El hombre arbitrario es un personaje cuyas decisiones no se basan en normas racionales, principios morales, ni acuerdos colectivos, sino en su voluntad momentánea, intereses personales o caprichos infundados y rebeldes. Dentro de la política, sociedad y economía, esta figura representa un peligro permanente para la estabilidad, la justicia y la equidad. Su actividad se fundamenta en la negación del límite del diálogo y del deber, representando lo que los ciudadanos conscientes y preocupados han denunciado como el ejercicio del poder sin responsabilidad.
En el plano político, el hombre arbitrario es el tirano dictador, el déspota, el autócrata. No gobierna conforme a principios morales y leyes justas, sino que estos los acomoda a sus fines. Su voluntad se convierte en ley que debe regir. El hombre arbitrario elimina los límites del poder, muchas veces disfrazado de líder redentor o caudillo. No reconoce instituciones ni contrapesos, ni acuerdos previos, mucho menos promesas utilizadas para lograr sus ambiciones. Para él, el Estado es un instrumento de su poder personal, no una construcción colectiva al servicio del bien común. Prevaricar es su constante accionar.
En sociedades donde el hombre arbitrario asciende al poder, los principios democráticos como la división de poderes, el Estado de derecho o la participación ciudadana se ven socavados y atravesados en el camino de sus abusos. El resultado es el gobierno de la excepción permanente, donde la ley se convierte en herramienta de persecución o de protección de intereses propios; entonces comienzan las arbitrariedades y el derecho social pierde el poder al destrozar sus raíces. Y ahí comienza el poder arbitrario.
En el ámbito social, el hombre arbitrario niega el pacto civilizatorio. Se sitúa por encima de los acuerdos que rigen la convivencia, ya sean normas morales, usos y costumbres o códigos culturales. Esta figura, muchas veces revestida de carisma o fuerza, rompe el tejido social, pues impone un orden que no es reconocido por los demás, sino temido o soportado. Sin respeto a las normas comunes, hace de su vida una desgracia total y se vuelve el prototipo del enfermo de miseria humana. El hombre arbitrario contribuye a la barbarie al despreciar las reglas que hacen posible la cooperación y el respeto mutuo.
Su impacto social también se manifiesta en el autoritarismo doméstico, el patriarcado tradicional, la violencia interpersonal. El hombre arbitrario no dialoga, siempre impone condiciones. No construye, destruye. Se sitúa por encima del otro y de la comunidad.
En el plano económico, el hombre arbitrario socava la equidad y destruye la confianza. Las decisiones económicas requieren previsibilidad, reglas muy analizadas y de carácter estable con respeto por los contratos. El arbitrario, sin embargo, actúa guiado por su ganancia inmediata o su afán de control desmedido. Expropia sin justificación, manipula mercados, impone tributos sin criterio técnico. Su accionar ahuyenta la inversión, propicia la corrupción y favorece el clientelismo.
Donde no hay seguridad para la propiedad, poco estímulo para la inversión, exceso de impuestos sin control, y el hombre arbitrario es el amigo de esas condiciones, su abuso convierte la economía en una selva, donde triunfan los allegados al poder y se excluye al resto; la riqueza la concentra en castas entregadas y obedientes que castigan la innovación o la independencia, y a todas las causas comunes que contribuyan al bienestar.
El hombre arbitrario es la negación de la razón anulada por las emociones y valores negativos, que acaban con el orden democrático, la moral social y del equilibrio económico. El capricho regresa a ser norma como base del poder, y la libertad se anula pues nadie puede actuar de acuerdo con la ley trazada por la sociedad. Su presencia en cualquier sistema —político, social o económico— debe entenderse como una señal de decadencia y un llamado urgente a restaurar el orden fundado en la justicia, la razón y el respeto.
En manos del arbitrario las normas, reformas y pactos acomodados se darán cuando él quiera y como quiera, y quien se atraviese a sus decisiones se enfrentará a su propio destino que lo lleve a la nada y nulidad absoluta.
Por: Fausto Cotes N.





