Hace poco, mis queridos lectores, llevado por el vicio de la lectura (lo admito), terminé en una librería que no conocía. A pesar de que la dueña me dijo que tenía más de treinta años de estar abierta, era la primera vez que la veía. Jamás había escuchado hablar de ella. Un poco sorprendido por el lugar, me dejé llevar como un niño con los ojos despepitados entre los anaqueles repletos de libros. A pesar de ser tan pequeño el local, sentía que se alargaba, como si fuera inmensa la estancia.
Reconozco que mi pasión por los libros me ha llevado a vivir algunas aventuras y a recaudar anécdotas que he preferido esconder ante la crítica segura de ser tildado de mentiroso. Las he guardado, convencido de que tras las letras se esconden historias maravillosas, y de ello sí puedo dar fe, no como escribano, sino como escritor y lector. Hoy, igual que cuando tuve por primera vez un libro en mis manos de forma consciente, me es difícil imaginar un placer más completo que la lectura, tal vez porque siempre han estado muy cerca de mí: como promesa, como puerta o como cofre. Me es difícil imaginarme sin ellos.
Volviendo a la vieja librería pero nueva para mí, esa tarde en que solo estaba yo, jactándome de poder curiosear sin ser visto, avancé hacia un anaquel sugerido por la dueña. No sé por qué lo hizo, pues ni siquiera alcancé a comentarle mis preferencias, pero terminé frente a una sección solo de cuentos. Muchos ya los conocía, otros los había escuchado por encima, pero había títulos que veía por primera vez, como una antología de cuentos rusos que llamó poderosamente mi atención. La atracción fue inmediata; ni sentí que hubiera extendido el brazo y ya lo tenía en las manos.
Giré para preguntar por él, pero ya estaba completamente solo. Aquella mujer toda tatuada, de cabello blanco rizado, orejas cargadas de piercings y aliento a café se había desvanecido como por arte de magia.
En un rincón había una mesa con una pila de libros y una única silla desplegada, como si me invitara a sentarme. No rechacé la invitación. Percibí el olor a café, y del otro lado apareció de nuevo la dueña con una taza humeante que puso sobre la mesa. –Cortesía de la librería –dijo. Le agradecí sin decir palabra. Lo último que quería era una conversación distractora ante el examen que me disponía a hacer sobre aquel libro.
Había sido hojeado, sin duda. Busqué la fecha de la edición: estaba tachada, como si alguien lo hubiera hecho a propósito. Revisé los autores y no reconocí ninguno. Di un sorbo al café y mis dedos se detuvieron exactamente en la hoja donde iniciaba el tercer cuento de la antología.
El chasquido del cerrojo sonó en la entrada. Supuse que habían cerrado, no sabía si para evitar que saliera o que alguien más entrara. No me perturbó. Limpié bien mis lentes y me preparé para que aquellas letras penetraran mi conciencia como si el autor estuviera a mi lado.
Carraspeé inconscientemente, como si fuera a leer en voz alta. Tomé otro sorbo y humedecí mis dedos pasándolos por los labios impregnados de café. Así tomé la primera página del tercer cuento. Y empecé a leer.
POR: JAIRO MEJÍA.












