En las últimas semanas se ha vivido una intensa actividad en Valledupar, producto de las protestas protagonizadas por algunos estudiantes de la Universidad Popular del Cesar, UPC.
Por Jonathan Malagón
En las últimas semanas se ha vivido una intensa actividad en Valledupar, producto de las protestas protagonizadas por algunos estudiantes de la Universidad Popular del Cesar, UPC.
Estruendosos cacerolazos, un ingenuo paro en vacaciones, un plantón frente a la Gobernación e incluso una insípida huelga de hambre hicieron parte de las manifestaciones.
¿A quién van dirigidas las críticas? Al joven Gobernador del Cesar. ¿Qué reclaman los estudiantes? La reversión de la medida que suspende las becas con recursos del departamento y las convierte en créditos.
Un vistazo más detallado a la situación ayuda a concluir que la protesta, que en principio parece justa, no lo es tanto, y permite entender por qué una vasta porción del estudiantado – como suele pasar en las universidades públicas – no está de acuerdo con quienes se hacen llamar sus representantes.
Lo primero que cabe decir es que las ayudas a los estudiantes no desaparecen. El fondo que concentra estos estímulos, lejos de descapitalizarse, busca fortalecerse con la adopción de estas medidas.
En la práctica, los estudiantes pueden seguir gozando de las becas, toda vez que la totalidad de los créditos son condonables.
Sin embargo, la gratuidad está sujeta al cumplimiento de dos requisitos básicos: permanencia en la universidad y un promedio de al menos 3,7 sobre 5. En caso de faltar a alguno de los dos condicionantes, el dinero debe ser devuelto a la entidad.
Dos reiteradas críticas han saltado al ruedo por parte de estudiantes y pandos analistas locales. La primera, consiste en afirmar que con esta propuesta se busca desmantelar la universidad pública y violar el derecho a la educación.
La segunda se refiere a que la medida de la no deserción es innecesaria, mientras que la del promedio mínimo es inequitativa, pues los estudiantes más pobres suelen venir de colegios públicos de menor calidad, lo cual se refleja, a la postre, en su rendimiento universitario.
La primera crítica es un sofisma de distracción. A mi juicio, es innegable la necesidad de una educación pública fuerte en un país como Colombia, propósito que en nada se ve afectado con la migración de becas sin condicionamientos a créditos condonables.
El segundo argumento es rebatible. El condicionante a la permanencia en la universidad es trivial, ya que previene el delito de entregarle dinero a un particular por un concepto que no satisface.
En cuanto a la presunta inequidad, es indudable que el criterio de acceso a la ayuda financiera debe ser progresivo, por eso al otorgar los créditos se prioriza sanamente a los estudiantes más necesitados.
El umbral de 3,7 en el promedio de notas, que no es precisamente el de una lumbrera, es un incentivo para que quien recibe el crédito muestre un mínimo de esfuerzo y consagración académica que le permita la condonación del mismo.
En cualquier caso, si un estudiante no logra este promedio o debe retirarse temporalmente de la universidad, se sigue viendo beneficiado por un generoso crédito educativo por parte de la gobernación.
En mi opinión, no solo en la UPC, sino en todas las universidades públicas, los créditos deberían ser para los más necesitados, pero las condonaciones y estímulos deberían estar condicionados a la no deserción y a un rendimiento académico mínimo.
Este tipo de medidas ayudan a prevenir la existencia de los parásitos sociales que duran una década en las universidades públicas a costa de nuestros impuestos, negándoles la oportunidad a otros de convertirse en profesionales.
Ojalá tuviéramos más estudiantes protestando por la calidad de los programas, por la no acreditación de los mismos, por la insuficiencia de profesores con doctorado o por el mal manejo de la segunda lengua en la educación superior. Casualmente, estos temas no preocupan a los incapaces de sacar un promedio de 3,7.
Columna originalmente publicada en Larepublica.co.
