Nicolás Maestre, el de la casita en el Cañaguate donde el amor renace cada mañana y se esparce como perfume de jazmín en toda la cuadra, el que contempló extasiado arreboles de la tarde que le incitaron el alma a cantarle al amor, el hijo de Rafael el hachero, en una de las tantas simbiosis […]
Nicolás Maestre, el de la casita en el Cañaguate donde el amor renace cada mañana y se esparce como perfume de jazmín en toda la cuadra, el que contempló extasiado arreboles de la tarde que le incitaron el alma a cantarle al amor, el hijo de Rafael el hachero, en una de las tantas simbiosis que tuvo con su entorno, construyó los versos más bellos que hasta hoy se le han tributado al río Guatapurí y, con la ayuda de musas viajeras que andan por el mundo inspirando canciones, los adornó musicalmente para entregarle al mundo y a su terruño una obra poética y musical que, a quienes crecimos bajo su influencia, nos toca las fibras más sensibles de nuestro ser y sentir: El rey del Valle.
“Bajando desde lo alto de la sierra, majestuosamente viene deslizándose hasta aquí, cruzando montes, llanos y veredas y regando arroceras, nos baña el Guatapurí”, dice la primera estrofa; “De día la lavandera lo besa, y de noche la luna lo abraza, y si arriba le cae un aguacero: ¡Tiemblan los perehuétanos de miedo!”, sugiere metafóricamente su estribillo. Pues bien, ese río macondiano de aguas diáfanas que se precipitaba por un “lecho de piedras blancas y enormes como huevos prehistóricos” y que arrulló con su canción armónica el transcurrir cotidiano de los habitantes ribereños de la otrora aldea valduparense, se encuentra en una especie de cuidados intensivos por la irracionalidad y barbarie a las que ha sido sometido en los últimos 50 años.
Los perehuétanos están al borde de la extinción, las especies piscícolas que una vez coqueteaban alegres en sus aguas, pero prevenidas ante la posibilidad de caer atrapadas en la atarraya de un pescador vallenato que se abría y en el acto se abrazaba al Guatapurí, aparecen hoy como un tenue recuerdo de un pasado glorioso. Los colibrí, azulejos, canarios, turpiales, gorrioncillos pecho amarillo y otras especies de aves multicolores que acompañaban el canto lastimero de la sirena de Hurtado desaparecieron.
Las mariposas amarillas de Mauricio Babilonia ya no son testigos mudos del equilibrio sistémico y ecológico de épocas anteriores. De aquel amor tan grande, como dice Marciano Martínez, ya no queda nada. Y a ese catastrófico resultado han contribuido sobre todo las absurdas concesiones que le canalizaron las venas, no para hidratarlo, sino para apropiarse de su líquido a través de acequias sin retorno.
Resulta oportuno y pertinente entonces la campaña “Todos por el Guatapurí” liderada en buena hora por el diario EL PILÓN a través de la serie de dramáticos informes sobre su situación que atisban la conciencia ciudadana para su recuperación y preservación, de manera que un día no muy lejano podamos hacer alarde otra vez con convicción y entusiasmo de aquel verso final de la canción “Sueño triste” de Ricardo Cárdenas: ¡El Guatapurí canta todavía!
Nicolás Maestre, el de la casita en el Cañaguate donde el amor renace cada mañana y se esparce como perfume de jazmín en toda la cuadra, el que contempló extasiado arreboles de la tarde que le incitaron el alma a cantarle al amor, el hijo de Rafael el hachero, en una de las tantas simbiosis […]
Nicolás Maestre, el de la casita en el Cañaguate donde el amor renace cada mañana y se esparce como perfume de jazmín en toda la cuadra, el que contempló extasiado arreboles de la tarde que le incitaron el alma a cantarle al amor, el hijo de Rafael el hachero, en una de las tantas simbiosis que tuvo con su entorno, construyó los versos más bellos que hasta hoy se le han tributado al río Guatapurí y, con la ayuda de musas viajeras que andan por el mundo inspirando canciones, los adornó musicalmente para entregarle al mundo y a su terruño una obra poética y musical que, a quienes crecimos bajo su influencia, nos toca las fibras más sensibles de nuestro ser y sentir: El rey del Valle.
“Bajando desde lo alto de la sierra, majestuosamente viene deslizándose hasta aquí, cruzando montes, llanos y veredas y regando arroceras, nos baña el Guatapurí”, dice la primera estrofa; “De día la lavandera lo besa, y de noche la luna lo abraza, y si arriba le cae un aguacero: ¡Tiemblan los perehuétanos de miedo!”, sugiere metafóricamente su estribillo. Pues bien, ese río macondiano de aguas diáfanas que se precipitaba por un “lecho de piedras blancas y enormes como huevos prehistóricos” y que arrulló con su canción armónica el transcurrir cotidiano de los habitantes ribereños de la otrora aldea valduparense, se encuentra en una especie de cuidados intensivos por la irracionalidad y barbarie a las que ha sido sometido en los últimos 50 años.
Los perehuétanos están al borde de la extinción, las especies piscícolas que una vez coqueteaban alegres en sus aguas, pero prevenidas ante la posibilidad de caer atrapadas en la atarraya de un pescador vallenato que se abría y en el acto se abrazaba al Guatapurí, aparecen hoy como un tenue recuerdo de un pasado glorioso. Los colibrí, azulejos, canarios, turpiales, gorrioncillos pecho amarillo y otras especies de aves multicolores que acompañaban el canto lastimero de la sirena de Hurtado desaparecieron.
Las mariposas amarillas de Mauricio Babilonia ya no son testigos mudos del equilibrio sistémico y ecológico de épocas anteriores. De aquel amor tan grande, como dice Marciano Martínez, ya no queda nada. Y a ese catastrófico resultado han contribuido sobre todo las absurdas concesiones que le canalizaron las venas, no para hidratarlo, sino para apropiarse de su líquido a través de acequias sin retorno.
Resulta oportuno y pertinente entonces la campaña “Todos por el Guatapurí” liderada en buena hora por el diario EL PILÓN a través de la serie de dramáticos informes sobre su situación que atisban la conciencia ciudadana para su recuperación y preservación, de manera que un día no muy lejano podamos hacer alarde otra vez con convicción y entusiasmo de aquel verso final de la canción “Sueño triste” de Ricardo Cárdenas: ¡El Guatapurí canta todavía!