En medio de este panorama muy desalentador, hay funcionarios que ejercen con mística, responsabilidad y compromiso, que comprenden que el servicio público es un acto de altruismo y no un trampolín político.
En las entrañas del gabinete municipal de Valledupar se gesta una realidad lamentable y muy recurrente: funcionarios que, embriagados y fascinados por el súbito ascenso al poder, olvidan que su investidura es un mandato de servicio y no un pedestal de egolatría y petulancia. Lo que debería ser una administración enfocada única y exclusivamente en el bienestar ciudadano se convierte en una pasarela de vanidades, donde la gestión pública queda relegada a un segundo plano mientras florecen ambiciones personales y juegos políticos usureros.
Es un fenómeno predecible y, sin embargo, inaceptable. Personajes que antaño eran accesibles, que saludaban con calidez y se mostraban cercanos al ciudadano, hoy erigen barreras infranqueables tras sus escritorios. Sus despachos, que deberían ser espacios de puertas abiertas para atender de primera mano las problemáticas de la ciudad, se convierten en castillos fortificados donde solo acceden aquellos que pueden contribuir a sus agendas personales. La arrogancia y la desidia reemplazan la vocación de servicio, y con ello, la administración pública pierde sus horizontes.
Valledupar enfrenta retos considerables en materia de movilidad, seguridad, infraestructura, educación y salud. Cada secretaría de despacho, cada entidad descentralizada, cada oficina municipal tiene un rol fundamental en la solución de estos problemas. Empero, ¿cómo avanzar cuando quienes tienen la responsabilidad de ejecutar políticas públicas se preocupan más por su imagen que por su función? ¿Cómo exigir eficiencia cuando la política se convierte en un juego de intereses personales y no en un instrumento de transformación social?
No se trata de generalizar. En medio de este panorama muy desalentador, hay funcionarios que ejercen con mística, responsabilidad y compromiso, que comprenden que el servicio público es un acto de altruismo y no un trampolín político. Son aquellos que, sin reflectores ni alardes, trabajan de manera incansablemente para que la administración cumpla con sus objetivos. A ellos, el total reconocimiento. Pero la balanza sigue inclinada hacia la mediocridad de quienes deshonran y mancillan el cargo con su indiferencia y vanidad.
No es necesario enumerar nombres; cada ciudadano, desde su experiencia y vivencia, sabrá construir su propia “lista negra”. Las puertas cerradas, las reuniones postergadas, la soberbia con la que algunos funcionarios desestiman las inquietudes de la comunidad son evidencias incuestionables de quiénes han traicionado el mandato ciudadano. El pueblo observa, y aunque la impunidad de la arrogancia y el silencio cómplice pueda dar la ilusión de perpetuidad, el juicio de la historia es inexorable.
Ser funcionario público no es un privilegio, sino una responsabilidad suprema. No se trata de figurar, sino de ejecutar. No es un título para inflar egos, sino un compromiso con la transformación. Quien no entienda esto, quien vea en la función pública un medio para escalar y no un deber sagrado, está condenado al ostracismo y al desprecio absoluto de aquellos que alguna vez confiaron en su promesa de servicio. Es tiempo de que Valledupar deje atrás el espejismo del poder y recupere la esencia de una administración verdaderamente enfocada en el humanismo.
Por Jesús Alberto Daza
En medio de este panorama muy desalentador, hay funcionarios que ejercen con mística, responsabilidad y compromiso, que comprenden que el servicio público es un acto de altruismo y no un trampolín político.
En las entrañas del gabinete municipal de Valledupar se gesta una realidad lamentable y muy recurrente: funcionarios que, embriagados y fascinados por el súbito ascenso al poder, olvidan que su investidura es un mandato de servicio y no un pedestal de egolatría y petulancia. Lo que debería ser una administración enfocada única y exclusivamente en el bienestar ciudadano se convierte en una pasarela de vanidades, donde la gestión pública queda relegada a un segundo plano mientras florecen ambiciones personales y juegos políticos usureros.
Es un fenómeno predecible y, sin embargo, inaceptable. Personajes que antaño eran accesibles, que saludaban con calidez y se mostraban cercanos al ciudadano, hoy erigen barreras infranqueables tras sus escritorios. Sus despachos, que deberían ser espacios de puertas abiertas para atender de primera mano las problemáticas de la ciudad, se convierten en castillos fortificados donde solo acceden aquellos que pueden contribuir a sus agendas personales. La arrogancia y la desidia reemplazan la vocación de servicio, y con ello, la administración pública pierde sus horizontes.
Valledupar enfrenta retos considerables en materia de movilidad, seguridad, infraestructura, educación y salud. Cada secretaría de despacho, cada entidad descentralizada, cada oficina municipal tiene un rol fundamental en la solución de estos problemas. Empero, ¿cómo avanzar cuando quienes tienen la responsabilidad de ejecutar políticas públicas se preocupan más por su imagen que por su función? ¿Cómo exigir eficiencia cuando la política se convierte en un juego de intereses personales y no en un instrumento de transformación social?
No se trata de generalizar. En medio de este panorama muy desalentador, hay funcionarios que ejercen con mística, responsabilidad y compromiso, que comprenden que el servicio público es un acto de altruismo y no un trampolín político. Son aquellos que, sin reflectores ni alardes, trabajan de manera incansablemente para que la administración cumpla con sus objetivos. A ellos, el total reconocimiento. Pero la balanza sigue inclinada hacia la mediocridad de quienes deshonran y mancillan el cargo con su indiferencia y vanidad.
No es necesario enumerar nombres; cada ciudadano, desde su experiencia y vivencia, sabrá construir su propia “lista negra”. Las puertas cerradas, las reuniones postergadas, la soberbia con la que algunos funcionarios desestiman las inquietudes de la comunidad son evidencias incuestionables de quiénes han traicionado el mandato ciudadano. El pueblo observa, y aunque la impunidad de la arrogancia y el silencio cómplice pueda dar la ilusión de perpetuidad, el juicio de la historia es inexorable.
Ser funcionario público no es un privilegio, sino una responsabilidad suprema. No se trata de figurar, sino de ejecutar. No es un título para inflar egos, sino un compromiso con la transformación. Quien no entienda esto, quien vea en la función pública un medio para escalar y no un deber sagrado, está condenado al ostracismo y al desprecio absoluto de aquellos que alguna vez confiaron en su promesa de servicio. Es tiempo de que Valledupar deje atrás el espejismo del poder y recupere la esencia de una administración verdaderamente enfocada en el humanismo.
Por Jesús Alberto Daza