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Sin categoría - 30 diciembre, 2024

Nohemí prometió nunca volverse a enamorar

La mañana antes de que muriera, Nohemí se despidió de mí. Yo, luciendo una sonrisa socarrona, le insinué si había disfrutado la luna de miel. Ella, sonrojada, respondió: “¡Como si no hubiera un mañana!”.

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Cuando el río devolvió a Nohemí a la superficie, su cuerpo había recorrido algunos kilómetros desde el lugar donde desapareció. Se ahogó en las aguas del Magdalena mientras regresaba de su luna de miel en Barranquilla, donde cuatro días antes había contraído matrimonio con Carlos.

Cuando la encontramos, flotaba en medio de una corriente que no tenía premura, la misma del río que solo devolvió su cuerpo dos días después de su ahogamiento. Para entonces, el pantalón color mostaza de botas anchas y su blusa de flores de fondo marrón con los que se vestía habían adquirido el tono cenizo del Magdalena.

Luego de sujetar su cuerpo a la embarcación, el silencio se apoderó de quienes nos dimos a la tarea de buscarla. Solo un sonido monótono, el del motor fuera de borda, impidió que el silencio fuera absoluto. Y mientras la observaba, meditaba sobre la felicidad y el fracaso en sus relaciones amorosas. Lo hacía porque conocí su historia, la que comenzó con Miguel, su novio, quien, después de una larga relación amorosa, la indujo a jurar que jamás se volvería a enamorar. 

Miguel, días antes de la celebración de su matrimonio con Nohemí, desapareció. Lo hizo cuando todo estaba organizado: escogida la iglesia, que fue la de San Clemente; elegidos los padrinos; adquiridos los anillos y el pudín; repartidas las tarjetas de invitación. 

Ella luciría un vestido de color blanco, un velo cubriría su rostro, portaría un ramo de flores y claveles blancos y crema, además de algunos accesorios. También había comprado la lencería que utilizaría antes de la consumación del matrimonio y en la luna de miel.

Él, que había alquilado el vestido entero y la corbata que usaría en la boda, la última vez que estuvo en la vivienda de los padres de Nohemí se mostró atento con los pormenores de la organización de la ceremonia y la celebración de la boda y el matrimonio. 

Incluso, se comprometió a comprar algunos detalles para la decoración de la iglesia. Sin embargo, esa noche fue la última vez que lo vieron porque al otro día no hizo presencia en la iglesia ni en la vivienda de los Bravo.

Nohemí lo extrañó, por eso al segundo día de su ausencia lo buscó en la casa de su familia, donde sus amigos, y en otros lugares donde solía frecuentar, sin encontrarlo ni obtener una respuesta. Sin embargo, llena de esperanzas, creyó que en la noche volvería a visitarla, pero no sucedió. Entonces, lloró amargamente. 

Lo hizo hasta un día antes del matrimonio, cuando enjugó sus lágrimas, se llenó de valentía y visitó a los invitados, anunciando la cancelación de la ceremonia.

Nohemí, pese a lo sucedido, impulsada por los enigmas del amor, se mostró serena, esperanzadora de que volviera a pedirle perdón, a rogarle que se casaran. Y mientras lo esperaba, recordó cómo lo conoció. 

Rememoró la tarde en que Gerniver, el amigo común, le dijo que Miguel quería mandarle una carta, que se negó a recibir. Además, se acordó de que Miguel le comentó que para cuando la recibió del contenido de la primera esquela solo quedaba el encabezamiento.

Después, por su mente, viajó el tiempo en que, a Miguel, pese a que ambos eran adolescentes, le permitieron visitarla en su casa. Fue una visita puntual, rutinaria, que quizás contribuyó al marchitamiento de la pasión como aditivo fundamental en el amor, y que tal vez lo llevó a evadir el matrimonio con alguien que seguro ya no amaba.

Pero Miguel no apareció. Entonces Nohemí se aferró a su dignidad y no volvió a derramar una lágrima. Le ordenó a su pensamiento que no recordara lo vivido entre ellos. Prohibió a sus ojos mirar hacia la calle por donde él solía transitar para ir a visitarla todas las noches. 

Decidió que sus oídos no volvieran a escuchar sus pasos, cuyo sonido identificaba entre otros ruidos. Y después de tomar cada una de estas medidas, recogió todo lo material que los asociaba y lo lanzó a la basura.

Fue cuando juró que jamás se volvería a enamorar y se transformó en esquiva a las miradas insinuantes, sorda a las palabras amorosas y de ceño fruncido ante un rostro coqueto.

La tarde que me presentó a Carlos, con quien un día antes había contraído nupcias, la felicidad se reflejaba en sus ojos saltones y gateados. Mientras que en mi rostro debió notarse la extrañeza por su decisión de casarse, porque sonrojada me miró como buscando en mí una aceptación a su decisión. 

La expresión de su cara fue lo que me indujo a no preguntarle cuando estuvimos solos: “¿Qué argumentos utilizó un hombre joven como Carlos, siendo ella una mujer madura y renuente al amor, para convencerla de que se unieran en una relación?”.

