CULTURA

David Sánchez Juliao: el escritor que rescató el origen

Hoy 24 de noviembre, el escritor David Sánchez Juliao cumpliría 80 años de vida (1945-2011). Su narrativa retrató la identidad de una región, sus contradicciones y su sabiduría popular. Su obra, en general, está atravesada por el ritmo del habla caribe, la cadencia y el humor. Crónica personal de un amigo que lo vio de cerca.

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Mi primer contacto con una obra de David Sánchez Juliao —aunque no lo supiera entonces, sino mucho después— fue en 1986 a través de la telenovela Gallito Ramírez, de la que él fue autor del argumento original al estar basada en su relato El Flecha. Yo era un niño, él ya era un consagrado escritor, es decir, un “man que desde la máquina de escribir es el ampáyer del partido de la vida”.

Después leí varios de sus libros, en los que me encontré y me entendí como hombre del Caribe. Lo vi siempre como una figura intelectual e inalcanzable. Pero la vida me tendría preparada una sorpresa; varias.

—¿Con el editor Carlos Marín Calderín? —escuché al otro lado de la llamada.

Pronunció mi nombre con esa cadencia caribeña que solo él, brujo de la oralidad, era capaz, y con esa voz fumadora de locutor consciente de su encanto. Lo recuerdo, también, porque dijo bien mi segundo apellido, casi siempre confundido por “Calderón” ante la sospecha de un error de dedo o tipográfico.

No tuve que preguntar quién me llamaba porque esa voz, que le había dado voz a El Flecha, El Pachanga y Abraham Al Humor, ya la conocía, por lo que le respondí, enseguida, “Sí, maestro”. Fue el comienzo de una amistad que duró hasta su muerte.

Yo era el editor del suplemento literario El Meridiano Cultural, del diario El Meridiano: lo entrevisté varias veces sobre sus libros, lo consulté como fuente, le publiqué artículos sobre diversos temas que él nos enviaba gratis, lo acompañé en sus visitas a Montería, Sincelejo y Barranquilla, y a su casa de San Sebastián (Lorica), un refugio lleno de matas y árboles en el patio, y, por la decoración de la sala, un espacio que le rendía tributo a los años de otras décadas. Lo visité en su apartamento de Bogotá días enteros en los que desayunábamos, almorzábamos y cenábamos.

Como un periodista nunca deja de ser periodista, así no esté haciendo reportería, siempre fui consciente de que estaba compartiendo, sin abusar de la confianza para cuidar la amistad, con una de las figuras importantes de la literatura colombiana del siglo XX. Yo, que quería ser escritor, sabía que era un privilegio tener acceso a aspectos privados de un autor reconocido y admirado: los libros que leía, su escritorio, sus chistes, sus nuevos proyectos, sus manías, sus silencios, sus dudas, sus opiniones cuando no se sabía observado ni escuchado por un público o los medios, su grandeza y su neurosis.

A propósito de la neurosis, nada extraña en artistas y muy conocida en David, un día llegué media hora tarde a una invitación que me había hecho para ir a desayunar y ya me estaba esperando en la puerta de su edificio, en la calle 100 con 15, en Bogotá. Vi un incendio en su cara, y supe, al instante, que yo estaba al borde de un precipicio y que él me empujaría con mucho gusto a la mínima oportunidad.

—Hola, maestro. ¿Cómo está? —le pregunté.

No contestó, y salió de la recepción a la calle.

Lo seguí.

Entonces, medio nervioso, le hice una pregunta innecesaria, por no decir boba, quizás intentando inútilmente aplacar las llamas, y para él fue como un caramelo del pícher al bateador, y, obvio, la bateó:

—Maestro, ¿y generalmente usted qué hace un domingo como hoy?

Ni siquiera pensó la respuesta. Me dio la impresión de que la tenía preparada hacía años:

—¡Nunca esperar a nadie más de 15 minutos! —dijo, y la bola salió de hit entre la segunda y la tercera base; el shortstop ni se molestó en atraparla.

Un pueblo sin memoria se borra

Es grande el legado de David. Pero si tuviera que escoger un aporte, uno, escogería el hecho de que él puso la identidad en el centro del relato, no de manera ocasional ni con una visión académica —que no habría estado mal—, sino como un eje que, partiendo de lo cotidiano, atravesó cada historia que contó y cada conversación que ofreció.

