Hay lugares que no aparecen en las guías de viaje ni en los hashtags de Instagram, pero que guardan escenas dignas de una película. Hoy fui testigo de una de esas, una comida familiar en Gusendos de los Oteros. Un nombre tan curioso como el lugar mismo, que suena a conjuro antiguo. Un pueblo escondido en la España profunda, donde el tiempo parece ir más lento y los silencios se llenan con historias que huelen a fritos y pan recién horneado.
Allí, en una cueva antigua, de esas que antes servían para fermentar vino y ahora son testigos de banquetes inesperados, mis padres (mi mamá y Rafa, su esposo y mi figura paterna en esta tierra adoptiva) me invitaron a un restaurante que, por fuera, parecía más bien un bar olvidado. Humilde, algo desaliñado, sin más pretensión que la de abrir sus puertas. Pero adentro… ¡qué experiencia!
De entrada, pedimos una tabla de embutidos: chorizo picante, salchichón, quesos frescos y añejos, todos con ese sabor de casa antigua. Luego unas anchoas con queso y aceitunas, una ensalada con los tomates perfectamente pelados (detalle que, como buena colombiana, me pareció un acto a resaltar) y de plato fuerte un pulpo tierno, perfectamente hecho, y un bacalao que sabía a mar. Los postres, caseros, eran pura gloria. Simples, de esos que no necesitan presentación porque se sienten como volver a casa de la abuela.
Y, sin embargo, nada absolutamente nada, fue tan inolvidable como la dueña del lugar. Un personaje digno de cine. Ni siquiera sé si de terror o comedia. Podría haber salido de Matilda como una versión rural de Tronchatoro.
No llevaba delantal. Tampoco sonrisa. Era una mujer robusta, de carnes vivas y sin pudores. Sudaba con dignidad y sus pechos, caídos hasta casi el ombligo, se movían al compás de su autoridad. Era ella quien abría la puerta, tomaba los pedidos, servía los platos, cocinaba, cobraba… y gritaba. Sí, gritaba desde la cocina como si estuviera domando leones desde su pedestal.
Cuando llegamos, lo primero que dijo fue que estaban “prohibidos los tuppers”. Un anuncio que parecía salido de la nada, hasta que vi la mirada culpable de Rafa, que claramente había considerado llevarse una parte del festín a casa.
Durante toda la comida, desde el fondo de la cueva, se escuchaban sus gritos. No de sufrimiento, sino de mando. De “esto se hace como yo digo”. Algunos nuevos clientes se veían confundidos, incómodos. Pero lo curioso es que el sitio estaba lleno. Y eso me hizo pensar.
Tal vez ya no vamos a los restaurantes solo a comer. Tal vez buscamos algo más, una historia, una experiencia, una anécdota que contar. Y eso, sin duda, lo encontramos allí.
Y en esa cueva de Gusendos de los Oteros, me llevé algo más que una comida, me llevé una postal viva de esa España que no sale en las revistas, pero que tiene más alma que mil estrellas Michelin.
Por: Brenda Barbosa Arzuza.