Noemí y otra oportunidad

Todos los eneros, en el día de su muerte, la recuerdo por su rostro afable, su buen sentido del humor, su fácil expresión al hablar. Ella era morena clara, de estatura mediana, pelo corto y negro, cara redonda, nariz chata, boca mediana y labios pronunciados, y de un hermoso cuerpo.

También pienso en su decisión de volver a creer en el amor después de haber renunciado a él por mucho tiempo. Y la justifico comprendiendo que Carlos, al enamorarla, le prodigó a su corazón una razón para vivir. Seguro que la llenó de besos y caricias que revivieron sus deseos de amar y ser amada. Que la iluminó con su juventud, y ella, ya madura, se le entregó frenéticamente.

Enamorada se mostró comprensiva cuando Carlos le habló de que tenía un hogar y unos hijos. Seguro que aceptó ese hecho por temor a un nuevo fracaso después de tantos años de hacerle el quite al amor. Además, este, aunque falible, era confiable, pues le había comunicado la existencia de esa relación.

Fue después de haberle revelado ese secreto cuando le pidió que se casaran. Ella accedió porque era la manera de recuperar la dignidad perdida con la burla de Miguel; lo digo porque los invitados y los padrinos fueron casi los mismos de su frustrado primer matrimonio. Y porque, además de amarlo y sentirse amada, al casarse, sus relaciones tomaban la condición de legítima frente a la otra unión sentimental de Carlos.

Por eso no le importó que, a petición de él, la celebración de la boda y del matrimonio no se efectuara en la casa de los padres de Nohemí. Sin embargo, la ceremonia de casamiento fue pomposa: ella lució un hermoso ajuar, él estuvo sobrio y decidido, los pajecitos orgullosos portaron los anillos, la iglesia espléndidamente decorada con rosas, telas, cintas y papel de colores varios.

Pero fueron las limitaciones y decisiones de Carlos, incluyendo que la pareja hubiera ido luna de miel al pueblo de la familia de ella, las que mencionaron los familiares de Nohemí para culparlo de su muerte. Lo hicieron cuando lo vieron salir del agua, sin un zapato y sin ella. Cuando llorando, acompañó a quienes raudos llevaban los restos mortales de Nohemí al cementerio.

La mañana antes de que muriera, Nohemí se despidió de mí. Yo, luciendo una sonrisa socarrona, le insinué si había disfrutado la luna de miel. Ella, sonrojada, respondió: “¡Como si no hubiera un mañana!”.

Por: Álvaro Rojano Osorio.

Sin categoría
30 diciembre, 2024

Nohemí prometió nunca volverse a enamorar

La mañana antes de que muriera, Nohemí se despidió de mí. Yo, luciendo una sonrisa socarrona, le insinué si había disfrutado la luna de miel. Ella, sonrojada, respondió: “¡Como si no hubiera un mañana!”.


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Cuando el río devolvió a Nohemí a la superficie, su cuerpo había recorrido algunos kilómetros desde el lugar donde desapareció. Se ahogó en las aguas del Magdalena mientras regresaba de su luna de miel en Barranquilla, donde cuatro días antes había contraído matrimonio con Carlos.

Cuando la encontramos, flotaba en medio de una corriente que no tenía premura, la misma del río que solo devolvió su cuerpo dos días después de su ahogamiento. Para entonces, el pantalón color mostaza de botas anchas y su blusa de flores de fondo marrón con los que se vestía habían adquirido el tono cenizo del Magdalena.

Luego de sujetar su cuerpo a la embarcación, el silencio se apoderó de quienes nos dimos a la tarea de buscarla. Solo un sonido monótono, el del motor fuera de borda, impidió que el silencio fuera absoluto. Y mientras la observaba, meditaba sobre la felicidad y el fracaso en sus relaciones amorosas. Lo hacía porque conocí su historia, la que comenzó con Miguel, su novio, quien, después de una larga relación amorosa, la indujo a jurar que jamás se volvería a enamorar. 

Miguel, días antes de la celebración de su matrimonio con Nohemí, desapareció. Lo hizo cuando todo estaba organizado: escogida la iglesia, que fue la de San Clemente; elegidos los padrinos; adquiridos los anillos y el pudín; repartidas las tarjetas de invitación. 

Ella luciría un vestido de color blanco, un velo cubriría su rostro, portaría un ramo de flores y claveles blancos y crema, además de algunos accesorios. También había comprado la lencería que utilizaría antes de la consumación del matrimonio y en la luna de miel.

Él, que había alquilado el vestido entero y la corbata que usaría en la boda, la última vez que estuvo en la vivienda de los padres de Nohemí se mostró atento con los pormenores de la organización de la ceremonia y la celebración de la boda y el matrimonio. 

Incluso, se comprometió a comprar algunos detalles para la decoración de la iglesia. Sin embargo, esa noche fue la última vez que lo vieron porque al otro día no hizo presencia en la iglesia ni en la vivienda de los Bravo.

