Hay un miedo que se extiende, sutil pero implacable, entre quienes asumen la responsabilidad de gobernar: el miedo a decidir. No el miedo a equivocarse —que sería humano y hasta sensato—, sino el miedo a asumir el costo político de una decisión necesaria, de una medida que, aunque impopular, representa el camino correcto. En Valledupar, como en tantas otras ciudades de este país que gira incesantemente alrededor de lo político, ese miedo ha terminado por ser una forma de gobierno en sí mismo; una parálisis disfrazada de prudencia, una sumisión elegante a la tiranía del aplauso.
No hay que engañarse. Colombia, en su estructura más íntima, vive atravesada por lo político. Ninguna decisión pública escapa a ese espectro. Lo político, entendido en su esencia filosófica, es el arte de ordenar la vida en común, de armonizar la pluralidad, de dar dirección al destino colectivo. Pero lo que hoy padecemos es la degradación de ese arte: la confusión entre lo político y lo electoral, entre la responsabilidad y la conveniencia, entre el deber histórico y el cálculo del voto.
El gobernante contemporáneo, atrapado en la inmediatez del aplauso, teme a la impopularidad más que al fracaso. Su brújula no apunta al bienestar público, sino a la temperatura de las encuestas. Ha olvidado que no fue elegido para ser querido, sino para resolver lo que otros no se atreven a enfrentar. El liderazgo no consiste en sostener la popularidad, sino en soportar el desgaste de la verdad.
Valledupar necesita decisiones valientes, aunque duelan. Requiere romper con la cómoda inercia del “mientras tanto”, con esa costumbre de gobernar mirando por el espejo retrovisor del cálculo político. Hay una ciudad que clama por soluciones estructurales: planificación urbana, movilidad, agua, empleo, cultura cívica. Sin embargo, pareciera que el temor al costo político pesa más que el amor por la ciudad. Se gobierna con miedo a ser castigado por la ciudadanía, como si la ciudadanía no mereciera la verdad, como si la madurez democrática fuera una ofensa.
Ese miedo, disfrazado de prudencia, es en realidad una forma de cobardía política. El líder que evita actuar por temor a perder simpatías condena a su pueblo a la mediocridad. Gobernar es asumir, no agradar. Quien ocupa el poder no puede reducir su mandato a una eterna campaña electoral. La política, en su sentido noble, es la responsabilidad de mirar más allá del hoy, de proyectar una visión de ciudad que sobreviva incluso al propio gobernante.
Nosotros no podemos seguir siendo víctimas de la indecisión de los dirigentes. Los problemas que aquejan a Valledupar no son recientes ni superficiales; son hondos, estructurales, acumulados por años de desidia y de discursos que prefieren seducir antes que transformar. La ciudad necesita mandatarios que comprendan que la popularidad es efímera, pero las decisiones valientes son eternas.
El político que teme gobernar pensando en el mañana se convierte en un rehén del presente. Las sociedades no avanzan con discursos tibios ni con manos temblorosas; avanzan cuando alguien se atreve a cruzar el umbral del riesgo, a desafiar el ruido, a sostener la mirada firme en medio de las dificultades. Gobernar es tener el coraje de ser impopular cuando la justicia lo exige, y la inteligencia de explicar con claridad las razones de esa impopularidad.
La historia no recuerda a quienes midieron cada paso para no incomodar, sino a quienes se atrevieron a caminar cuando todos titubeaban. Y gobernar —decía Aristóteles— es precisamente eso: tomar decisiones que, aunque dolorosas, sostienen la armonía de la polis.
Decía Winston Churchill: “El político se convierte en estadista cuando comienza a pensar en las próximas generaciones y no en las próximas elecciones. Y esa sentencia, más que una reflexión, debería ser un espejo moral para quienes hoy ostentan el poder local. Porque el político que gobierna con miedo a perder votos jamás será recordado por haber transformado su ciudad; será recordado por haberla dejado igual, por haber cedido ante el aplauso fácil y la tibieza de las decisiones que no incomodan a nadie, pero tampoco salvan a nadie.
Gobernar no es complacer, es trascender. No es sobrevivir a una elección, es construir una herencia de decisiones que dignifiquen el oficio público. Valledupar no necesita más administradores de coyunturas, sino visionarios de futuro. No requiere timidez, sino temple. No espera discursos, sino acciones que duelan y curen a la vez.
Porque solo quien se atreve a decidir con coraje, aun sabiendo que será incomprendido, honra la esencia de lo público. La historia no pertenece a los prudentes que callan, sino a los valientes que actúan.
Y al final, cuando el eco del poder se disipe, quedará una sola pregunta que todo gobernante debería hacerse: ¿fui popular o fui útil?
En la respuesta honesta a esa pregunta reside la verdadera grandeza política.
Por: Jesús Daza Castro.











