El silencio de los guatapurienses era notable, ahora solo escuchábamos las sinfonías de canarios, mochuelos, azulejos, cardenales y parvadas de aves migratorias que acampaban en estos lares para continuar su largo viaje.
No soy un gurú que vaticina el futuro, tampoco sé qué nos depara esta ciudad después de esta brutal pandemia que devora la insensatez humana. Voy a contar una visión, el Valledupar poscovid-19. Fue una ciudad caótica pero ya nadie circulaba como manada desbocada de burros cimarrones en las sabanas de Los Venados y Camperucho. El tráfico fluía y no había trancones porque la devastadora y colosal pandemia nos educó. Todos respetábamos.
Lee también: ¿Llegó el final del río Guatapurí?
Las avenidas fueron colmadas por un manto verde de guayacanes, carretos y corazón finos. Nacían por todas partes, sus semillas arrastradas por el viento, bandadas de pericos y aves migratorias las esparcían por los bulevares llenos de concreto, fue tanto el querer nacer que entre las juntas de sus adoquines germinaban.
Lo mismo ocurrió con el cauce del Río Guatapurí, su caudal fue aumentando paulatinamente a medida que se auto regeneraban sus riberas en las cuencas altas y medias; ya las avenidas no fluctuaban cada 30 años, sino que eran más frecuentes; solo fue noticia de un día la devastadora hecatombe de mil familias arrasadas que ocupaban su margen derecha, como “el periódico de ayer fue titular que alcanzó página entera, pero hoy es materia olvidada”.
Los monos aulladores, osos hormigueros, venados, tigrillos y demás fauna propia del territorio fueron poblando sus márgenes a lo largo de los 85 kilómetros del cauce.
No dejes de leer: El río Guatapurí no pierde el encanto
La temperatura cambió, las aguas cristalinas permitían ver los bancos de doradas y bocachicos a millardos, en los huevos prehistóricos se apreciaban coroncoros gigantes; sobre las zonas adyacentes a las cuencas eran tan abundantes las cosechas que la antigua ciudad llamada Valledupar se convirtió en una despensa planetaria.
Solo quedó un pequeño lunar en este paraíso de ciudad verde, el mármol de sus plazas era tan inmensamente caliente que no permitía la germinación de semillas y el árbol histórico de mango sucumbió ante tamaña desfachatez, nadie se le medía a restablecer el equilibrio, se estaba esperando que la ciudad la administrara un ilustre ciudadano de Júpiter, pues había tanto odio trasmitido por el ADN de generaciones que era imposible lograrlo. La comunidad lanzó un S.O.S a nivel orbital y un aventurero interplanetario se le midió.
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Al río asistían todos los ciudadanos a rememorar sus historias y llevar ofrendas a las almas perdidas. Ya no éramos vallenatos, solo éramos ‘guatapurienses’. El río que vio nacer la aldea la transformó en una pequeña pero próspera ciudad con lo que quedó después del Armagedón, no más de 100 mil habitantes. Hubo que demoler gran cantidad de jaulas de concreto inhabitadas para evitar nuevos focos de infección.
Los canales de las Mercedes y el arroyo el Mamón se convirtieron en inmensas alamedas que también fueron pobladas al igual que los 85 kilómetros del cauce del Guatapurí por inmensos pereguetanos, ceibas con sus cacambales, caracolíes, guamas, cañandongas y guamachos.
El silencio de los guatapurienses era notable, ahora solo escuchábamos las sinfonías de canarios, mochuelos, azulejos, cardenales y parvadas de aves migratorias que acampaban en estos lares para continuar su largo viaje. Nacieron nuevos juglares, el folclor se reinventó, el paisaje natural motiva la creación.
No dejes de leer: Un Pomca para conservar el río Guatapurí
La decadencia del turismo global permitió a la ciudad del Guatapurí seguir conservando sus costumbres y su alto arraigo por una nueva forma de economía basada en la agricultura y ganadería respetuosa del medio natural donde todos ganan.
No es una utopía, son simplemente los efectos de nuestro comportamiento virulento para con nuestros prójimos, nuestra ciudad y el medio natural.
