Quien recorra el Valledupar de hoy verá una ciudad viva, acariciada por la brisa serena que baja desde el cerro de Santo Ecce Homo y que, generaciones atrás, ha refrescado el clima tropical de estas tierras.
Esa misma frescura, acompañada del vaivén de las hojas, se percibe en la plaza Alfonso López, hoy bulliciosa y llena de comercio, que se vuelve protagonista en la llevadera semana del festival vallenato. Décadas atrás, mediando el siglo XX, allí mismo, entre los viejos balcones y calles destapadas, coincidían personalidades que, en medio de parrandas y amistades, perseguían un propósito común. Se pretendía dar a Valledupar y a sus alrededores un lugar propio en el mapa geopolítico de la nación. Durante siglos, este territorio hizo parte del Magdalena Grande, una región extensa e imponente que, con el paso del tiempo, empezó a fragmentarse en busca de identidades propias.
Bajo la copa frondosa del palo e mango, sembrado casi un siglo atrás por don Eloy Quintero Baute, nació la expectativa de un departamento que tomara su nombre del río Cesar. Si el tronco hablara, repetiría los discursos encendidos de Clemente Quintero Araujo, las pasiones de Crispín Villazón de Armas, las discusiones entre mi tatarabuelo, Camilo Baute Pavajeau, y Aníbal Martínez Zuleta sobre cómo financiar un nuevo departamento. También resonarían las carcajadas de Darío y el Turco Pavajeau Molina, capaces de convertir cualquier sobremesa en tertulia política, las algarabías folclóricas de mi tío, Manuel Pineda Bastidas, y las frases certeras de la cacica, Consuelo Araújo.
Desde Bogotá, el presidente Carlos Lleras Restrepo observaba con recelo lo que parecía un capricho provinciano. Los vallenatos, sin embargo, con la persistencia que nos distingue, no desistieron; respondieron con el carácter y la templanza propios de la tierra de los acordeones. Había que demostrar que este rincón apartado del país tenía todo lo necesario para convertirse en capital cultural de Colombia: campos fértiles que dan vida a extensas cosechas, hombres y mujeres arraigados a la esperanza de un porvenir propio, una música que ya enamoraba al país entero y, sobre todo, una voluntad común tan indomable como el Guatapurí cuando baja crecido desde la Sierra.
Y entonces apareció la hoy cara del billete de $20.000, Alfonso López Michelsen. Bogotano de nacimiento, pero vallenato de corazón, supo entender el clamor de los cesarenses. Caminó por la plaza y escuchó los cantos de Escalona. López Michelsen fue gobernador antes de que muchos lo soñaran presidente, y desde allí dio forma legal al anhelo de independencia.
De esta visión libertaria nace la estatua de la Revolución en Marcha, contratada por la gobernadora de la época, Paulina Mejía de Castro Monsalvo, que aún permanece a unos pasos de la Inmaculada Concepción. Más que recordar a López Pumarejo, evocaba a toda una nueva generación que comprendió que las revoluciones podían hacerse sin disparos; todo lo contrario: con cultura, con dignidad y un buen acordeón acompañado de una botella de Old Parr.
Los nombres de Manuel Germán Cuello, Alfonso Araújo Cotes, Adalberto Ovalle, Jorge Dangond Daza y Armando Maestre Pavajeau fueron más que firmas en un pie de hoja. Ellos, junto a la savia poética de los juglares y el ímpetu característico del pueblo vallenato, dieron vida al Departamento del Cesar un 21 de diciembre de 1967.
La plaza aún enciende tradiciones de esta tierra serena junto a trovas populares, inagotables cantares bohemios, el sonar de una guacharaca, el eco de una buena caja y la perseverancia de un pueblo que quiso ser dueño de su destino.
Por: Felipe Andrés Pineda Vergel.










