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Ya nadie quiere a los muertos

Antes, los muertos eran sagrados. Se les velaba bajo techos humildes o grandes salones, siempre bajo un mismo cielo de respeto y lágrima.

Fausto Cotes, columnista de EL PILÓN.

Fausto Cotes, columnista de EL PILÓN.

Por: Fausto

@el_pilon

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Antes, los muertos eran sagrados. Se les velaba bajo techos humildes o grandes salones, siempre bajo un mismo cielo de respeto y lágrima. Se lloraba su partida hasta que la noche envejecía, se rezaban oraciones como hilos entre dos universos, se hablaba de ellos con ternura, con risa tímida, con ese amor que permanece.

Todo ha cambiado, la vida es otra. En los pueblos, donde se creía que el tiempo caminaba más despacio, los velorios parecen trámites, apuros, fugas. En las ciudades, la muerte ya no convoca al recogimiento sino a la prisa. Los deudos llegan, ofrecen un saludo seco, una mirada que esquiva el féretro, y enseguida preguntan a qué hora se acaba todo. Las sillas de plástico se apilan antes de que termine el rosario, los veladores bostezan mirando sus relojes, los niños corretean entre los ataúdes como si la muerte fuera un juego que ya no alegra ni altera el ánimo.

“Que todo pase rápido”, murmuran los hijos, hermanos, nietos, familia. “Que se entierre ya, que se acabe todo y descansamos.” Se siente en el aire esa urgencia seca de olvidar.

Recuerdo un velorio reciente, la madre, ya anciana, rostro triste, rígida en un ataúd de madera modesta; y su rostro parecía esperar un gesto de amor. Pero a su alrededor, los hijos, cansados, organizaban quién pagaría el café, quién llevaría flores al cementerio, quién firmaría papeles.

Un nieto preguntó si era necesario quedarse toda la noche. Otro dijo que no hacía falta tanto tiempo. Apenas entrada la noche, la casa quedó en silencio. Solo la muerta y dos rezadoras viejas siguieron velando el cuerpo.

Entonces me dije: ¡ya nadie quiere a los muertos! No quieren su silencio incómodo, ni su peso invisible en el corazón de lo ausente. Es suficiente un entierro, sin misas misteriosas, sin noches de insomnio, ni un gesto de ternura demorada.

El cortejo se fue volviendo un puñado pequeño, disperso, de gente cansada de compromisos sociales y deberes sensibles. Nadie lloraba. Sentí que la muerte perdió su peso, su nobleza, su belleza terrible que encanta y cautiva. Sentí una tristeza sin nombre, por un duelo que ya ni se digna a doler.

Recuerdo funerales de infancia, donde el aire se quebraba bajo rezos, las lágrimas caían como lluvia alborotando techos antiguos de zinc, se hablaba del muerto hasta casi resucitarlo. Las letanías susurraban en rincones de la casa, frente a velas flamantes que iniciaban lutos eternos, bajo el traje negro, prueba del abrazo del dolor como destino y castigo voluntario, manejado con el arma secreta de la tolerancia que enseña a no llorar por siempre por las mismas penas.

Ya nadie quiere a los muertos. Pero ellos aún nos esperan. Y tal vez, solo tal vez, estemos a tiempo de aprender a llorarlos como se debe, de honrarlos, de recordar que algún día también seremos muertos olvidados. Los muertos lo saben, ven el desamor y la indiferencia disfrazada de lo práctico.

Los que quedamos no entendemos aún que quien olvida a sus muertos empieza a olvidarse de sí mismo. Somos también lo que recordamos, lloramos y honramos en la ausencia. Un día, también seremos un nombre en un papel, una fecha en una lápida, una sombra que nadie nombrará. La muerte ahora incomoda. No porque duela —¡ojalá doliera!— sino porque estorba.

Seguiré caminando detrás de los féretros, recogiendo lágrimas que ya nadie derrama, y lo haré siempre detrás de los muertos que aún esperan, pacientes y tristes del otro lado del silencio, aun pensando que ya nadie quiere a los muertos, aunque ellos nos esperan.

Por: Fausto Cotes N.

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