Respiré aquel aire húmedo que percibía y cerré mis ojos como si con ello me mantuviera vivo y seguimos navegando a la deriva, avanzando por aquel oscuro río donde nada más se escuchaban unos lamentos, que algunas veces se multiplicaban como ecos infinitos y ensordecían junto con el aparente y suave golpeteo del agua contra la embarcación a medida que nos movíamos. Otras veces callaban los lamentos como si sintieran cansancio, era como si tuvieran vida propia, entonces descansaban y después volvían a empezar. La lámpara se meneaba de un lado a otro iluminando aquel camino líquido y negro nada más, pero podría jurar que otra luz nos perseguía a lo lejos como si avanzara igualmente por una orilla invisible. Quise nuevamente hablar o decir algo pero tampoco esta vez pude. Era como si nada más pudiera pensar.
Seguía atento, no sé a qué, mirando al frente aquella línea blanca formada por el haz de luz de la lámpara, pero fue en ese momento cuando a lo lejos, a un lado como si existiera una ribera, muchas luces llamaron mi atención, incluso podía igualmente afirmar que alcanzaba a escuchar cantos y voces y también gritos que provenían de aquella luminosa lejanía que se asomaba en la espesa oscuridad.
Había algo allá, pensé. -Es el Puerto de los Poetas- dijo, respondiendo anticipadamente la pregunta que en mi pensamiento surcó y que no sé por qué debió escuchar. Ahí habitan –siguió diciendo– los primeros cantores y poetas con sus personajes, criaturas y fantasmas. La embarcación pareció bajar su velocidad y empezó a enrumbarse, como si tuviera vida propia atraída, hacia aquella orilla cuyas luces se hacían más notorias y fue cuando escuché unos cánticos que al principio taladraron mis oídos de una forma especial, pero era un dolor agradable. El masoquismo afloró. -Aún entonan sus cantos esperando atrapar a algún humano que ose andar por estos lares- dijo.
Entendí de manera inmediata que se refería a las sirenas, lo cual aumentaba más mi convicción que todo era un sueño, pero igualmente mi preocupación surgió cuando a pesar de escucharlas no producían el efecto que Homero había descrito en su Odisea. ¿Por qué no me atraían o enloquecí como sí sucedió con aquellos navegantes de Ítaca? Si mal no recordaba, Odiseo pudo embarcarse y atravesar el río Aqueronte engañando al barquero de la muerte. Entonces ahí supe que había muerto y me encontraba en camino con aquel hijo de la noche y de las sombras transportando mi alma hacia mi último destino, hasta el Hades o adonde fuere, en donde moriría por toda la eternidad. No tuve tiempo para lamentarme, si pudiera hacerlo, pues en ese momento mis ojos se abrieron desorbitados deleitándose ante la imponente belleza de aquel puerto que se mostraba en la orilla.
La barcaza empezó a detenerse casi enfrente del puerto y la luz de la lámpara quedó opacada ante la luminosidad que se desprendía de aquella orilla. Ya no se escuchaba el canto de las sirenas, pero, sin embargo, podía contemplarlas, al igual que ellas a nosotros, asomadas y acomodadas, chapoteando sus colas inmensas de peces entre las rocas cercanas, tomando oscuridad en vez de sol. Su belleza, tal como ha sido descrita por diferentes escritores y poetas, había quedado ínfima ante la majestuosidad que desprendían en realidad. Creería que no había necesidad de oír sus cantos para perderse entre sus ojos y dejarse en éxtasis devorar y morir, no importando la forma cuál fuera entre sus brazos. Los rizos de sus cabellos parecían finos hilos de plata que resplandecían ante las luces que bañaban las rocas y la entrada al puerto, conocido como el Estrecho de Las Epopeyas, otras tenían rizos de color carmesí que al contacto con el agua la convertía en sangre derramada y qué decir de sus pechos perfectos al aire, eran como imanes que atraían los míseros ojos de cualquier ánima transeúnte haciéndole sentir vanamente el placer de la lujuria a pesar de la ausencia de vida.
Y así, queridos lectores, continuaremos en la próxima entrega la continuación de esta fantástica historia.
Por: Jairo Mejía.