Nunca habló del Caribe desde la distancia, sino desde la respiración misma de la calle, defendiendo el modo de ser y sentir, de hablar, de comer y de pensar de esta tierra. Me enseñó David que un pueblo sin memoria empieza a borrarse, y en su obstinación por nombrarnos, por intentar entendernos para definirnos, nos mostró que la literatura, y su literatura en especial, es un espejo en el que una región puede reconocerse y verse.

Renovó la literatura del Caribe sin imitar ni repetir el boom latinoamericano. Y no era fácil aquello teniendo de vecino a un tal García Márquez.

A sus lectores en Colombia y en el mundo les dibujó un Caribe más allá de la estampa folclórica: personajes cómicos y dolorosos que ríen ante la adversidad, que se levantan a diario a inventarse el mundo. El Caribe que yo descubrí en sus obras, más que un territorio geográfico y exótico, es un territorio espiritual que se ancla en las manifestaciones culturales.

Repitió David: “No existe en Colombia un eje como el que hay en Córdoba entre Montería, Sahagún y San Bernardo del Viento, que haya producido más artistas por metro cuadrado: José Luis Garcés González, Luis Felipe ‘el Cabo’ Herrán, Raúl Gómez Jattin, Pablito Flórez, Antolín Lenes, Lucy González, Jorge García Usta, Cristo Hoyos, Miguel Emiro Naranjo, el Encuentro de Mujeres Poetas, el Festival del Porro, los decimeros de Sabana Nueva, Adriana Lucía, Manuel Zapata Olivella, Marcial Alegría y Juan Gossaín”.

Sobra decir que lo hizo con humor, su método para llegar más hondo a la hora de hablar de cosas serias. Un día me contó que una vez escribió un artículo en el que recomendó que si uno estaba en Valledupar, en el Festival Vallenato, y la algarabía de las parrandas no lo dejaba dormir, que se leyera una columna de Abdón Espinosa Valderrama en El Tiempo para caer rendido. 

Así era: implacable.

Como implacable fue conmigo cuando le hice una revelación que le pareció una traición cultural imperdonable, que me recordó en privado y que mencionó —señalándome para que me diera vergüenza— en conferencias a las que lo acompañé. Me dijo, luego de pronunciar mi nombre completo con falso regaño:

—¡¿Qué tu no comes mote de queso?! Eres el cordobés más falso que he conocido. ¡Es más, no eres cordobés!

Desde ese humor, su obra ahonda en la oralidad y la musicalidad, sus historias miran con compasión a los marginados con profundo sentido humanista, su enfoque en la región como territorio narrativo lo caracterizó, escribió lo que vivió y lo que vio en su gente, y, haciéndolo, se convirtió en un maestro del cuento y del relato breve; fue pionero del audiolibro en Colombia e innovador en la relación entre la literatura y el habla popular mediante nuevas tecnologías.

Fue un adelantado David.

Fue David: el que odiaba que lo confundieran con El Flecha y El Pachanga, y no supieran diferenciar entre el escritor y sus creaciones; el que detestaba que alguien, ante su presencia, lo redujera todo a la simple bacanería y el folclorismo, y no entendiera que el humor era un medio, olvidando lo que, como sociedad, había que resolver.

Pero de la larga lista de reflexiones y frases de él, me quedo con una que repitió en todos los escenarios, y que era el centro de sus defensas: “Se es más importante en la medida en que menos de aquí se parezca”. Lo decía con vehemencia y rabia, como refiriéndose a una herida vieja que sigue ardiendo, refiriéndose, claramente, a la pérdida de identidad y al desprecio por el patrimonio cultural regional, por lo construido por campesinas y campesinos, cantores, escritores, pintoras, bullerengueras, decimeros, compositores. 

Esa idea la desarrolla literariamente en sus obras, y de forma más clara en una de sus últimas novelas, Dulce veneno moreno, a mi juicio, una de las mejores. Es la historia de una monteriana que vive en París: allá viste con prendas de tradición monteriana, y cuando va a Montería de vacaciones, viste como parisina. Nos hablaba así, por supuesto, de un síntoma de vergüenza y extravío al renunciar al tono propio, a la voz que funda. Tampoco miraba él la identidad como un museo, pero sí estaba convencido de que el territorio nos escribe por dentro y nos moldea aunque queramos negarlo. No me lo dijo, pero estoy seguro de que a David le dolía ver cómo se nos desdibujaba la raíz.

