La campaña de presión contra Venezuela data del primer mandato del presidente Donald Trump. Para derrocar el “régimen de Nicolás Maduro” todos los medios han sido utilizados por Estados Unidos. Han pasado por el uso de herramientas diplomáticas y económicas concibiendo el reconocimiento de Juan Guaidó como presidente de Venezuela y las arbitrarias sanciones al sector petrolero y contra funcionarios venezolanos y sus familiares.
Las recetas que advertían acciones militares dejaron de ser insinuaciones, la administración Trump parece dispuesta a ir a la guerra bajo el sofisma que plantea el derrocamiento de Nicolás Maduro. La mayoría de los venezolanos apoya este objetivo, pero no los medios. Sea legal o no, nunca termina bien. Según información reportada por Pete Hegseth, secretario de Defensa, su gobierno no está desarrollando entrenamientos en el Caribe, el despliegue de destructores, buques de asalto anfibio, buques de combate y el grupo de ataque de portaaviones tiene el objetivo declarado de reducir el tráfico de drogas. De hecho, las fuerzas estadounidenses ya han atacado 19 embarcaciones pequeñas cerca de la costa venezolana, con un saldo de 76 muertos y la cifra sigue aumentando.
Aunque la ruta al infierno está llena de buenas intenciones y que el diablo está en los detalles, Trump, como de costumbre, no tiene ningún plan para Venezuela, ni piensa en el futuro. Al igual que George W. Bush en Irak en 2003, parece creer que una democracia funcional surgirá mágicamente en Caracas tras un ataque militar. No valoran la gobernanza representativa, ni la seguridad y la prosperidad de los venezolanos, le interesan más el petróleo, el gas y los minerales del país.
La visión expansionista y de autoengrandecimiento regional del segundo mandato de Trump es la manifestación más reciente y llamativa de la nueva era de anarquía estatal que se ha instaurado en todo el mundo. Se ha desdeñado la idea de un marco normativo común y la acción conjunta para abordar los problemas globales compartidos. En Ucrania, Vladímir Putin ha llevado la anarquía estatal a extremos insospechados, y nadie parece capaz ni dispuesto a detenerlo. Lo mismo acaece con la Organización de Estados Americanos (OEA), ningún pronunciamiento conjunto pese a las amenazas que se ventilan para Venezuela, Colombia y México.
Un precedente cuestionable es la invasión estadounidense de 1989 que derrocó al dictador panameño Manuel Noriega, también acusado de narcotráfico. Trump debería tener cuidado. La Operación Causa Justa no fue sencilla. Murieron varios cientos de civiles y algunos soldados estadounidenses. Venezuela es un país mucho más grande y menos fácil de someter. Estados Unidos carece de una justificación convincente para la guerra, cree que él y su país están por encima de la ley, que la fuerza justifica los medios.
Pese a los defectos como sistema creo firmemente en la democracia y las garantías de la tridivisión del poder. No comulgo con las posiciones autoritarias. No obstante, el mundo atraviesa por una implacable anarquía estatal que se manifiesta en una acelerada carrera armamentística nuclear global, sin restricciones. En Colombia, la efervescencia electoral no dimensiona los daños colaterales de una invasión de Estados Unidos en Venezuela, hacen apología al resurgimiento de la Doctrina Monroe, ponen de presente que: “Hay intelectuales que son implacables con los defectos de la democracia, pero están dispuestos a tolerar los peores crímenes siempre que sean cometidos en nombre de la doctrina correcta”.





