El maestro fue deferente conmigo y muy halagado conservé su amistad, visitando más a menudo a mis amigas en las horas vespertinas. El maestro como era su costumbre, nos ofrecía tragos de whisky y nos cantaba sus canciones inéditas con ritmo que sacaba tamboreando su taburete.
Por los recientes aniversarios de la defunción y nacimiento del maestro Rafael Escalona, con inmensa satisfacción y sublime reverencia rememoro mi amistad con el compositor más grande de la música vallenata.
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Lo conocí al final de la década de 1960 en una de mis vacaciones como estudiante universitario, en la casa donde vivía Hilda Reales con sus hijas Matilde y Luz Marina, ubicada en el barrio Primero de Mayo de Valledupar. En la misma casa de mis amigas de la adolescencia, cohabitaba el maestro Escalona con una atractiva joven llamada Sol Marina.
Después de la protocolaria presentación, el maestro me indaga mi génesis, atónito le respondí que era hijo de Justiniano Romero y me consuela, al decirme: “Debes ser buena persona porque conozco bien a tu padre”.
Esta nueva compañera sentimental del maestro es hija del legendario juglar Francisco ‘Chico’ Bolaño, genial acordeonero creador del son y el paseo de la música vallenata, ya que fue el pionero de la marcación del bajo en el acordeón, para señalar la transición entre una ejecución musical y otra, lo que permite diferenciar la interpretación de un son y un paseo, o de un merengue y una puya, primordialmente en esta última, que requiere la melodía de los pitos finos. Con ella el maestro tuvo un hijo que es camarógrafo y abogado, y una hija, que es especializada en la atención de gente geriátrica.
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El maestro fue deferente conmigo y muy halagado conservé su amistad, visitando más a menudo a mis amigas en las horas vespertinas, por lo cual nos sentábamos en la sombra del frente de la casa, a veces el maestro y su joven mujer nos acompañaban. El maestro como era su costumbre, nos ofrecía tragos de whisky y nos cantaba sus canciones inéditas con ritmo que sacaba tamboreando su taburete, además en su libreta nos dibujaba los rostros.
El maestro fue un buen dibujante, no tanto como su gran amigo el pintor caricaturista, Jaime Molina Maestre; sin embargo, el maestro también conquistaba mujeres esbozando sus fisonomías de manera casi perfecta.
En Bogotá, donde estudié mis primeros años de medicina en la Universidad de los Andes, cuando bajaba a la carrera séptima por la calle 19 en la búsqueda del transporte público, me encontré con el maestro (me impresionó su elegancia de Sir Inglés, vestido impecable con fina gabardina y largo paraguas negro, lucía tan glamuroso que las mujeres lo piropeaban), nos saludamos efusivamente y me invitó a su apartamento contiguo a nuestro casual reencuentro. Fue un rato agradable, ambos con tragos de whisky en mano, mientras me mostraba sus obras que pintaba en momentos de ocio.
En ese apartamento, ‘Cajuma’ o ‘Kajuma’, pintor y mi amigo desde que estudiamos en la escuela parroquial del padre Vicente, le hizo retoque a una de las obras pictóricas del maestro Escalona, de aquí salió la calumnia de que la había plagiado, otra de las tantas mentiras que inicuamente le han indilgado al maestro.
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Cerca al apartamento del maestro vivía el famoso médico escritor, Manuel Zapata Olivella (en una habitación del hotel Dann). El maestro una vez me convidó a visitarlo, con suma alegría lo acompañé y en el trayecto le comenté que yo conocía al médico, pues era tío putativo de mi cuñado Boris Zapata Meza, esposo de mi hermana Josefina (Q.E.P.D.).
Una mañana en Valledupar antes de salir el sol, recién llegado como médico especialista en cirugía general, cuando salía de la casa de mi madre, después de llevarle medicamentos para alguno de sus achaques, Wilson Márquez que venía en su viejo campero Suzuki, pita y me grita: ¬“Primo acérquese para presentarle a Rafael Escalona”¬. El maestro le dijo: “Yo soy el que debo presentártelo”.
Sonrientes se bajaron del carro y nos sentamos sobre el borde de la jardinera de la casa y comenzaron a brindarme tragos de whisky, al ratico nos acompañaban más de 20 personas, entre ellos ‘Poncho’ Rivero, vecino de mi madre y amiguísimo de Wilson Márquez y por supuesto del maestro.
Por el jolgorio que incrementaba el malestar de mi madre, invité a la concurrencia a trasladarnos a la casa de mis suegros, diagonal a donde estábamos, luego llega Alfonso ‘Poncho’ Zuleta con conjunto vallenato, el enano Madera y una o dos cajas de whisky.
La reunión imprevista se convirtió en un parrandón mayúsculo que duró hasta el comienzo del declive del sol, porque el maestro no parrandeaba de noche. Yo también me ausenté y dejé la parranda a cargo de mi cuñado Guillermo Orozco Bernier, pues a mi suegro por los efectos del licor ya mi suegra lo había acostado.
