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La egopolítica: la era de los dirigentes narcisistas

El modernismo, con su brillo que entusiasma y su bulla incesante, ha convertido la vida pública en un escenario de luces que encandilan más de lo que iluminan.

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El modernismo, con su brillo que entusiasma y su bulla incesante, ha convertido la vida pública en un escenario de luces que encandilan más de lo que iluminan. En ese resplandor excesivo nace la egopolítica, un arte invertido donde gobernar deja de ser un servicio social y se convierte en un ritual íntimo: una ceremonia del yo. Allí, el poder ya no es una relación hacia los otros, sino un espejo donde el dirigente abraza su efímero reflejo hasta sentirlo y creerlo eterno.

La egopolítica comienza cuando el corazón del gobernante deja de latir al ritmo de su gente y adopta el compás de sus propios temores e intereses. Entonces las decisiones no se toman por justicia ni por bien común, sino para sostener la forma frágil de una imagen inventada.

La política se vuelve una comedia: el líder actúa para sí mismo, se aplaude en silencio y ensaya cada gesto como si en él se jugara el destino del mundo. La crítica se vuelve daga, la discrepancia una traición, y el poder un disfraz que debe ajustarse cada día para no desmoronarse.

Esta desviación recuerda a los héroes trágicos que, seducidos por su brillo, confundieron su sombra con la de los dioses. La soberbia —esa niebla que asciende lenta y termina cubriéndolo todo— empuja al gobernante más allá de los límites humanos. Y cuando el poder se transforma en espejo, el otro desaparece. El líder, en su ceguera, ya no ve rostros sino amenazas; ya no escucha voces sino ecos distorsionados de sus propios miedos. Vive rodeado de enemigos imaginarios, protegido por un ejército de silencios.

Las consecuencias caen como lluvia fina, pero constante. La primera es la pérdida de confianza. Los ciudadanos, al sentir que el discurso público ya no les pertenece, se cierran como puertas antiguas con chirridos en todo momento. La confianza —esa respiración que sostiene a las sociedades— se fragmenta, y las calles se llenan de sospechas. Cada grupo o movimiento o partido defiende su rincón, cada palabra se vuelve cautelosa, cada acto un escudo.

La segunda es la desaparición del propósito colectivo. Las grandes causas, antes luminosas, se empañan. Los proyectos públicos se convierten en trofeos de un orgullo herido, en monumentos levantados no para la memoria, sino para la vanidad. La política, en vez de ser llama que congrega, se vuelve tablero de ajedrez frío donde cada jugada busca proteger la corona del dirigente y tumba al peón al buscar negar y eliminar a la reina y sus alfiles.

La tercera consecuencia ocurre en el espíritu del gobernante: una erosión lenta, casi imperceptible. Para sostenerse, exige aplausos; para justificarse, inventa razones. Lo excesivo se presenta como necesario; lo injusto, como inevitable. Y, sin darse cuenta, termina creyendo sus propias ficciones. Pierde así la capacidad de mirarse sin adornos y la humildad que evita la caída.

La última consecuencia es un clima invisible que lo envuelve todo. El país comienza a sentir que vive dentro de una obra interminable, donde la verdad se esconde entre telones y la realidad solo aparece de reojo. La energía colectiva se apaga, el espíritu común pierde vuelo, y el cinismo — huésped silencioso— ocupa el espacio que deja la esperanza.

Aunque hoy la palabra parezca nueva, la práctica es antigua. Grecia y Roma conocieron este extravío: AlcibíadesPisístratoJulio CésarMarco AntonioCalígulaNerón, y especialmente Commodus, que jugó a ser Hércules bajo el cielo del imperio. Todos ellos usaron la poli o la república como escenario para su propia exaltación. Donde el ego se impuso, la decadencia se acercó y el imperio empezó a morir.

Hoy, la egopolítica no distingue ideologías ni fronteras. Se extiende por derechas e izquierdas, democracias y autoritarismos, países pequeños y gigantes. Su raíz es siempre la misma: el orgullo desbocado, esa emoción que, cuando se quiebra, libera un ego que exige adoración y niega el nosotros y sigue apareciendo el odio y el desprecio como sentimientos universales para desaparecer a la razón por completo.

En esencia, la egopolítica no es sino gobernar desde el yo y olvidar la nación. Una sombra que avanza cuando la humildad se retira, y que solo se disipa cuando la comunidad recupera su voz y recuerda que la política, antes que escenario, fue siempre un acto de encuentro. 

Por: Fausto Cotes N.

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