Entre 1978 y 1981, mi papá se defendió como “gato boca arriba” después de semejante garrotera que se había llevado con la quiebra del algodón. La dinámica de la finca cambió por completo: la leche se convirtió en el negocio principal y, para la época, no nos iba nada mal. Todos los días, a las seis de la mañana o antes, pasaba “la lechera” de Zabaleta recogiendo las tinas de leche de las fincas que quedaban en la vía: desde Petaquera, Checho Castro, La Esmeralda, Las Placitas, Alcides Arregocés, Alfredo Cuello, Sabanita, El Palmar, y así hasta salir a La Sabana, donde recogían la leche a los Morales y de ahí para la planta de Cicolac en Valledupar.
Se había vuelto jugador de dominó, pero también de póker, así que uno que otro fin de semana se iba para Caracolí a visitar al “cachaco” Bonilla, donde se quedaba jugando y bebiendo. Se regresaba a medianoche para la finca, no sin antes pasar por Los Venados a tocarle la puerta a mi abuela para que lo regañara por andar bebiendo, manejando y exponiéndose. Pero como siempre, los regaños de mi abuela le entraban por una oreja y le salían por la otra.
Cuando no iba a Caracolí, se quedaba en Los Venados jugando póker con “El Cachaquito”, Darío, Movilla y el difunto Carlos Évila, donde las apuestas eran peso pesado. Recuerdo que apostaban hasta novillas, mulos y caballos. Los domingos era sagrado ir hasta Bosconia a mercar y surtir lo que quedaba del comisariato. No podía faltar la visita donde el compadre Julito, al que emborrachaba y se llevaba para la finca.
Ese día se pusieron a beber en Bosconia y terminaron donde el Cachaco Bonilla, que tenía granero y cantina a la vez, el negocio más grande de Caracolí. Se los cogió la medianoche y, ya con la “pea encima”, decidieron irse.
Mi papá había comprado una Ford Ranger F-100, lo último en guaracha. Manejaba él, y Julito iba de copiloto. Prendió, patinó en un pedregal frente al negocio de Bonilla y arrancaron rumbo a Los Venados. La vía era destapada y empedrada, las llantas rechinaban y el polvo era espeso. Cogía los resaltos sin frenar, por lo que Julito, medio dormido, se golpeaba contra el techo.
—¡Bájale, compa, me voy a matar aquí mismo! —le dijo.
Cuando bajó la velocidad, los faros alumbraron a la carretera: en el centro, un animal los miraba fijo. Muy grande para perro, muy pequeño para novillo. Pelaje negro brillante, ojos rojos que cambiaban a amarillo con la luz. No se movía.
Mi papá recordó el revólver .38 que llevaba. Se bajó, le apuntó y le vació el tambor. El animal saltó hacia el monte como una sombra. Quedó inmóvil, sin voz. Luego, recordó lo que le decía su padrino Chebo Ayala y gritó el credo al revés. Dicen que el diablo le teme a eso…
(Continuará)
Por: Eloy Gutiérrez Anaya.











