Los extremistas de izquierda y derecha son hermanos gemelos.
—¿De dónde sacaste tan abrupta teoría? —me increpó un amigo.
—No es una teoría, pero te explico—, respondí calmado, mientras observaba el paso de la lluvia sobre la silueta de mi pueblo que parecía dormido en su propia historia en estas frías noches de invierno.
A veces pienso que los extremistas son como viejos actores que nunca abandonan el escenario. Cambian de traje, vestuario, ensayan nuevos discursos, pero representan siempre la misma comedia: la salvación por la fuerza, por el fraude, por el engaño o por las falsas convicciones del odio y del poder, del odio con el poder o del poder del odio.
Los he visto de cerca, desde cuando estudiaba en la vieja Universidad Nacional, otrora invadida por ilusos aún de pensamientos sanos, con banderas limpias y miradas ardientes, vociferando sus consignas grabadas en el alma como tatuajes de fuego. Algunos vestían de rojo y hablaban de justicia; otros, de blanco, juraban defender la patria. Pero cuando los escuchaba con atención, descubría que ambos repetían las mismas frases con distinto acento: “El pueblo soy yo”, “la historia lo dirá”, “quien no está conmigo, está contra mí”.
Los extremistas, que desde allí aprendí a calificarlos como de izquierda y derecha, son, en realidad, hermanos gemelos nacidos de la misma emoción: el miedo. Miedo al caos, a la diferencia, a la duda, a perder el orden o la libertad y, en su afán de vencerlo, ambos terminan sembrando terror.
Recuerdo una tarde en que un joven maestro de filosofía, amigo usual de charlas amenas, me lo explicó en la cafetería de dicho centro. Aún escucho su voz que sonaba como si hubiera visto demasiadas derrotas.
Me dijo, —Los extremos no son opuestos. Son un espejo enfrentado. Uno promete el paraíso de la igualdad, el otro el de la pureza. Pero ambos exigen lo mismo: que entregues tu alma o tu conciencia. No soportan la libertad, porque la libertad introduce duda, y la duda es el principio del pensamiento. —
Aquella conversación, para mí, fue más lúcida que cien libros de política. El maestro no hablaba desde el odio, sino desde la experiencia. Había visto marchas que comenzaban con cantos y terminaban con cárceles; revoluciones que empezaban en nombre del pueblo y acababan devorando al pueblo.
—El mal, decía, no siempre lleva uniforme. A veces se viste de esperanza. —
Y tenía razón. He visto cómo los extremistas seducen con una mezcla de ternura y amenaza. Prometen justicia, pero lo que ofrecen es obediencia. Hablan de unidad hecha de silencio impuesto y creen tener el mapa completo del bien y del mal.
Pero su tragedia es la misma: creen demasiado. Han confundido la fe con la verdad, el fervor con la razón. Y cuando alguien cree demasiado, se vuelve peligroso.
El joven maestro solía decir que el humor era el último refugio del espíritu libre. Un hombre que se ríe de sí mismo, me aseguró, jamás podrá ser un tirano. Los fanáticos no soportan la risa: les desarma el dogma, les desinfla la grandeza.
Desde entonces aprendí a reír con mucha frecuencia. Y cada vez que escucho a un político prometer el paraíso o a un profeta anunciar el fin del mundo, me echo a reír en silencio. No por burla, sino por defensa. Reír, en estos tiempos, es un acto de resistencia.
La historia ha intentado distinguirlos por separado: a unos los llama rojos, a otros fascistas, patriotas, revolucionarios, libertadores, comunistas. Pero todos, sin excepción, han dejado la misma huella: miedo, ruina y silencio. En nombre de sus causas, destruyeron ilusiones e ideales completos. Muy pocos mezclaron su sangre con la dignidad.
Y, sin embargo, el mundo sigue buscándolos. Tal vez porque el hombre prefiere el imperio de una idea fuerte al espacio de la libertad.
El maestro murió hace años entre los infortunios de una revolución sin nombre, ni ideología definida, hoy confundida con el vandalismo; su futuro pregonaba otro destino que terminó antes que su muerte. La cafetería donde hablamos ya creo que no exista. Pero sus palabras aún resuenan cuando la historia empieza a repetir su tono de tragedia.
El bien no es un ejército, ni una bandera. El bien es una conciencia despierta, que escucha antes de condenar. Y mientras haya alguien que dude, el mundo no estará perdido.
A veces, cuando la televisión repite consignas y las redes se llenan de furias sin nombre, vuelvo a imaginarlo ahí, sonriendo. Porque quizá tenía razón: los extremistas son los gemelos del abismo, y la única luz capaz de distinguirlos es la risa serena de quien, pese a todo, sigue creyendo en el pensamiento libre sin necesidad de entregar la conciencia.
Paré en seco con mi explicación, antes de que pudiera llegar algún redentor con megáfono, y estos siempre se aparecen cuando la gente tiene hambre de promesas y de cambios totales.
Afuera, la lluvia proseguía al compás de mis recuerdos; la noche parecía llenarse de silencio y el eco de su paso se mezclaba con el murmullo de un mundo que todavía no ha aprendido a dudar, sabiendo que la polarización enfermiza que llega al extremismo existe, y para derrotarla basta con despertarle la parte humana, incluso a pesar de estar muy errada en su posición. Si no es posible, entonces hay que aplicar el peso completo de la ley, aunque duela hacerlo, porque intentar reparar el error con odio solo perpetúa la miseria y el absurdo.
Por: Fausto Cotes N.





