A pesar de ser caballo, me degradan cuando a mi carreta le dicen carro de mula.
Al verme, algunos curiosos aficionados a la caballería rememoran los nombres de los caballos famosos de la historia: Pegaso, en la mitología griega, el caballo alado de los dioses del Olimpo. Babieca de El Cid Campeador. Rocinante de Don Quijote de la Mancha; Bucéfalo del emperador Alejandro Magno; Palomo del libertador Simón Bolívar. Pero yo no tengo nombre, sólo soy un caballo esclavizado que arrastra el peso de una carreta por las calles de la ciudad.
A pesar de ser caballo, me degradan cuando a mi carreta le dicen carro de mula. Yo prefiero el nombre de carreta de caballo, porque según unos analfabetas cristianos la mula fue maldita por comerse la hierba del pesebre en Belén, y Dios la maldijo con la esterilidad. Aunque yo sé, que eso es leyenda, pero la tradición se hace costumbre. La mula es el resultado de un cruce entre caballo y asno. Las mulas son casi siempre estériles o semiestériles, en raras ocasiones pueden generar óvulos fértiles; pero los machos (mulos) son estériles por un problema en la glándula seminal.
Es cierto que nadie debe cambiarse por otro; pero a veces yo quisiera ser ‘El Faraón’, ese caballo del poeta Diomedes Daza que Valledupar siempre recuerda, porque en aquella tarde lluviosa de septiembre (04/2001) cuando una enlutada cabalgata acompañaba el sepelio del poeta y ‘El Faraón’ de la mano de un cuidador de la finca, al notar la ausencia de su jinete un aguacero de lágrimas bañaba su cara. Sólo quisiera ser ‘El Faraón’ para demostrarle a la gente que todos los caballos somos fieles a la amistad y al jinete.
No soy caballo de elegantes coches de matrimonios de reyes, de turistas o de carrozas fúnebres de príncipes. Soy un equino escuálido, condenado al trabajo. No tengo descanso ni derecho a pensionarme, no descanso en la vejez, me esclavizan en las ciudades. Envejecido, con los colmillos desgastados y encorvados, el irónico refrán: “a caballo regalado no se le mira el colmillo”.
Nadie piensa en mí, como un ser con sus derechos y sus parabienes. Vivo condenado a la soledad, no tengo la libertad del disfrute de los instintos eróticos, no hay yegua a mi alcance, ni una burra mansa.
Sometido a sol y lluvia, a pesadas cargas, y lo peor, a fuetazos lacerantes, obligado a transitar en vías contrarias, a pasar semáforos en rojo y a recibir madrazos de conductores acelerados y mezquinos. No tengo descanso, no puedo saciar mi apetito, unas migajas de hierbas o unos cuantos granos de maíz. Si mi amo se emborracha, permanezco todo un día amarrado a una reja o a un tronco, y se olvida que me da sed y me da hambre.
De mí sólo se acuerdan los políticos cuando están en campañas, me utilizan para sus caravanas, me adoran como arlequín de carnaval, en mi carruaje exhiben sus propagandas. Y después, soy uno más de sus promesas en olvido. Quedo como dice Adolfo Pacheco en su canción ‘El mochuelo’: “Para el animal no hay un Dios que lo bendiga”. Aunque hay una Sociedad Protectora de Animales, para ella no existo. Sus miembros son indiferentes ante los frecuentes asedios de maltratos, abusos e improperios. Al final soy un esqueleto andante, lacerado de llagas y de olvido.
Por José Atuesta Mindiola.
A pesar de ser caballo, me degradan cuando a mi carreta le dicen carro de mula.
Al verme, algunos curiosos aficionados a la caballería rememoran los nombres de los caballos famosos de la historia: Pegaso, en la mitología griega, el caballo alado de los dioses del Olimpo. Babieca de El Cid Campeador. Rocinante de Don Quijote de la Mancha; Bucéfalo del emperador Alejandro Magno; Palomo del libertador Simón Bolívar. Pero yo no tengo nombre, sólo soy un caballo esclavizado que arrastra el peso de una carreta por las calles de la ciudad.
A pesar de ser caballo, me degradan cuando a mi carreta le dicen carro de mula. Yo prefiero el nombre de carreta de caballo, porque según unos analfabetas cristianos la mula fue maldita por comerse la hierba del pesebre en Belén, y Dios la maldijo con la esterilidad. Aunque yo sé, que eso es leyenda, pero la tradición se hace costumbre. La mula es el resultado de un cruce entre caballo y asno. Las mulas son casi siempre estériles o semiestériles, en raras ocasiones pueden generar óvulos fértiles; pero los machos (mulos) son estériles por un problema en la glándula seminal.
Es cierto que nadie debe cambiarse por otro; pero a veces yo quisiera ser ‘El Faraón’, ese caballo del poeta Diomedes Daza que Valledupar siempre recuerda, porque en aquella tarde lluviosa de septiembre (04/2001) cuando una enlutada cabalgata acompañaba el sepelio del poeta y ‘El Faraón’ de la mano de un cuidador de la finca, al notar la ausencia de su jinete un aguacero de lágrimas bañaba su cara. Sólo quisiera ser ‘El Faraón’ para demostrarle a la gente que todos los caballos somos fieles a la amistad y al jinete.
No soy caballo de elegantes coches de matrimonios de reyes, de turistas o de carrozas fúnebres de príncipes. Soy un equino escuálido, condenado al trabajo. No tengo descanso ni derecho a pensionarme, no descanso en la vejez, me esclavizan en las ciudades. Envejecido, con los colmillos desgastados y encorvados, el irónico refrán: “a caballo regalado no se le mira el colmillo”.
Nadie piensa en mí, como un ser con sus derechos y sus parabienes. Vivo condenado a la soledad, no tengo la libertad del disfrute de los instintos eróticos, no hay yegua a mi alcance, ni una burra mansa.
Sometido a sol y lluvia, a pesadas cargas, y lo peor, a fuetazos lacerantes, obligado a transitar en vías contrarias, a pasar semáforos en rojo y a recibir madrazos de conductores acelerados y mezquinos. No tengo descanso, no puedo saciar mi apetito, unas migajas de hierbas o unos cuantos granos de maíz. Si mi amo se emborracha, permanezco todo un día amarrado a una reja o a un tronco, y se olvida que me da sed y me da hambre.
De mí sólo se acuerdan los políticos cuando están en campañas, me utilizan para sus caravanas, me adoran como arlequín de carnaval, en mi carruaje exhiben sus propagandas. Y después, soy uno más de sus promesas en olvido. Quedo como dice Adolfo Pacheco en su canción ‘El mochuelo’: “Para el animal no hay un Dios que lo bendiga”. Aunque hay una Sociedad Protectora de Animales, para ella no existo. Sus miembros son indiferentes ante los frecuentes asedios de maltratos, abusos e improperios. Al final soy un esqueleto andante, lacerado de llagas y de olvido.
Por José Atuesta Mindiola.