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A José Gregorio lo volví a ver una mañana en la habitación principal de la casa de las Mendoza Ramos.
Me entregó su cabás y nos dirigimos a la sala donde permanecían las mujeres que fueron a buscarme a la escuela. Estaban inclinadas y miraban hacia el suelo. Las escuché orar, sus voces producían un sonido ronco y continuo.