Tuve el inmenso privilegio de recibir su generosidad: me recomendó libros, me regaló varios de él con bellas dedicatorias, me contó historias en llamadas que duraban horas, me habló de su obra sin que yo le preguntara, me animó a escribir, leyó textos míos y me hizo sugerencias, me reveló detalles de su encuentro con Rubén Blades en Nueva York, de sus charlas con Eduardo Galeano, de su famosa entrevista a Alejo Durán, de su vida en la India y en Egipto. Me presentó a su señora madre, doña Nora Juliao. Conmigo no fue el escritor de premios y prestigio, sino un maestro que compartió y escuchó.

Manuel va de regreso

Tras la muerte de Manuel Zapata Olivella, su gran maestro, el 19 de noviembre de 2004, acordamos vernos en Montería, a donde él iría con las cenizas, y en Lorica, donde se esparcirían en el río.

No sé quién decidió llevar las cenizas a la Asamblea de Córdoba para rendirle un tributo al autor de Changó, el gran putas. No olvidaré lo que sucedió a continuación: mientras hablaban personalidades, algunos diputados fueron abandonando el recinto para ir a conversar afuera, o simplemente se fueron, dejando el lugar medio vacío.

Un irrespeto que David no les dejaría pasar.

Conociéndolo ya, vi venir aquella explosión.

Cuando le tocó el turno de hablar a él, dio un discurso contra los políticos de Córdoba y Colombia. Con voz fuerte, cercana al grito, y mencionando apellidos, les preguntó qué de bueno habían hecho ellos por la gente de la región y del país. Se preguntó si los diputados que se habían ido —y los que estaban, pero hablando entre ellos— sabían siquiera quién había sido Zapata Olivella y por qué era motivo de orgullo para Colombia; se preguntó si ellos habían leído En Chimá nace un santo, Tierra mojada o Chambacú, corral de negros. Estaba rojo de la rabia, pero su voz no tembló y su actitud era la de un indígena con arco y flecha en manos apuntando al blanco y dispuesto a morir.

El remate de aquella intervención fue una exclamación que llevaba elogio y a la vez insulto, regaño y reivindicación, pronunciada a metros de las cenizas de un escritor que era —y lo es aún, por desgracia—, más leído y estudiado en África y en Estados Unidos que en su tierra.

Dijo:

—¡Manuel es demasiado muerto para este pueblo!

Fue el titular del periódico al día siguiente. Y con “pueblo”, David no quiso decir la gente común y corriente, por si acaso.

Pero si no hay forma de que olvide aquello, lo que sigue, simplemente, es uno de los episodios más maravillosos y raros e increíbles de mi vida. Luego de otro homenaje a Manuel en el malecón de Lorica —que también terminó mal, y en el que David dijo que cuando muriera no lo llevaran a su pueblo—, me pidió que subiera con él a una embarcación para que hiciera unas fotos en el momento en que esparciera las cenizas sobre las aguas del río Sinú.

Una multitud nos miraba desde la orilla.

Cuando estábamos en mitad del río, David abrió el cofre, e imitando a los pescadores que de madrugada lanzan sus atarrayas para atrapar el sustento, con el mismo swing en los brazos, arrojó a Manuel al Sinú, muy cerca de Boca de Tinajones, para que el maestro, haciendo el trayecto contrario al de sus hermanos esclavos, regresara simbólicamente a África, siguiendo el llamado del mar y de la historia.

Pero gran parte de las cenizas no fueron al río. David las lanzó en la dirección contraria al viento y me cayeron a mí, cubriéndome el pelo, la cara y la cámara fotográfica. Ese instante me lo regaló David. Y desde entonces me he dicho, medio en serio y medio en broma: “A ver si así algún día aprendes a escribir”.

Recuerdo el sabor de las cenizas en mi boca: sabían a gris.

Por Carlos Marín Calderín. Periodista y escritor. Director de Un Río de Libros – Feria de la Lectura de Montería, y asesor general de la Feria del Libro de Valledupar (Felva).

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