Me contaba Aníbal Galindo que, a principios del siglo pasado, Valledupar era una ciudad pintoresca, rodeada de casas construidas en barro y bahareque, hermosas por su uniformidad, con cubiertas en teja colonial y calles empedradas que circundaban las dos únicas iglesias católicas de la ciudad: la de Nuestra Señora de la Concepción, en la plaza Mayor, y la de Nuestra Señora del Rosario, en la calle 15, frente a la casa de don Oscarito Pupo Martínez y, en el otro extremo, la de doña Leticia Castro de Pupo.
A sus 92 años, Elfo Jiménez Ochoa, consejero espiritual de mi padre Pepe Castro, me contó que en la ciudad de los Santos Reyes habitaba el primogénito de Cristóbal y Conce, sus primos, quien en su adultez tenía una condición especial: cambiaba su temperamento con la atracción gravitacional de la Luna.
Sostenía que era el mismo fenómeno que creaba las mareas oceánicas, ese oleaje que sube y baja cada 12 horas. La luna llena altera el estado natural del mar y lo vuelve violento, lo que también influye en el ánimo de las personas, en especial en pacientes bipolares, cuyos estados cambian alrededor de la luna llena, provocando euforia y excesos.
En esa fase, se dice que todos se vuelven lunáticos —es decir, locos—, como le pasaba a Víctor “Nono la Vara”, quien con los plenilunios generaba una energía desbordada que lo hacía caminar por las calles del Valle a gran velocidad.
Era costumbre de los ricos almorzar a manteles al mediodía, con un portón trasero abierto por donde entraban bueyes, burros y vacas de leche hacia los establos de las casonas. Doña Leticia Castro de Pupo ordenaba a la servidumbre avisar cuando la mesa estuviera servida. Poco después, las damas con porte y señorío se sentaban en la mesa principal con cubiertos de plata para degustar exquisitos manjares de la cocina criolla, donde no faltaban guisos de aves.
Al iniciar el almuerzo notaron la presencia de Nono, atraído por el olor a gallina, quien entró por el portón trasero. Sorprendió a las damas con un saludo:
—Muy buenas tardes, señoritas; este banquete parece la cena de Nuestro Señor Jesucristo… Qué cena tan bella.
Las mujeres corrieron despavoridas a encerrarse, dejando la mesa servida.
Nono quedó solo, olfateando los manjares. Sin nadie a quién preguntar, se respondía a sí mismo:
—Nono, ¿te provoca arroz de cerdo apastelado hecho por María Meza?
—Cómo no, doña Leti, es mi comida preferida.
Tomaba la bandeja de plata y probaba. Luego seguía:
—Nono, sírvete más conejo.
—Cómo no, doña Leti.
—Más ensalada, con pepino y aguacate.
—Ay, doña Leti, hace rato no como ensalada.
—Nono, ahí hay jugo de guanábana.
—Ay, doña Leti, es el que más me encanta.
Con jarra en mano bebía satisfecho. Al terminar, agradeció y, antes de salir, vio sobre la nevera un pote con monedas y billetes. Dudó y se dijo:
—Nono, son para ti.
—Mejor no, doña Leti, déjelos allí. Los Castro y los Pupo son muy tacaños, después van a decir que Nono se los robó.
Por: Pedro Norberto Castro Araújo.
El Cuento de Pedro.












