“Y el Dios de la esperanza os llene de todo gozo y paz en la fe, para que abundéis en esperanza por el poder del Espíritu Santo” (Romanos 15,13).
De cara a los últimos acontecimientos, el futuro de la humanidad es un tema en la mente de todos. El temor a una aniquilación global mediante la guerra nuclear, las invasiones o los desastres naturales ocupa buena parte de nuestras conversaciones y de nuestro tiempo. Todas estas preocupaciones producen la necesidad de desarrollar algún tipo de seguridad respecto al futuro y la inmortalidad.
Cada persona se atrinchera en su propia esquina: en las diferentes religiones o en explicaciones del futuro y sus promesas del más allá; en su propia inventiva que la protegerá de las tragedias, o simplemente descartan toda esperanza y deciden contemplar la vida sin ella. En la Biblia, la esperanza no es un deseo simple, sino una realidad: un hecho que aún no se ha realizado, pero que Dios ha prometido y cumplirá. Para quienes hemos puesto nuestra confianza en Jesucristo, es la actitud espiritual que nos hace mirar el futuro con confianza y nos motiva a seguir la semejanza de Cristo con un esfuerzo máximo.
La gran pregunta es: ¿cómo afecta nuestra esperanza la vida presente? Si tenemos esperanza, los creyentes seremos afectados positivamente en nuestro diario caminar. Esto influirá en nuestra permanencia y fidelidad, nos ayudará a vivir en justicia y lealtad, y caminaremos establecidos en el amor, con un efecto purificador en nuestras vidas. Esta esperanza, que surge de la resurrección de Jesucristo, trae a nosotros una gracia excelente de esperanza viva, fuerte y duradera.
San Pablo habla de regocijarse en la esperanza de la gloria de Dios. Además de la plenitud de sabernos hijos de Dios, podemos tener gozo aun en las tribulaciones. ¿Por qué? Porque las tribulaciones, mediante una cadena de causas, se hacen amigas de la esperanza: la tribulación obra paciencia, la paciencia experiencia, y la experiencia esperanza. La experiencia de Dios motiva nuestra esperanza, porque quien nos libra de alguna tribulación, situación apremiante o problema ahora, lo ha hecho antes y lo volverá a hacer. Esta es una esperanza que no nos engaña. Nada confunde más que la decepción. ¡Vergüenza y confusión habrá para quienes no confían en Dios y viven sin esperanza!
Nuestra esperanza no se encuentra en las relaciones o posesiones, sino en la confianza en Dios, esperando las cosas buenas por venir. Las consolaciones de Dios son suficientemente fuertes para sostener a su pueblo bajo pruebas torrenciales. Las consolaciones de este mundo, a través de las circunstancias, son pequeñas para sostener el alma bajo la tentación, persecución o muerte; en cambio, la confianza en el Señor produce una esperanza cómoda y refrescante, como una segura y firme ancla del alma. Es positiva e inherente, pues es obra especial de Dios en el alma.
El corolario de todo esto es: ¡Jesucristo es el fundamento y objeto de la esperanza del creyente! Está sentado a la diestra del Padre, actúa como sumo sacerdote en favor nuestro y es el mismo ayer, hoy y por los siglos. Fue a preparar un lugar para que, donde Él esté, nosotros podamos estar. ¡Esta esperanza no avergüenza!
Abrazos y bendiciones…
Por: Valerio Mejía.












