“Uno de los obstáculos que más dificulta el perdón es el orgullo” (Stella De Ávila Escobar).
El perdón, desde el punto de vista filosófico, es mucho más que un acto moral o religioso; se convierte, en el fondo, en un acto profundamente humano que toca la memoria, el dolor y la dignidad; toca las emociones aún bajo el equilibrio con los sentimientos y la razón, pues el perdón implica una suspensión voluntaria del resentimiento hacia quien ha causado daño, sin negar el sufrimiento, ni justificar la ofensa. No se trata de olvidar, sino de recordar sin odio.
El perdón es un mecanismo fabuloso dentro de los actos humanos que busca la armonía dentro de las relaciones, la paz con reflexiones de vida y la convivencia sana. Cuando somos perdonados podemos encontrar un segundo aire tanto en el que perdona como en el perdonado, ya que el sentimiento de venganza dentro de los sentimientos negativos desaparece, y este es un buen indicativo de manejo de nuestra inteligencia emocional.
Perdonar es lo único que rompe el ciclo infinito de la venganza, que de otro modo perpetuaría el mal. Lo que puede justificarse no necesita perdón. Y es lo más real en muy pocas palabras, ya que perdonar lo perdonable no tiene sentido; sólo lo imperdonable merece el perdón. Esta visión resalta lo paradójico y radical de este acto, que no depende del arrepentimiento del otro, sino de una decisión interior de quien perdona.
El perdón, en su dimensión nostálgica, recuerda un tiempo en que la herida no existía, o al menos no dolía tanto. Simone Weil escribió: “Perdonar es renunciar a la venganza, no porque el otro lo merezca, sino porque el alma lo necesita.”
En última instancia, el perdón es un ejercicio de libertad: un acto que nos libera del peso del pasado. Perdonar no es debilidad, es el coraje de no permitir que el dolor nos defina para siempre.
El perdón hace al hombre digno y además fuerte ante la opinión pública y no socava la personalidad, pues la sensatez no se lesiona ni se apoca en la toma de decisiones cuando se ha eliminado el remordimiento de conciencia.
El perdón es el rico heredero del amor y el primer beneficiario de la paz social. El perdón siempre se esconde en lugares insospechados de donde sale en cualquier momento, si logra encontrarse consigo mismo bajo el peso del silencio con meditación y del honor con altura.
Cuando uno ejerce el perdón es porque quiere liberar el alma de la maldad y se amplían entonces las oportunidades para una vida mejor, amarrada por el afecto y alejada de resentimientos insanos, esos que alimentan la venganza y agrandan heridas y niegan el camino para rechazar el conflicto.
Al final, el perdón termina favoreciendo no al perdonado, sino a quien perdona. El perdón es la presencia de la espiritualidad en cada movimiento.
Lo único verdaderamente delicado en los procesos de perdón es su aplicación en la reconciliación política. En este ámbito se crean nuevas relaciones marcadas por cambios en el ordenamiento del poder, lo que produce reacomodamientos entre los partidos y redefine los intereses que se persiguen bajo un nuevo propósito. Con frecuencia, la entrega del poder a ciertos grupos abre paso a maniobras que comprometen la dignidad de los pueblos, a cambio de beneficios mezquinos y ambiciones de nuevas conquistas alimentadas por una corrupción sin límites. En este escenario, ni el resentimiento provocado por los actos de perdón ni las derrotas acompañadas de hechos desagradables parecen generar el más mínimo remordimiento, hasta el punto de olvidarse por completo la dignidad que debería acompañar el acto de perdonar.
Perdón y amistad son imposibles entre personas malintencionadas, pues solo quien se reconcilia consigo mismo puede reconciliarse con los demás.
Por: Fausto Cotes N.





