Realmente, fue él, con la guitarra de Julio Bovea, el intérprete que cantó e internacionalizó los cantos vallenatos de Rafael Escalona y de otros autores. Esos que se concibieron y grabaron en la llamada Provincia con guitarra y trascendieron más allá de las fronteras pueblerinas de la época.
Tiene una figura monumental de abuelo feliz y satisfecho que llegó a la cumbre de sus más de noventa y tres años. Sin embargo, Alberto Fernández Mindiola aún se mantiene con el entusiasmo y alegría de los primeros tiempos.
Llegó de Atanquez, un pueblito enclavado en las estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta, en su momento, a una hora de la que hoy es la capital del Cesar.
En Valledupar, su primera escala en la primera mitad del siglo pasado conoció a quien sería uno de sus más grandes amigos, compadre y hermano de la existencia, el compositor Rafael Escalona Martínez, para muchos el más grande contador de historias del cantar vallenato.
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En el tradicional Loperena de Valledupar fue donde conoció a Rafael Calixto, el hijo del coronel Clemente Escalona y de la señora Margarita Martínez, quien ya entusiasmaba a sus contertulios y compañeros de estudio con las historias que contaba y que más adelante quedarían grabadas por siempre en la voz de Fernández Mindiola como muchas de las más grandes obras musicales de este país.
Allí también quedó embelesado con la simpatía real maravillosa de Poncho Cotes, el mismo de Los Tres Monitos, también llamado La Nostalgia de Poncho y quien con su guitarra de siempre le ponía melodía a los relatos de Rafa, que casi siempre “descendían” en las madrugadas a su habitación de la casa paterna a donde se llevó a vivir a Fernández Mindiola para que éste le pusiera voz a las historias de una “morenita” que se quedaba muy sola por la apertura del Liceo…El Celedón de Santa Marta.
Fernández Mindiola se aprendió todos los cantos de Escalona y después le cantó al Mundo acerca de esa “señora patillalera muy elegante y vestía de negro” que un sábado formó en el Valle una gritería porque a su nieta Carmen Ramona, la pechichona, la consentía, se la había “sacado” un patillalero, nariz parada y dueño ‘e carro de nombre Luis Manuel Hinojosa. Es el canto de su amigo Rafa que más le gusta a Alberto Fernández junto al de esa Mensajera que se aprendió en el Loperena.
Unos años después de los tiempos del Loperena con el profesor Castañeda, Rafa, Molina, Jaime, aquel al que Rafa le dijo que si él, Rafael se moría primero le pintara un cuadro y al juglar le tocó hacerle un canto, la célebre Elegía a Jaime Molina, porque Jaime se fue primero a la eternidad…
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Alberto Fernández escuchó unas guitarras alegres de domingo en la Calle de las Vacas en Barranquilla. Había llegado a su vida ese día el resto del pasaje para que su voz se conociera e inmortalizara más allá de las tierras del Caribe eterno. Ese día después de la misa de doce, Fernández conoció a Julio Bovea, quien con su instrumento de cuerdas que tuvo como característica esencial de su personalidad interpretaba las composiciones de Guillermo Buitrago.
Después de la segunda mitad de los años cincuenta del siglo pasado partieron hacia Argentina. Fue la internacionalización de los cantos de Escalona. Los argentinos “se enloquecieron y en los teatros donde nos presentamos siempre había mucha presencia de estudiantes de allá y de colombianos” Allí los argentinos le cambian el nombre a El Testamento.
“Ellos no entendían cómo el canto tenía ese nombre sin haber ningún muerto. Entonces, le pusieron como nombre El Estudiante”. Al cono sur fueron por unas semanas y regresaron doce años después. Se presentaron también en diferentes ocasiones en Uruguay, Chile y Paraguay. El arribo de las dictaduras fue el detonante para su regreso a Colombia.
En su amplio y cómodo apartamento del sector de Corferias en Bogotá, conocido como Centro Nariño y en donde vive desde hace más de cuarenta años, Alberto Fernández rememora recuerdos y añoranzas de los tiempos idos, como diría Poncho Cotes, el viejo y las primeras vivencias de esa Provincia inolvidable.
