Hay silencios que no traen paz, traen cansancio. Son esos silencios que se van acumulando con los días, con los años, y que terminan pesando más que cualquier palabra. Callamos para no preocupar a los demás, para no causar problemas, para mantener la calma, callamos porque nos enseñaron que hablar de lo que sentimos es sinónimo de debilidad, pero callar también cansa, y muchas veces ese cansancio se convierte en una carga que el cuerpo y la mente ya no pueden sostener.
Desde pequeños aprendimos que había emociones “buenas” y “malas”. Que llorar era señal de falta de fortaleza, que sentir miedo era exagerar, que mostrar tristeza era rendirse. Crecimos escuchando frases como “usted es fuerte”, “no llore”, “eso se le pasa”. Así fuimos llenándonos de silencios, reprimiendo emociones, acumulando angustias que nunca tuvieron espacio para salir.
El problema es que todo lo que no decimos, el cuerpo lo encuentra de alguna manera; lo que no hablamos se convierte en insomnio, en migrañas, en ansiedad, en ese nudo en la garganta que aparece sin razón aparente. El silencio emocional no desaparece, se transforma, y cuando no le damos voz a lo que sentimos, el cuerpo habla en su lugar.
Callar también cansa porque sostener una sonrisa cuando el alma pide un respiro agota, cansa seguir funcionando cuando por dentro se siente un vacío, cansa aparentar estabilidad solo para no preocupar a los demás. A veces, detrás de una persona que parece tenerlo todo bajo control, hay un cansancio emocional profundo que nadie ve.
Nos acostumbramos tanto a ser fuertes que olvidamos que la fortaleza también implica saber pedir ayuda. No todo lo que se calla es por orgullo; muchas veces es por miedo a no ser comprendido, miedo a que nos digan que estamos exagerando o que “hay gente que está peor”. La salud mental no es una competencia de quién sufre más, cada historia es única, cada carga es distinta, y todas merecen ser escuchadas con empatía.
Hablar de lo que sentimos no nos hace frágiles, nos hace humanos, nombrar lo que nos pasa no es un signo de debilidad, sino de valentía. Reconocer que estamos cansados, tristes o ansiosos no significa que estemos fallando, significa que estamos siendo honestos, y la honestidad emocional es el primer paso para sanar.
Romper el silencio no siempre es fácil, implica reconocer que algo duele, y eso requiere coraje. Cuando nos atrevemos a hablar, cuando compartimos lo que nos pesa, algo se libera; no se trata de contarle todo a todos, sino de permitirnos abrir el corazón con las personas adecuadas: un amigo, un familiar, un terapeuta. Hablar no siempre soluciona el problema, pero sí aligera el alma.
La salud mental no mejora en el silencio, mejora en la expresión, en aprender a decir “me duele” sin miedo, “no puedo” sin culpa, “necesito ayuda” sin vergüenza. Cada vez que ponemos en palabras una emoción, le quitamos poder a lo que antes nos oprimía desde dentro.
A veces lo único que necesitamos no es una solución inmediata, sino alguien que escuche sin juzgar, que esté presente. La palabra compartida tiene un poder sanador enorme.
Así que, si hoy sientes cansancio, si llevas tiempo guardando lo que te duele, si hay emociones que no encuentras cómo expresar, recuerda: no tienes que hacerlo solo, hablar es un acto de amor propio, es reconocer que mereces bienestar, mereces paz y mereces descanso emocional.
Porque sí, callar también cansa, pero cuando empezamos a hablar, el alma por fin puede respirar.
Por: Daniela Rivera Orcasita.
Psicóloga





