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Síndrome de los zapatos viejos

¡Nos está pasando lo del síndrome de los zapatos viejos! Cuando envejecen, se vuelven cómodos y es una delicia calzarlos.

Eloy Gutiérrez Anaya, columnista de EL PILÓN.

Eloy Gutiérrez Anaya, columnista de EL PILÓN.

Por: Eloy

@el_pilon

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¡Nos está pasando lo del síndrome de los zapatos viejos! Cuando envejecen, se vuelven cómodos y es una delicia calzarlos. Sin embargo, el desgaste y el deterioro se notan para todos, menos para el dueño. Los limpiamos y los seguimos usando, pero basta con pasar frente a una vitrina para darnos cuenta de que ya necesitan cambio. La diferencia es obvia y el efecto inmediato: hay que comprar unos nuevos.

Así está la ciudad hoy. Entró en metástasis. Está como los zapatos viejos, pero peor. Por más que se limpien o se pinten, al final terminan mostrando su deterioro, y gritan con urgencia que deben ser cambiados. Con la diferencia de que la ciudad no puede reemplazarse por una nueva, porque el problema no son los zapatos, sino quien los calza: sus habitantes. Por supuesto, incluyéndome, porque también debo aceptar mi cuota de responsabilidad.

Por donde uno se meta se respira desorden y ausencia total de amor por esta tierra. Todos andamos acelerados: el de la camioneta le pita como loco al del carro pequeño porque quiere pasarlo por encima. Su afán, claro, es más importante. Es lógico, porque el que va en una camioneta TXL es “más importante” que el que conduce un Spark GT. El del carro pequeño quisiera, en el fondo, arrollar al de la moto, porque estos personajes parecen ser los mayores responsables del caos. Y estos, a su vez, quisieran llevarse por delante al ciclista que se atraviesa como suicida. Es una espiral de caos donde las normas son un saludo a la bandera y nadie pone de su parte.

Lo nuevo que se inaugura, al día siguiente está roto. Hablo de calles, andenes, parques, buses, todo lo que embellece o intenta dignificarnos. Mientras tanto, convivimos por días, semanas o años con ríos de aguas negras frente a clínicas, colegios y universidades. Y ahí vamos, esquivando, saltando, viendo niños nadar en las calles con aguas putrefactas, y ya ni nos inmutamos. Nadie llama a la empresa de acueducto, porque es normal que no atiendan. El problema ya es parte del paisaje.

Antes se apelaba al riesgo de salud y eso conmovía, hacía que corrieran. Pero si hoy encuentran cadáveres desmembrados y podridos en bolsas, y a nadie le asombra, ¿qué sentido tiene correr por un manjol abierto?

Lo peor es que nuestras llamadas “autoridades” viven en otra galaxia. Sobornan con migajas al presidente de la junta para que se haga el loco con la alcantarilla rota. El de más arriba espera con ansias los días de feria (elecciones) para vender conciencias. Y el político de turno busca clavar otro impuesto a los más pendejos, porque sabe que nadie va a protestar.

Los que deberían hablar callan con asquerosa complicidad, atragantados con el mismo dinero que compró los votos de un barrio hoy hundido en basura y delincuencia. Pero alguien les dijo en redes que somos el país más feliz del mundo. Por eso sacan un bafle, lo ponen a todo volumen y se intoxican con licor tres días. Y quien se oponga es estigmatizado y aislado.

Pero lo más humillante: aquí se premia al que piensa de la manera más mediocre. Así se asciende en la escala de la corrupción. Así de podridos estamos. Así de rotos están nuestros zapatos.

Adenda: La próxima semana sigo con mis historias. Hoy solo hice una pausa para desahogarme. 

Por: Eloy Gutiérrez Anaya.

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