Nohemí lo extrañó, por eso al segundo día de su ausencia lo buscó en la casa de su familia, donde sus amigos, y en otros lugares donde solía frecuentar, sin encontrarlo ni obtener una respuesta. Sin embargo, llena de esperanzas, creyó que en la noche volvería a visitarla, pero no sucedió. Entonces, lloró amargamente. 

Lo hizo hasta un día antes del matrimonio, cuando enjugó sus lágrimas, se llenó de valentía y visitó a los invitados, anunciando la cancelación de la ceremonia.

Nohemí, pese a lo sucedido, impulsada por los enigmas del amor, se mostró serena, esperanzadora de que volviera a pedirle perdón, a rogarle que se casaran. Y mientras lo esperaba, recordó cómo lo conoció. 

Rememoró la tarde en que Gerniver, el amigo común, le dijo que Miguel quería mandarle una carta, que se negó a recibir. Además, se acordó de que Miguel le comentó que para cuando la recibió del contenido de la primera esquela solo quedaba el encabezamiento.

Después, por su mente, viajó el tiempo en que, a Miguel, pese a que ambos eran adolescentes, le permitieron visitarla en su casa. Fue una visita puntual, rutinaria, que quizás contribuyó al marchitamiento de la pasión como aditivo fundamental en el amor, y que tal vez lo llevó a evadir el matrimonio con alguien que seguro ya no amaba.

Pero Miguel no apareció. Entonces Nohemí se aferró a su dignidad y no volvió a derramar una lágrima. Le ordenó a su pensamiento que no recordara lo vivido entre ellos. Prohibió a sus ojos mirar hacia la calle por donde él solía transitar para ir a visitarla todas las noches. 

Decidió que sus oídos no volvieran a escuchar sus pasos, cuyo sonido identificaba entre otros ruidos. Y después de tomar cada una de estas medidas, recogió todo lo material que los asociaba y lo lanzó a la basura.

Fue cuando juró que jamás se volvería a enamorar y se transformó en esquiva a las miradas insinuantes, sorda a las palabras amorosas y de ceño fruncido ante un rostro coqueto.

La tarde que me presentó a Carlos, con quien un día antes había contraído nupcias, la felicidad se reflejaba en sus ojos saltones y gateados. Mientras que en mi rostro debió notarse la extrañeza por su decisión de casarse, porque sonrojada me miró como buscando en mí una aceptación a su decisión. 

La expresión de su cara fue lo que me indujo a no preguntarle cuando estuvimos solos: “¿Qué argumentos utilizó un hombre joven como Carlos, siendo ella una mujer madura y renuente al amor, para convencerla de que se unieran en una relación?”.

Noemí y otra oportunidad

Todos los eneros, en el día de su muerte, la recuerdo por su rostro afable, su buen sentido del humor, su fácil expresión al hablar. Ella era morena clara, de estatura mediana, pelo corto y negro, cara redonda, nariz chata, boca mediana y labios pronunciados, y de un hermoso cuerpo.

También pienso en su decisión de volver a creer en el amor después de haber renunciado a él por mucho tiempo. Y la justifico comprendiendo que Carlos, al enamorarla, le prodigó a su corazón una razón para vivir. Seguro que la llenó de besos y caricias que revivieron sus deseos de amar y ser amada. Que la iluminó con su juventud, y ella, ya madura, se le entregó frenéticamente.

Enamorada se mostró comprensiva cuando Carlos le habló de que tenía un hogar y unos hijos. Seguro que aceptó ese hecho por temor a un nuevo fracaso después de tantos años de hacerle el quite al amor. Además, este, aunque falible, era confiable, pues le había comunicado la existencia de esa relación.

Fue después de haberle revelado ese secreto cuando le pidió que se casaran. Ella accedió porque era la manera de recuperar la dignidad perdida con la burla de Miguel; lo digo porque los invitados y los padrinos fueron casi los mismos de su frustrado primer matrimonio. Y porque, además de amarlo y sentirse amada, al casarse, sus relaciones tomaban la condición de legítima frente a la otra unión sentimental de Carlos.

Por eso no le importó que, a petición de él, la celebración de la boda y del matrimonio no se efectuara en la casa de los padres de Nohemí. Sin embargo, la ceremonia de casamiento fue pomposa: ella lució un hermoso ajuar, él estuvo sobrio y decidido, los pajecitos orgullosos portaron los anillos, la iglesia espléndidamente decorada con rosas, telas, cintas y papel de colores varios.

Pero fueron las limitaciones y decisiones de Carlos, incluyendo que la pareja hubiera ido luna de miel al pueblo de la familia de ella, las que mencionaron los familiares de Nohemí para culparlo de su muerte. Lo hicieron cuando lo vieron salir del agua, sin un zapato y sin ella. Cuando llorando, acompañó a quienes raudos llevaban los restos mortales de Nohemí al cementerio.

La mañana antes de que muriera, Nohemí se despidió de mí. Yo, luciendo una sonrisa socarrona, le insinué si había disfrutado la luna de miel. Ella, sonrojada, respondió: “¡Como si no hubiera un mañana!”.

Por: Álvaro Rojano Osorio.