Toda ciudad es, en el fondo, un contrato moral. Un acuerdo silencioso donde cada habitante se compromete —al menos en teoría— a cuidar lo común, a respetar las normas básicas que permiten la convivencia, a sostener el orden mínimo que evita que el caos devore todo. Pero en Valledupar ese contrato está roto. O, peor aún, nadie quiere firmarlo.
Vivimos en un territorio donde la culpa viaja ligera y siempre encuentra un destinatario cómodo: el Estado. Ese ente difuso al que le atribuimos defectos estructurales, culpas heredadas, fallas de carácter. Pero cuando se examina con rigor el deterioro cotidiano de la ciudad, aparece, clara e incómoda, una verdad que muchos prefieren esquivar: el problema no es solo institucional; es profundamente ciudadano.
Valledupar se ha convertido en un escenario donde la exigencia está sobrerrepresentada y la responsabilidad, subdesarrollada. Aquí la gente reclama autoridad con pasión casi épica, pero elude el deber cívico con la misma determinación. Se protesta por el desorden del tránsito mientras se invade la cebra, se bloquea un carril o se ignora el semáforo porque “solo será un momentico”. Se exige cultura ciudadana mientras se lanza la basura donde caiga o se tapa el río con bolsas que nombran la indiferencia de todos.
La contradicción es tan evidente como dolorosa: queremos un Estado fuerte, pero una ciudadanía permisiva consigo misma. Queremos normas duras, pero aplicadas exclusivamente a los otros. Y así, el pacto colectivo se desvanece. Nadie lo respeta porque nadie lo reconoce como propio. La ciudad, entonces, queda huérfana de corresponsabilidad.
Lo más grave es que este divorcio entre deber y demanda se ha vuelto habitual. Se ha naturalizado hasta el punto de que muchos ciudadanos se sienten moralmente exentos del mínimo compromiso con lo público. Se quejan de la suciedad, pero no examinan la mano que arrojó la bolsa. Se indignan por el caos vial, pero minimizan su rol en el desorden. Hablan de civismo como si fuera una poesía ajena, pero no como una práctica necesaria.
El deterioro de Valledupar no surge de una sola causa: es la suma de miles de pequeñas irresponsabilidades. Es el conductor que se cree dueño de la vía. Es el transeúnte que rompe la fila. Es quien contamina el río con la excusa de que “siempre se ha hecho así”. Es el que evade normas porque siente que la ciudad le pertenece, pero olvida que le pertenece también a todos los demás.
La ciudad se erosiona no solo por falta de gestión, sino por ausencia de consciencia colectiva. Y es hora de decirlo con la claridad que evita la hipocresía: no hay administración capaz de sostener un territorio cuyos ciudadanos son indiferentes al bien común. El mejor alcalde no puede vencer a la irresponsabilidad multiplicada por cien mil. Ningún plan de inversión puede contrarrestar la fuerza corrosiva de la indisciplina cotidiana.
Valledupar merece un debate honesto, no uno cómodo. Y ese debate empieza por aceptar que la ciudad está fallando porque nosotros estamos fallando. Que la cultura ciudadana no es un eslogan ni un lujo, sino el cimiento sin el cual todo orden se derrumba. Que nada cambiará mientras sigamos creyendo que las normas son flexibles para unos y rígidas para otros.
La pregunta crucial no es qué no ha hecho el Estado, sino qué no hemos hecho nosotros. ¿Dónde quedó el compromiso? ¿Cuándo dejamos de sentir que la ciudad también es nuestra tarea? ¿En qué momento renunciamos a la idea de corresponsabilidad?
Una ciudad es la suma de sus comportamientos. Es el reflejo de aquello que hacemos —o dejamos de hacer— cuando nadie nos mira. Y Valledupar, tristemente, está mostrando lo que no hemos querido admitir: que el contrato social está vacío, que nadie quiere firmarlo porque firmarlo implica asumir culpa, disciplina y cambio.
Pero aún hay tiempo de reconstruirlo. De volver a comprometernos con lo colectivo. De entender que las ciudades no mejoran por decreto, sino por decisión ciudadana. Que la verdadera transformación no empieza en la alcaldía, sino en la conciencia de quienes la habitan.
Valledupar no está condenada; lo estaríamos nosotros si creemos que la culpa siempre es de otro.
Por: Jesús Daza Castro.





