Hay expresiones difíciles de olvidar. Te marcan por siempre, porque además te sumergen en una profunda meditación cuestionándote el valor de la vida, de la amistad, de la profesión…
Hay expresiones difíciles de olvidar. Te marcan por siempre, porque además te sumergen en una profunda meditación cuestionándote el valor de la vida, de la amistad, de la profesión…
Una de ellas la viví hace pocos días. Cuando llegué a casa, en horas de la tarde, encontré a mi padre desolado. La tristeza que reflejaban sus ojos era conmovedora. Muy pocas veces lo había visto así, con la cabeza hundida entre sus hombros. Por mucho que lo requiriese para saber qué le pasaba, no lograba musitar palabras: cada vez que intentaba hablar, su voz se quebraba y sus ojos se humedecían.
“Es por la muerte de Ocha Rosado en un accidente de tránsito…”, me respondió mi madre, consolándolo a su lado.
“Ocha era una de las periodistas que más admiraba en la ciudad, por su compromiso y responsabilidad profesional, por su humildad y su don de gente, su sonrisa y humor permanente. Poco compartimos, pero mi afecto y admiración si era grande y no tenía reparos en expresárselo cada vez que la veía…”, me confesó mi padre varias horas después, ya algo recuperado.
Esa noche hablamos largo. Sentí mi obligación de acompañarlo, aún a costa de varios compromisos personales adquiridos. Pero valió la pena. Esa noche comprendí mejor a mi padre, a quien muchas veces cuestioné, al igual que mis hermanas menores, por dedicarnos poco tiempo justo en nuestra adolescencia, justo cuando más lo necesitábamos.
“El periodismo de verdad exige tiempo completo, sacrificio, completa dedicación; es un apostolado que se ejerce aún a costa de la familia, aun a sabiendas que puede costarte la vida. Esa pasión la vivía como director de El Pilón, pasión retroalimentada por esa valiosa camada de periodistas que aprendieron y enseñaron, que expusieron su libertad y su vida desde la sala de redacción del periódico. Así aprendí a amar al periodismo y a valorar el sacrificio de sus profesionales, entregados de cuerpo y alma pese a no ser retribuidos suficientemente. Quizás esa condición de mártires – por su exposición, por su poca retribución – los hace una verdadera familia, solidarios, unidos. Ocha hacía parte de la familia periodística…”, susurraba mi padre.
El resto de la noche la pasé repitiendo en mi memoria las sentidas palabras de mi padre; fue un monólogo interminable, pero alucinante e ilustrativo. No solo lo comprendí a él, y lo justifiqué en sus ausencias; también comprendí a cabalidad el ejercicio heroico del periodismo, capaz de desnudar miserias en un mundo que escala cada día sus inmundicias, su corruptela, en un mundo que arropa con su manto cómplice la banalidad ciudadana. Sí, comprendí la heroica misión del periodismo, que por develar lo que otros corroen y muchos encubren, se granjean la ira de los mandamases.
La lección terminé de aprenderla al día siguiente, al acompañarlo a la velación en cámara ardiente en la biblioteca departamental Rafael Carrillo Luquez. Era un homenaje de masas: Valledupar se hizo presente para despedir con honores, para llorar a moco tendido, a dos miembros de la familia periodística idos prematuramente, Jairo Araujo y Ocha Rosado. Era un merecido tributo para un prometedor joven de la producción audiovisual y para una mujer excepcional y virtuosa que se hizo querer por su don de gente y su profesionalismo. Pero era también un tributo, así lo corroboré al conversar con varios contertulios, para el periodismo en su esencia, que tanta lumbre le ha dado al país, a la región y a Valledupar en particular.
Y sí, corroboré con creces los profundos y vitales lazos de amistad generados entre los periodistas, conformándose, al menos en nuestra región, una gran familia, solidaria, hermanada, compinche. “No son los lazos de sangre lo que hace a la familia, sino la amistad”. Una verdadera familia, unidos como nunca por la tragedia que cobró la vida de dos de sus miembros. Había que ver la romería, el dolor reflejado en sus rostros, el abrazo solidario entre ellos, la unidad casi primitiva…
Ante verdades incontrastables como esta, no puedo menos que barruntar estas líneas para rendirles mi propio y sentido homenaje a Jairo y Ocha; y para extender el homenaje, convencido de su merecimiento, a la gran familia periodística. Mis lectores, y los mismos periodistas, podrán disculparme si se trasluce en estas líneas la intención velada de homenajear a mi padre.
Elevo mis plegarias por el descanso eterno de Ocha y Jairo, y por la feliz recuperación de los acompañantes en el accidente, Jorge Laporte, Jaider Santana, William Vega y Jorge Giraldo.
