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¿Puede un ser maligno hacer el bien? (II)

Como si el café tuviera algún narcótico, de inmediato sentí mis ojos pesados. Miré a mi alrededor y no vi más que libros. Solo escuché voces en susurros antes de perder la conciencia.

¿Puede un ser maligno hacer el bien? (II)

¿Puede un ser maligno hacer el bien? (II)

Por: Jairo

@el_pilon

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Como si el café tuviera algún narcótico, de inmediato sentí mis ojos pesados. Miré a mi alrededor y no vi más que libros. Solo escuché voces en susurros antes de perder la conciencia.

Me despertó el sonido lejano de la corriente de un río. A pesar de la oscuridad, podía ver todo muy claro a mi alrededor, menos aquel río que ahora escuchaba pasar con seguridad. Su murmullo era suave y relajante; incluso podía oler la humedad fangosa que se esparcía en el ambiente y sentía algunas minúsculas gotas de agua que salpicaban mi rostro.

¿Dónde estaba la librería? – me pregunté.

Un débil chapoteo me hizo prestar atención a una pequeña luz que se acercaba a la orilla. Yo me encontraba a la espera, sin saber de qué, ni por qué. La luz se bamboleaba suavemente a lo lejos. Mis ojos se encandilaron con aquella luz brillante que provenía de una lámpara amarillenta, sostenida por una mano cadavérica, cubierta por un manto negro que se confundía con la oscuridad.

Y entonces observé atónito aquella figura. Medía unos tres metros de altura, tenía una larga barba blanquecina que le caía hasta la mitad del cuerpo. Su rostro era excesivamente rígido, sucio y sombrío. Extendió su otra mano y, como si una fuerza extraña me controlara, le extendí la mía, entregándole una moneda que no tenía la menor idea de dónde había salido. La tomó lentamente y con un gesto me indicó que abordara y, sin poder resistirme, subí con cautela a la barcaza en silencio, sorprendido por la situación.

Debía ser un sueño, por supuesto, algo en el café me había inducido a él. Lo último que recordaba era haber tomado el libro de cuentos. Sin embargo, en el fondo presentía que no era un sueño, pues era tan vívido que no podía disimular que algo estaba pasando.

El piso crujió al subir a la barcaza. Miré hacia atrás buscando infructuosamente a la dueña del local, pero nadie más estaba. Solo aquel gigante y yo. Colgó la lámpara en un atril invisible y, con una larga vara, la empujó separándola de la orilla. Se escucharon unos gemidos de dolor y un chapoteo solitario que lo inundaba todo. Parecía no haber más nada sino aquel río que se esparcía lado a lado. A pesar de que el agua era serena, percibía en ella angustia, desesperación y una profundidad sin límite.

La barcaza avanzaba lentamente impulsada por aquella larga pértiga. Debieron transcurrir minutos, si es que ahí existía el tiempo, antes de que la luz de la lámpara iluminara un brazo de aquel oscuro río. El barquero intentó virar bruscamente, pero fue en vano; fuimos succionados hacia ese lado. Parecía que habíamos quedado a la deriva en la corriente de ese brazo del río, que ya se sentía más rápida que en la partida.

—Deberás ahora esperar para desembarcar. ¡Ah, y otra cosa! No te engañes creyendo que estás dormido —dijo con una voz que retumbó en aquel silencio sepulcral.

Después de esto, me pareció ver lo que quizás fue una sarcástica sonrisa en la oscuridad de aquel rostro. Quise hablar, pero no pude, entonces sonreí, pensando que todo era un sueño, por fortuna. Pero sabía que no lo era; supuse que decía la verdad. Todo seguía sin sentido para mí.

Y así, queridos lectores, continuaremos esta fantástica historia en la próxima entrega.

Por: Jairo Mejía.

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