“Recuerdo que Jaime Molina fue el que primero comenzó a tomar chirrinchi. Él era mayor que nosotros y lo conseguía de contrabando. A él y a Poncho Cotes Queruz le gustaban mucho mis interpretaciones de Escalona”.
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Se acuerda también de Villanueva, en el sur de La Guajira, la tierra de su papá Luis Fernández, un joyero experto y dedicado quien heredó la sapiencia en el oficio a su hijo Alberto hasta que éste terminó embelesado en las parrandas, los amores de incontables mujeres y el cariño de los compadres y amigos.
El Café La Bolsa, en el centro de Valledupar, con parrandas incipientes, al lado de esos personajes como de leyenda y nombres sonoros, queridos y con personalidad propia, fue testigo de la génesis de esas “expresiones literarias,” según Gabito, el primo de Aracataca y que se esparcían de manera sencilla y elemental, de voz en voz.
Muchos años después, hace unos meses apenas, Alberto Fernández Mindiola, cantó en un sitio público en el sur de La Florida, en los Estados Unidos. Allí lo hace de vez en cuando, cada vez que lo contratan, así como lo hace en cualquier otro sitio dentro y fuera del país.
Es la misma voz de los primeros años cuando recién apareció allí en Loperena y comenzó a conocer de las historias de Escalona, de La Provincia y las hizo parte de su existencia. Esa misma que pasó de más de noventa y tres celebraciones y que aún mantiene alegre y acompañada de quienes están a su lado desde siempre.
Su voz no tiene afectaciones y él no hace mayor esfuerzo para ser el más célebre, conocido y constante intérprete de los cantos de su gran amigo y compadre. Ataviado siempre de saco y corbata, a los que se acostumbró con una elegancia similar a su estatura física y musical, es uno de los más grandes símbolos del cantar vallenato.
Por Mauricio René Pichot Elles./ EL PILÓN
Realmente, fue él, con la guitarra de Julio Bovea, el intérprete que cantó e internacionalizó los cantos vallenatos de Rafael Escalona y de otros autores. Esos que se concibieron y grabaron en la llamada Provincia con guitarra y trascendieron más allá de las fronteras pueblerinas de la época.
Tiene una figura monumental de abuelo feliz y satisfecho que llegó a la cumbre de sus más de noventa y tres años. Sin embargo, Alberto Fernández Mindiola aún se mantiene con el entusiasmo y alegría de los primeros tiempos.
Llegó de Atanquez, un pueblito enclavado en las estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta, en su momento, a una hora de la que hoy es la capital del Cesar.
En Valledupar, su primera escala en la primera mitad del siglo pasado conoció a quien sería uno de sus más grandes amigos, compadre y hermano de la existencia, el compositor Rafael Escalona Martínez, para muchos el más grande contador de historias del cantar vallenato.
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En el tradicional Loperena de Valledupar fue donde conoció a Rafael Calixto, el hijo del coronel Clemente Escalona y de la señora Margarita Martínez, quien ya entusiasmaba a sus contertulios y compañeros de estudio con las historias que contaba y que más adelante quedarían grabadas por siempre en la voz de Fernández Mindiola como muchas de las más grandes obras musicales de este país.
Allí también quedó embelesado con la simpatía real maravillosa de Poncho Cotes, el mismo de Los Tres Monitos, también llamado La Nostalgia de Poncho y quien con su guitarra de siempre le ponía melodía a los relatos de Rafa, que casi siempre “descendían” en las madrugadas a su habitación de la casa paterna a donde se llevó a vivir a Fernández Mindiola para que éste le pusiera voz a las historias de una “morenita” que se quedaba muy sola por la apertura del Liceo…El Celedón de Santa Marta.