Por José Romero Churio
El maestro fue deferente conmigo y muy halagado conservé su amistad, visitando más a menudo a mis amigas en las horas vespertinas. El maestro como era su costumbre, nos ofrecía tragos de whisky y nos cantaba sus canciones inéditas con ritmo que sacaba tamboreando su taburete.
Por los recientes aniversarios de la defunción y nacimiento del maestro Rafael Escalona, con inmensa satisfacción y sublime reverencia rememoro mi amistad con el compositor más grande de la música vallenata.
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Lo conocí al final de la década de 1960 en una de mis vacaciones como estudiante universitario, en la casa donde vivía Hilda Reales con sus hijas Matilde y Luz Marina, ubicada en el barrio Primero de Mayo de Valledupar. En la misma casa de mis amigas de la adolescencia, cohabitaba el maestro Escalona con una atractiva joven llamada Sol Marina.
Después de la protocolaria presentación, el maestro me indaga mi génesis, atónito le respondí que era hijo de Justiniano Romero y me consuela, al decirme: “Debes ser buena persona porque conozco bien a tu padre”.
Esta nueva compañera sentimental del maestro es hija del legendario juglar Francisco ‘Chico’ Bolaño, genial acordeonero creador del son y el paseo de la música vallenata, ya que fue el pionero de la marcación del bajo en el acordeón, para señalar la transición entre una ejecución musical y otra, lo que permite diferenciar la interpretación de un son y un paseo, o de un merengue y una puya, primordialmente en esta última, que requiere la melodía de los pitos finos. Con ella el maestro tuvo un hijo que es camarógrafo y abogado, y una hija, que es especializada en la atención de gente geriátrica.
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El maestro fue deferente conmigo y muy halagado conservé su amistad, visitando más a menudo a mis amigas en las horas vespertinas, por lo cual nos sentábamos en la sombra del frente de la casa, a veces el maestro y su joven mujer nos acompañaban. El maestro como era su costumbre, nos ofrecía tragos de whisky y nos cantaba sus canciones inéditas con ritmo que sacaba tamboreando su taburete, además en su libreta nos dibujaba los rostros.
El maestro fue un buen dibujante, no tanto como su gran amigo el pintor caricaturista, Jaime Molina Maestre; sin embargo, el maestro también conquistaba mujeres esbozando sus fisonomías de manera casi perfecta.
En Bogotá, donde estudié mis primeros años de medicina en la Universidad de los Andes, cuando bajaba a la carrera séptima por la calle 19 en la búsqueda del transporte público, me encontré con el maestro (me impresionó su elegancia de Sir Inglés, vestido impecable con fina gabardina y largo paraguas negro, lucía tan glamuroso que las mujeres lo piropeaban), nos saludamos efusivamente y me invitó a su apartamento contiguo a nuestro casual reencuentro. Fue un rato agradable, ambos con tragos de whisky en mano, mientras me mostraba sus obras que pintaba en momentos de ocio.
En ese apartamento, ‘Cajuma’ o ‘Kajuma’, pintor y mi amigo desde que estudiamos en la escuela parroquial del padre Vicente, le hizo retoque a una de las obras pictóricas del maestro Escalona, de aquí salió la calumnia de que la había plagiado, otra de las tantas mentiras que inicuamente le han indilgado al maestro.
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Cerca al apartamento del maestro vivía el famoso médico escritor, Manuel Zapata Olivella (en una habitación del hotel Dann). El maestro una vez me convidó a visitarlo, con suma alegría lo acompañé y en el trayecto le comenté que yo conocía al médico, pues era tío putativo de mi cuñado Boris Zapata Meza, esposo de mi hermana Josefina (Q.E.P.D.).
Una mañana en Valledupar antes de salir el sol, recién llegado como médico especialista en cirugía general, cuando salía de la casa de mi madre, después de llevarle medicamentos para alguno de sus achaques, Wilson Márquez que venía en su viejo campero Suzuki, pita y me grita: ¬“Primo acérquese para presentarle a Rafael Escalona”¬. El maestro le dijo: “Yo soy el que debo presentártelo”.
Sonrientes se bajaron del carro y nos sentamos sobre el borde de la jardinera de la casa y comenzaron a brindarme tragos de whisky, al ratico nos acompañaban más de 20 personas, entre ellos ‘Poncho’ Rivero, vecino de mi madre y amiguísimo de Wilson Márquez y por supuesto del maestro.
Por el jolgorio que incrementaba el malestar de mi madre, invité a la concurrencia a trasladarnos a la casa de mis suegros, diagonal a donde estábamos, luego llega Alfonso ‘Poncho’ Zuleta con conjunto vallenato, el enano Madera y una o dos cajas de whisky.
La reunión imprevista se convirtió en un parrandón mayúsculo que duró hasta el comienzo del declive del sol, porque el maestro no parrandeaba de noche. Yo también me ausenté y dejé la parranda a cargo de mi cuñado Guillermo Orozco Bernier, pues a mi suegro por los efectos del licor ya mi suegra lo había acostado.
Por José Romero Churio