Por: Santander Beleño Perez Grupo de Desarrollo Urbano de Valledupar.
El silencio de los guatapurienses era notable, ahora solo escuchábamos las sinfonías de canarios, mochuelos, azulejos, cardenales y parvadas de aves migratorias que acampaban en estos lares para continuar su largo viaje.
No soy un gurú que vaticina el futuro, tampoco sé qué nos depara esta ciudad después de esta brutal pandemia que devora la insensatez humana. Voy a contar una visión, el Valledupar poscovid-19. Fue una ciudad caótica pero ya nadie circulaba como manada desbocada de burros cimarrones en las sabanas de Los Venados y Camperucho. El tráfico fluía y no había trancones porque la devastadora y colosal pandemia nos educó. Todos respetábamos.
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Las avenidas fueron colmadas por un manto verde de guayacanes, carretos y corazón finos. Nacían por todas partes, sus semillas arrastradas por el viento, bandadas de pericos y aves migratorias las esparcían por los bulevares llenos de concreto, fue tanto el querer nacer que entre las juntas de sus adoquines germinaban.
Lo mismo ocurrió con el cauce del Río Guatapurí, su caudal fue aumentando paulatinamente a medida que se auto regeneraban sus riberas en las cuencas altas y medias; ya las avenidas no fluctuaban cada 30 años, sino que eran más frecuentes; solo fue noticia de un día la devastadora hecatombe de mil familias arrasadas que ocupaban su margen derecha, como “el periódico de ayer fue titular que alcanzó página entera, pero hoy es materia olvidada”.
Los monos aulladores, osos hormigueros, venados, tigrillos y demás fauna propia del territorio fueron poblando sus márgenes a lo largo de los 85 kilómetros del cauce.
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La temperatura cambió, las aguas cristalinas permitían ver los bancos de doradas y bocachicos a millardos, en los huevos prehistóricos se apreciaban coroncoros gigantes; sobre las zonas adyacentes a las cuencas eran tan abundantes las cosechas que la antigua ciudad llamada Valledupar se convirtió en una despensa planetaria.
Solo quedó un pequeño lunar en este paraíso de ciudad verde, el mármol de sus plazas era tan inmensamente caliente que no permitía la germinación de semillas y el árbol histórico de mango sucumbió ante tamaña desfachatez, nadie se le medía a restablecer el equilibrio, se estaba esperando que la ciudad la administrara un ilustre ciudadano de Júpiter, pues había tanto odio trasmitido por el ADN de generaciones que era imposible lograrlo. La comunidad lanzó un S.O.S a nivel orbital y un aventurero interplanetario se le midió.
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Al río asistían todos los ciudadanos a rememorar sus historias y llevar ofrendas a las almas perdidas. Ya no éramos vallenatos, solo éramos ‘guatapurienses’. El río que vio nacer la aldea la transformó en una pequeña pero próspera ciudad con lo que quedó después del Armagedón, no más de 100 mil habitantes. Hubo que demoler gran cantidad de jaulas de concreto inhabitadas para evitar nuevos focos de infección.
Los canales de las Mercedes y el arroyo el Mamón se convirtieron en inmensas alamedas que también fueron pobladas al igual que los 85 kilómetros del cauce del Guatapurí por inmensos pereguetanos, ceibas con sus cacambales, caracolíes, guamas, cañandongas y guamachos.
El silencio de los guatapurienses era notable, ahora solo escuchábamos las sinfonías de canarios, mochuelos, azulejos, cardenales y parvadas de aves migratorias que acampaban en estos lares para continuar su largo viaje. Nacieron nuevos juglares, el folclor se reinventó, el paisaje natural motiva la creación.
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La decadencia del turismo global permitió a la ciudad del Guatapurí seguir conservando sus costumbres y su alto arraigo por una nueva forma de economía basada en la agricultura y ganadería respetuosa del medio natural donde todos ganan.
No es una utopía, son simplemente los efectos de nuestro comportamiento virulento para con nuestros prójimos, nuestra ciudad y el medio natural.
Por: Santander Beleño Perez Grupo de Desarrollo Urbano de Valledupar.