Fernández Mindiola se aprendió todos los cantos de Escalona y después le cantó al Mundo acerca de esa “señora patillalera muy elegante y vestía de negro” que un sábado formó en el Valle una gritería porque a su nieta Carmen Ramona, la pechichona, la consentía, se la había “sacado” un patillalero, nariz parada y dueño ‘e carro de nombre Luis Manuel Hinojosa. Es el canto de su amigo Rafa que más le gusta a Alberto Fernández junto al de esa Mensajera que se aprendió en el Loperena.
Unos años después de los tiempos del Loperena con el profesor Castañeda, Rafa, Molina, Jaime, aquel al que Rafa le dijo que si él, Rafael se moría primero le pintara un cuadro y al juglar le tocó hacerle un canto, la célebre Elegía a Jaime Molina, porque Jaime se fue primero a la eternidad…
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Alberto Fernández escuchó unas guitarras alegres de domingo en la Calle de las Vacas en Barranquilla. Había llegado a su vida ese día el resto del pasaje para que su voz se conociera e inmortalizara más allá de las tierras del Caribe eterno. Ese día después de la misa de doce, Fernández conoció a Julio Bovea, quien con su instrumento de cuerdas que tuvo como característica esencial de su personalidad interpretaba las composiciones de Guillermo Buitrago.
Después de la segunda mitad de los años cincuenta del siglo pasado partieron hacia Argentina. Fue la internacionalización de los cantos de Escalona. Los argentinos “se enloquecieron y en los teatros donde nos presentamos siempre había mucha presencia de estudiantes de allá y de colombianos” Allí los argentinos le cambian el nombre a El Testamento.
“Ellos no entendían cómo el canto tenía ese nombre sin haber ningún muerto. Entonces, le pusieron como nombre El Estudiante”. Al cono sur fueron por unas semanas y regresaron doce años después. Se presentaron también en diferentes ocasiones en Uruguay, Chile y Paraguay. El arribo de las dictaduras fue el detonante para su regreso a Colombia.
En su amplio y cómodo apartamento del sector de Corferias en Bogotá, conocido como Centro Nariño y en donde vive desde hace más de cuarenta años, Alberto Fernández rememora recuerdos y añoranzas de los tiempos idos, como diría Poncho Cotes, el viejo y las primeras vivencias de esa Provincia inolvidable.
“Recuerdo que Jaime Molina fue el que primero comenzó a tomar chirrinchi. Él era mayor que nosotros y lo conseguía de contrabando. A él y a Poncho Cotes Queruz le gustaban mucho mis interpretaciones de Escalona”.
Lee también: Misterioso primer asesinato en Valledupar
Se acuerda también de Villanueva, en el sur de La Guajira, la tierra de su papá Luis Fernández, un joyero experto y dedicado quien heredó la sapiencia en el oficio a su hijo Alberto hasta que éste terminó embelesado en las parrandas, los amores de incontables mujeres y el cariño de los compadres y amigos.
El Café La Bolsa, en el centro de Valledupar, con parrandas incipientes, al lado de esos personajes como de leyenda y nombres sonoros, queridos y con personalidad propia, fue testigo de la génesis de esas “expresiones literarias,” según Gabito, el primo de Aracataca y que se esparcían de manera sencilla y elemental, de voz en voz.
Muchos años después, hace unos meses apenas, Alberto Fernández Mindiola, cantó en un sitio público en el sur de La Florida, en los Estados Unidos. Allí lo hace de vez en cuando, cada vez que lo contratan, así como lo hace en cualquier otro sitio dentro y fuera del país.
Es la misma voz de los primeros años cuando recién apareció allí en Loperena y comenzó a conocer de las historias de Escalona, de La Provincia y las hizo parte de su existencia. Esa misma que pasó de más de noventa y tres celebraciones y que aún mantiene alegre y acompañada de quienes están a su lado desde siempre.
Su voz no tiene afectaciones y él no hace mayor esfuerzo para ser el más célebre, conocido y constante intérprete de los cantos de su gran amigo y compadre. Ataviado siempre de saco y corbata, a los que se acostumbró con una elegancia similar a su estatura física y musical, es uno de los más grandes símbolos del cantar vallenato.
Por Mauricio René Pichot Elles./ EL PILÓN