Por Camilo Quiroz Hinojosa
Hay expresiones difíciles de olvidar. Te marcan por siempre, porque además te sumergen en una profunda meditación cuestionándote el valor de la vida, de la amistad, de la profesión…
Hay expresiones difíciles de olvidar. Te marcan por siempre, porque además te sumergen en una profunda meditación cuestionándote el valor de la vida, de la amistad, de la profesión…
Una de ellas la viví hace pocos días. Cuando llegué a casa, en horas de la tarde, encontré a mi padre desolado. La tristeza que reflejaban sus ojos era conmovedora. Muy pocas veces lo había visto así, con la cabeza hundida entre sus hombros. Por mucho que lo requiriese para saber qué le pasaba, no lograba musitar palabras: cada vez que intentaba hablar, su voz se quebraba y sus ojos se humedecían.
“Es por la muerte de Ocha Rosado en un accidente de tránsito…”, me respondió mi madre, consolándolo a su lado.
“Ocha era una de las periodistas que más admiraba en la ciudad, por su compromiso y responsabilidad profesional, por su humildad y su don de gente, su sonrisa y humor permanente. Poco compartimos, pero mi afecto y admiración si era grande y no tenía reparos en expresárselo cada vez que la veía…”, me confesó mi padre varias horas después, ya algo recuperado.
Esa noche hablamos largo. Sentí mi obligación de acompañarlo, aún a costa de varios compromisos personales adquiridos. Pero valió la pena. Esa noche comprendí mejor a mi padre, a quien muchas veces cuestioné, al igual que mis hermanas menores, por dedicarnos poco tiempo justo en nuestra adolescencia, justo cuando más lo necesitábamos.
“El periodismo de verdad exige tiempo completo, sacrificio, completa dedicación; es un apostolado que se ejerce aún a costa de la familia, aun a sabiendas que puede costarte la vida. Esa pasión la vivía como director de El Pilón, pasión retroalimentada por esa valiosa camada de periodistas que aprendieron y enseñaron, que expusieron su libertad y su vida desde la sala de redacción del periódico. Así aprendí a amar al periodismo y a valorar el sacrificio de sus profesionales, entregados de cuerpo y alma pese a no ser retribuidos suficientemente. Quizás esa condición de mártires – por su exposición, por su poca retribución – los hace una verdadera familia, solidarios, unidos. Ocha hacía parte de la familia periodística…”, susurraba mi padre.
El resto de la noche la pasé repitiendo en mi memoria las sentidas palabras de mi padre; fue un monólogo interminable, pero alucinante e ilustrativo. No solo lo comprendí a él, y lo justifiqué en sus ausencias; también comprendí a cabalidad el ejercicio heroico del periodismo, capaz de desnudar miserias en un mundo que escala cada día sus inmundicias, su corruptela, en un mundo que arropa con su manto cómplice la banalidad ciudadana. Sí, comprendí la heroica misión del periodismo, que por develar lo que otros corroen y muchos encubren, se granjean la ira de los mandamases.
La lección terminé de aprenderla al día siguiente, al acompañarlo a la velación en cámara ardiente en la biblioteca departamental Rafael Carrillo Luquez. Era un homenaje de masas: Valledupar se hizo presente para despedir con honores, para llorar a moco tendido, a dos miembros de la familia periodística idos prematuramente, Jairo Araujo y Ocha Rosado. Era un merecido tributo para un prometedor joven de la producción audiovisual y para una mujer excepcional y virtuosa que se hizo querer por su don de gente y su profesionalismo. Pero era también un tributo, así lo corroboré al conversar con varios contertulios, para el periodismo en su esencia, que tanta lumbre le ha dado al país, a la región y a Valledupar en particular.
Y sí, corroboré con creces los profundos y vitales lazos de amistad generados entre los periodistas, conformándose, al menos en nuestra región, una gran familia, solidaria, hermanada, compinche. “No son los lazos de sangre lo que hace a la familia, sino la amistad”. Una verdadera familia, unidos como nunca por la tragedia que cobró la vida de dos de sus miembros. Había que ver la romería, el dolor reflejado en sus rostros, el abrazo solidario entre ellos, la unidad casi primitiva…
Ante verdades incontrastables como esta, no puedo menos que barruntar estas líneas para rendirles mi propio y sentido homenaje a Jairo y Ocha; y para extender el homenaje, convencido de su merecimiento, a la gran familia periodística. Mis lectores, y los mismos periodistas, podrán disculparme si se trasluce en estas líneas la intención velada de homenajear a mi padre.
Elevo mis plegarias por el descanso eterno de Ocha y Jairo, y por la feliz recuperación de los acompañantes en el accidente, Jorge Laporte, Jaider Santana, William Vega y Jorge Giraldo.
Por Camilo Quiroz Hinojosa