsubdirector UNP
Valledupar se consolida en el 2024 como la ciudad con la más alta tasa de inflación en Colombia; pódium que no debería sorprender a nadie, ya que por diversos años ha venido registrando en el ranking como una de las ciudades más costosas e invivibles del país.
Las recientes cifras del DANE hablan a grito sobre las desgracias que padece el Caribe colombiano. El 85 % de los habitantes de una de sus ciudades capitales (Valledupar) considera estar en situación de vulnerabilidad y pobreza; solo un 15 % de su población afirma estar en buenas condiciones económicas, una cifra que duplica el promedio nacional de reconocimiento de la pobreza que está en un 44 %.
Seguidamente, Valledupar se consolida en el 2024 como la ciudad con la más alta tasa de inflación en Colombia; pódium que no debería sorprender a nadie, ya que por diversos años ha venido registrando en el ranking como una de las ciudades más costosas e invivibles del país. Solo recordar que en 2014 y 2022 fue considerada, respectivamente, como la primera y segunda ciudad más costosa de Colombia, y no por las tarifas de energía o el reciente incremento en los precios del combustible, como ahora quieren deliberadamente hacer ver.
La razón es otra y trae implícito un problema cultural, político y social de mayores proporciones, que afecta a muchas otras ciudades de Colombia, y es que la miopía y codicia de su clase social y política impidió su desarrollo industrial y productivo, convirtiéndola en una “Ciudad sin producción”, donde las únicas fuentes de empleo formal son las metastásicas instituciones públicas, desde hace décadas raptadas por una clase sociopolítica que sin pudor las ha usado como fortines burocráticos y herramientas de perpetuación en el poder.
Es así como desde las universidades hasta juntas directivas de corporaciones, hospitales públicos y organismos de control local, hacen parte de todo un perverso andamiaje al servicio de una anacrónica clase política, que controla a su arbitrio desde cupos universitarios, vacantes laborales hasta licencias ambientales. Todo un sistema corrupto que define y garantiza la elección de gobernadores guiñoles hasta alcaldías municipales, rectorías, Asambleas y, lo más inverosímil, los mismos organismos de control fiscal, penal y disciplinario que posteriormente les auditarán.
Los tentáculos han llegado incluso a medios de comunicación controlados mediante las pautas oficiales, instituciones religiosas que manejan diversas líneas de contratación. Absolutamente todo está controlado y es por ese control omnímodo que la población, como mecanismo de subsistencia, corrió las barreras de la moralidad y los límites éticos para insertarse a ese perverso sistema en una simbiosis por la supervivencia.
Hoy esa población es el refrendador electoral que le sigue entregando el poder a sus mismos verdugos en una especie de síndrome de Estocolmo, en ciudades y departamentos sin oportunidades, sin industria y sin fuentes de empleo formal distintas a las gubernamentales; ciudades en cuyos almacenes de cadena comercian productos básicos de la canasta familiar que son comprados y transportados desde otras regiones, porque ni eso son capaces de producir.
¿Cómo desatar ese nudo gordiano? En ciudades sin industria, donde la cultura de depender de lo público está enquistada en la genética de sus habitantes. En sociedades que prefieren no cuestionar ese andamiaje a fin de no ser excluidos del sistema. El desenlace es ciudades controladas por clanes políticos en donde su población sobrevive como puede, sea cual sea su condición social, incluida la que llamo “burguesía veredal” la cual en algunas ciudades fue desplazada por una “burguesía emergente” que controla todo el andamiaje del poder político, una decadente “burguesía veredal” a la que no le quedó otra alternativa que conservar los pocos privilegios que le quedan y tratar de adaptarse al sistema, en el que unos reciben más de las migajas que caen de la mesa, otros menos dependiendo de la ubicación y qué tanto flexionen sus rodillas.
Con el tiempo todos aprendieron que un contrato genera lealtades ciegas, el nombramiento de un hijo silencia, una pauta amordaza y la crítica mata de inanición.
El factor crítico fue mutilado y es así como se explica el atraso de estas ciudades y la simbiosis de sus pueblos con la corrupción. Esto a su vez explica la elección de indiciados, corruptos, clanes y las grotescas caravanas de festejo y recibimiento a los ñoños bajo la máxima de que nadie quiere quedar por fuera de la repartición. “Votan por el que mayor probabilidad tiene electoralmente”. Nadie quiere perder ni exponer su subsistencia por 4 años por ello justifican sus preferencias electorales con las ya recurrentes expresiones coloquiales de: “Roba, pero hace” y “es lo menos malo”.
Ese es el crudo y duro panorama de muchas otras ciudades de Colombia. De aquí surge el peligro inmenso que el Gobierno nacional no está calculando, cuando en la reforma a la salud contempló otorgarle indirectamente más poder a los clanes políticos regionales.
¿Tenemos esperanza? Definitivamente, la solución no puede proceder desde el mismo sistema regional; es necesaria una intervención interinstitucional desde lo nacional acompañada de una reforma al sistema electoral y político del país. El problema es que esas instituciones nacionales viven hoy sus propias penurias y lidian con sus propios fantasmas (imposible un peor escenario).
La otra esperanza está en que el elector primario reaccione, las fuerzas vivas —si es que ya no están muertas— decidan cambiar el rumbo y destino de esas regiones saqueadas y desde las pocas instituciones independientes que quedan, emprender una cruzada por la “Restauración Moral de la Nación”. quizás y solo quizás cuando la víctima reconozca a sus verdugos, se podrá empezar a superar los claros síntomas de un evidente síndrome social de Estocolmo.
Laureano S. Peñaranda Saurith
Exsubdirector UNP