En las últimas semanas se ha vivido una intensa actividad en Valledupar, producto de las protestas protagonizadas por algunos estudiantes de la Universidad Popular del Cesar, UPC.
Por Jonathan Malagón
En las últimas semanas se ha vivido una intensa actividad en Valledupar, producto de las protestas protagonizadas por algunos estudiantes de la Universidad Popular del Cesar, UPC.
Estruendosos cacerolazos, un ingenuo paro en vacaciones, un plantón frente a la Gobernación e incluso una insípida huelga de hambre hicieron parte de las manifestaciones.
¿A quién van dirigidas las críticas? Al joven Gobernador del Cesar. ¿Qué reclaman los estudiantes? La reversión de la medida que suspende las becas con recursos del departamento y las convierte en créditos.
Un vistazo más detallado a la situación ayuda a concluir que la protesta, que en principio parece justa, no lo es tanto, y permite entender por qué una vasta porción del estudiantado – como suele pasar en las universidades públicas – no está de acuerdo con quienes se hacen llamar sus representantes.
Lo primero que cabe decir es que las ayudas a los estudiantes no desaparecen. El fondo que concentra estos estímulos, lejos de descapitalizarse, busca fortalecerse con la adopción de estas medidas.
En la práctica, los estudiantes pueden seguir gozando de las becas, toda vez que la totalidad de los créditos son condonables.
Sin embargo, la gratuidad está sujeta al cumplimiento de dos requisitos básicos: permanencia en la universidad y un promedio de al menos 3,7 sobre 5. En caso de faltar a alguno de los dos condicionantes, el dinero debe ser devuelto a la entidad.
Dos reiteradas críticas han saltado al ruedo por parte de estudiantes y pandos analistas locales. La primera, consiste en afirmar que con esta propuesta se busca desmantelar la universidad pública y violar el derecho a la educación.
La segunda se refiere a que la medida de la no deserción es innecesaria, mientras que la del promedio mínimo es inequitativa, pues los estudiantes más pobres suelen venir de colegios públicos de menor calidad, lo cual se refleja, a la postre, en su rendimiento universitario.
La primera crítica es un sofisma de distracción. A mi juicio, es innegable la necesidad de una educación pública fuerte en un país como Colombia, propósito que en nada se ve afectado con la migración de becas sin condicionamientos a créditos condonables.
El segundo argumento es rebatible. El condicionante a la permanencia en la universidad es trivial, ya que previene el delito de entregarle dinero a un particular por un concepto que no satisface.
En cuanto a la presunta inequidad, es indudable que el criterio de acceso a la ayuda financiera debe ser progresivo, por eso al otorgar los créditos se prioriza sanamente a los estudiantes más necesitados.
El umbral de 3,7 en el promedio de notas, que no es precisamente el de una lumbrera, es un incentivo para que quien recibe el crédito muestre un mínimo de esfuerzo y consagración académica que le permita la condonación del mismo.
En cualquier caso, si un estudiante no logra este promedio o debe retirarse temporalmente de la universidad, se sigue viendo beneficiado por un generoso crédito educativo por parte de la gobernación.
En mi opinión, no solo en la UPC, sino en todas las universidades públicas, los créditos deberían ser para los más necesitados, pero las condonaciones y estímulos deberían estar condicionados a la no deserción y a un rendimiento académico mínimo.
Este tipo de medidas ayudan a prevenir la existencia de los parásitos sociales que duran una década en las universidades públicas a costa de nuestros impuestos, negándoles la oportunidad a otros de convertirse en profesionales.
Ojalá tuviéramos más estudiantes protestando por la calidad de los programas, por la no acreditación de los mismos, por la insuficiencia de profesores con doctorado o por el mal manejo de la segunda lengua en la educación superior. Casualmente, estos temas no preocupan a los incapaces de sacar un promedio de 3,7.
Columna originalmente publicada en Larepublica.co.