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Opinión - 14 octubre, 2024

Una boda gallega

Las bodas, ceremonias sagradas que sellan el amor, son siempre motivo de festejo. Celebrar el amor, esa fuerza inquebrantable que mueve al ser humano, es uno de los eventos más sublimes de nuestras tradiciones.

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Las bodas, ceremonias sagradas que sellan el amor, son siempre motivo de festejo. Celebrar el amor, esa fuerza inquebrantable que mueve al ser humano, es uno de los eventos más sublimes de nuestras tradiciones. Hace unos días, asistí a una boda en Ribadavia, una pequeña joya enclavada en la Galicia más profunda, al noroeste de España, donde el viento trae ecos antiguos de historias que nadie recuerda pero que todos sienten. Y, como dicen aquí, fue una pasada.

La ceremonia comenzó en una iglesia de piedra, con un cura que, resulta que era un cinéfilo empedernido, y en lugar de discursos solemnes, nos regaló citas de amor inmortales de películas memorables. Después, los policías amigos de los novios formaron el tradicional pasillo de sables, una antigua costumbre militar que confería a la escena un aire de solemnidad y elegancia.

El convite nos llevó a un viñedo majestuoso, justo a las afueras del pueblo, donde la historia se mezcla con el vino. Era fácil perderse en la vastedad de las viñas, plantadas hace siglos por los romanos, esos mismos que habían entendido la generosidad de la tierra gallega para el cultivo de la uva. Allí, el vino no es solo una bebida, es un elixir ancestral que guarda en cada sorbo los secretos del tiempo. Había vino de todos los tipos, cada uno con su carácter: el Albariño, claro y afrutado, acariciaba el paladar con una suavidad indescriptible, mientras que el Ribeiro, profundo y robusto, evocaba las notas terrenales de las laderas empinadas donde crece.

Pero si hubo algo que me cautivó fue la pulpeira, un rincón donde el pulpo, ese tesoro marino de la gastronomía gallega, se preparaba al instante. La escena era casi teatral: el pulpo hervido, cortado con maestría sobre tablas de madera, aderezado con aceite de oliva y pimentón. 

Y por otro lado, una mesa de quesos que bien podría haber sido una oda a la diversidad: quesos frescos, curados, de cabra, vaca y oveja, algunos suaves como el terciopelo, otros tan intensos como el mismo paisaje.

Galicia es un rincón especial del mundo. Está tan cerca de Portugal que su idioma, el gallego, comparte raíces con el portugués, pero con un acento que es como una canción suave, dulce y nostálgica. Cada palabra es un puente entre dos mundos, el de ayer y el hoy.

Al final, las fronteras se desdibujan en eventos como este. No importa dónde estemos, los momentos cruciales de la vida –una boda, un nacimiento, una despedida– son universales. Lo que buscamos, en cualquier rincón del planeta, es ser felices, compartir con los que amamos, y sentir, aunque sea por un instante, que el mundo es perfecto.

Por: Brenda Barbosa Arzuza 

Instagram: @bbarzuza

Opinión
14 octubre, 2024

Una boda gallega

Las bodas, ceremonias sagradas que sellan el amor, son siempre motivo de festejo. Celebrar el amor, esa fuerza inquebrantable que mueve al ser humano, es uno de los eventos más sublimes de nuestras tradiciones.


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Las bodas, ceremonias sagradas que sellan el amor, son siempre motivo de festejo. Celebrar el amor, esa fuerza inquebrantable que mueve al ser humano, es uno de los eventos más sublimes de nuestras tradiciones. Hace unos días, asistí a una boda en Ribadavia, una pequeña joya enclavada en la Galicia más profunda, al noroeste de España, donde el viento trae ecos antiguos de historias que nadie recuerda pero que todos sienten. Y, como dicen aquí, fue una pasada.

La ceremonia comenzó en una iglesia de piedra, con un cura que, resulta que era un cinéfilo empedernido, y en lugar de discursos solemnes, nos regaló citas de amor inmortales de películas memorables. Después, los policías amigos de los novios formaron el tradicional pasillo de sables, una antigua costumbre militar que confería a la escena un aire de solemnidad y elegancia.

El convite nos llevó a un viñedo majestuoso, justo a las afueras del pueblo, donde la historia se mezcla con el vino. Era fácil perderse en la vastedad de las viñas, plantadas hace siglos por los romanos, esos mismos que habían entendido la generosidad de la tierra gallega para el cultivo de la uva. Allí, el vino no es solo una bebida, es un elixir ancestral que guarda en cada sorbo los secretos del tiempo. Había vino de todos los tipos, cada uno con su carácter: el Albariño, claro y afrutado, acariciaba el paladar con una suavidad indescriptible, mientras que el Ribeiro, profundo y robusto, evocaba las notas terrenales de las laderas empinadas donde crece.

Pero si hubo algo que me cautivó fue la pulpeira, un rincón donde el pulpo, ese tesoro marino de la gastronomía gallega, se preparaba al instante. La escena era casi teatral: el pulpo hervido, cortado con maestría sobre tablas de madera, aderezado con aceite de oliva y pimentón. 

Y por otro lado, una mesa de quesos que bien podría haber sido una oda a la diversidad: quesos frescos, curados, de cabra, vaca y oveja, algunos suaves como el terciopelo, otros tan intensos como el mismo paisaje.

Galicia es un rincón especial del mundo. Está tan cerca de Portugal que su idioma, el gallego, comparte raíces con el portugués, pero con un acento que es como una canción suave, dulce y nostálgica. Cada palabra es un puente entre dos mundos, el de ayer y el hoy.

Al final, las fronteras se desdibujan en eventos como este. No importa dónde estemos, los momentos cruciales de la vida –una boda, un nacimiento, una despedida– son universales. Lo que buscamos, en cualquier rincón del planeta, es ser felices, compartir con los que amamos, y sentir, aunque sea por un instante, que el mundo es perfecto.

Por: Brenda Barbosa Arzuza 

Instagram: @bbarzuza