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Caso Uribe Vélez: justicia no es igual a política

Recuerdo con especial aprecio mis años como estudioso del derecho en la Universidad de Santander. En aquellos días, un brillante jurista y maestro, el profesor Jaime García Chadid, solía recordarnos, con la serenidad de quien comprende la hondura del Derecho, una enseñanza profundamente kelseniana: “La pureza del Derecho exige que la justicia no se confunda con la política ni con la moral”. Aquella sentencia, tan simple en apariencia, encierra una advertencia de enorme trascendencia para cualquier sociedad que aspire a ser verdaderamente democrática: la justicia no puede tener orillas ideológicas.

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Recuerdo con especial aprecio mis años como estudioso del derecho en la Universidad de Santander. En aquellos días, un brillante jurista y maestro, el profesor Jaime García Chadid, solía recordarnos, con la serenidad de quien comprende la hondura del Derecho, una enseñanza profundamente kelseniana: “La pureza del Derecho exige que la justicia no se confunda con la política ni con la moral”. Aquella sentencia, tan simple en apariencia, encierra una advertencia de enorme trascendencia para cualquier sociedad que aspire a ser verdaderamente democrática: la justicia no puede tener orillas ideológicas.

Hoy, en medio de la polarización y del ruido mediático que contamina la reflexión jurídica, se ha vuelto costumbre medir el valor de una decisión judicial según el color político de quien resulta favorecido o condenado. Si el fallo afecta a la derecha, se clama persecución; si alcanza a la izquierda, se celebra como una redención moral. En ambos extremos se comete el mismo error: convertir la justicia en un instrumento del poder y en un objeto de apropiación partidista.

El Derecho, en su estructura más pura, no pertenece a nadie. Es la expresión institucional de la razón pública, el lenguaje mediante el cual el Estado garantiza la convivencia y limita la arbitrariedad. Cuando la justicia se evalúa en función de las simpatías o antipatías políticas, pierde su legitimidad simbólica y se despoja de su fuerza moral. En ese instante deja de ser poder autónomo para convertirse en terreno de disputa, y el juez —llamado a ser guardián de la legalidad— se transforma, injustamente, en un actor dentro del conflicto.

Conviene recordar que la autonomía e independencia judicial no son privilegios de los magistrados ni concesiones del sistema político: son garantías ciudadanas. Su finalidad no es proteger al juez del escrutinio, sino proteger al ciudadano del poder. Un juez libre de presiones, de amenazas y de expectativas partidistas es la condición mínima para que el Derecho pueda operar como orden de razones y no como campo de pasiones.

La justicia, en consecuencia, no puede ser buena cuando condena a nuestros adversarios ni mala cuando absuelve a quienes detestamos. El respeto al debido proceso y a las reglas del juego judicial exige una madurez cívica que, lamentablemente, parece desvanecerse en medio del debate público. Es deber de toda sociedad jurídica entender que la validez de una sentencia no depende de nuestra aprobación, sino de su fundamentación jurídica y de la legitimidad del órgano que la profiere. Esa es la esencia del Estado de Derecho.

El juez no actúa por inspiración moral ni por cálculo político: actúa conforme a la Constitución, la ley y su conciencia jurídica. El día que la justicia se subordine a la opinión pública o al vaivén de las ideologías, dejará de ser justicia para convertirse en voluntad de poder. Y cuando eso ocurre, el ciudadano común pierde su última defensa frente a la arbitrariedad.

La historia enseña que las naciones que politizan la justicia terminan socavando su democracia desde dentro. No hay libertad posible donde los fallos se dictan por conveniencia ni república viable donde las decisiones judiciales se ajustan al interés del momento. Defender la independencia judicial es, por tanto, un acto de lucidez republicana y un deber ético de quienes creemos en el Derecho como instrumento civilizatorio.

No se trata de un llamado a la indiferencia ni a la obediencia ciega. Se trata de comprender que la crítica jurídica solo tiene legitimidad cuando se formula desde la razón y el conocimiento, no desde la indignación emocional o la afinidad política. El Derecho se construye con argumentos, no con consignas.

Reivindicar la majestad de la justicia implica devolverle su lugar como poder neutral del Estado, inmune al aplauso y al escarnio. Ella no tiene orillas, no responde a partidos ni a ideologías, y su verdadera grandeza consiste precisamente en esa imparcialidad que a muchos incomoda porque no sirve intereses, sino principios.

En tiempos donde el juicio mediático pretende sustituir al judicial, vale la pena recordar las palabras del maestro García Chadid: “La pureza del Derecho exige que la justicia no se confunda con la política ni con la moral”. Solo así el Derecho podrá seguir siendo lo que debe ser: el espacio donde la razón vence a la fuerza y donde todos, sin excepción, encontramos la garantía última de nuestra libertad.

Jesús Daza Castro

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