Cuenta una fábula que un hombre se aburrió del pueblo donde vivía porque se había fastidiado del tipo de gente que habitaba en él. Fue así que reunió todas sus pertenencias, las subió a una carreta y se fue en busca de un mejor lugar donde vivir. A la entrada del primer pueblo al que llegó encontró a un anciano sentado a las afueras, al que le preguntó: —Disculpe, amigo, ¿qué tipo de personas viven en este pueblo?—. A lo que el anciano le respondió: —¿Qué tipo de gente había en el pueblo de donde vienes?—. Las personas de mi pueblo son desordenadas, chismosas, conflictivas, maleducadas y malas personas. Nuevamente el anciano le respondió: —Entonces esas mismas personas las vas a encontrar acá—. La gran enseñanza es que esas personas de las que huía habitaban en él.
Esta semana, el nivel de ansiedad, angustia, estrés y la invasión de cortisol que inyecta nuestro organismo cada vez que conducimos por las calles de esta indómita ciudad, que cada vez se parece más a una jungla, después de un par de acciones de dos irresponsables conductores que por poco causan un accidente, no solo hizo que terminara explotando contra dos jóvenes que sin ninguna intención hicieron una maniobra peligrosa, sino que descargara toda mi furia, mi frustración y todo lo que venía cargando durante dos semanas de alta presión, sino que me enseñaron lo que jamás había aprendido en toda mi vida: resultaron siendo los hijos de un extraordinario amigo al que no solo terminé pidiéndole perdón tanto a él como a sus hijos, sino que me demostró cuánto error hay detrás de la reacción instintiva y primitiva, producto de una ciudad contaminada en todo el sentido de la palabra.
Y pensé que ese incidente había sido el detonante de vivir expuesto a una ciudadanía donde una mayoría actúa de manera irracional y que arraigó su incultura como la regla general, y que pasivamente los que no queremos adaptarnos a ese estilo de vida estamos cayendo en su juego y terminamos actuando peor que ellos; me incluyo en ese paquete y hablo solo por mí. Les confieso que quiero irme de la ciudad, lo he contemplado muchas veces, me siento atrapado e inadaptado, lo que se vive en esta ciudad no puede ser normal ni normalizado, pero siento que estamos perdiendo la batalla contra un monstruo de mil cabezas que llegó para quedarse y tarde o temprano terminará devorándonos.
El incidente con los muchachos me aterrizó de una manera ejemplar. La forma civilizada con la que Carlos me habló, las reflexiones que trajo a colación (entre otras, porque es un extraordinario coach), me hicieron aterrizar tan fuerte que sentí el golpe directo al alma. ¿Y si los muchachos no hubiesen sido sus hijos, sino unos energúmenos que solo entienden el idioma de la violencia? ¿Cuál hubiese sido el desenlace? De esto ya tenemos historias trágicas donde pequeños incidentes terminan en tragedias, y decidí que no quiero ser un número más en esas estadísticas.
Pero la mayor reflexión, y tal vez la más extrema, es que aún me falta mucho tiempo para retirarme, pero si por mí fuera buscaría un pueblo de clima frío, de esos donde todavía la gente aún comparte la solidaridad, donde la vida tiene un valor infinitamente sagrado, el deleite de lo sencillo, del silencio, de las buenas costumbres y el café de la mañana, las tertulias en los andenes y, lo más valioso, que la maldad aún no ha hecho carrera y sería el destino ideal para vivir los años que me hacen falta por vivir. No exagero: envidio a los que aún conservan la esencia de la vida de algunos pueblos, incluso veredas; en fin, se me salió mi lado montañero.
Pero ¿y si me pasa lo del hombre que busca en otro lado lo que en realidad lleva por dentro? Quiero hacer un mea culpa, porque lo realmente inteligente debería ser que pudiésemos influir de manera positiva para cambiar eso que nos parece incómodo o difícil de transitar, porque al final aplica perfectamente la máxima de Immanuel Kant que dice que: “No vemos las cosas como son, sino como somos”.
Por: Eloy Gutiérrez Anaya.





