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Los personajes del afecto

Recordar el pasado es placentero, sobre todo cuando se rescatan historias y leyendas de nuestra provincia, que hicieron parte del desarrollo industrial mediante aportes empíricos de personajes cuyo arte u oficio los hace dignos de referencia, incluso frente a profesionales en campos como la agrimensura y la construcción.

Fausto Cotes, columnista de EL PILÓN.

Fausto Cotes, columnista de EL PILÓN.

Por: Fausto

@el_pilon

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Recordar el pasado es placentero, sobre todo cuando se rescatan historias y leyendas de nuestra provincia, que hicieron parte del desarrollo industrial mediante aportes empíricos de personajes cuyo arte u oficio los hace dignos de referencia, incluso frente a profesionales en campos como la agrimensura y la construcción. Uno de ellos fue el querido topógrafo Clemente Carabalí, que, pese a su corta visión física y académica, llevaba las anotaciones de medidas y niveles en el forro de una cajetilla de cigarrillos “Pielroja”, que fumaba por vicio y para calmar el calor de la jornada.

Usaba hasta dejarlo “mopo” un lápiz Mongol, cuya punta afilaba contra estructuras de concreto o piedra, y para resaltar lo escrito, lo humedecía con saliva, logrando claridad en el trazo. Nunca fallaba en la lectura y, si no tenía papel, lo memorizaba. Como técnica nemotécnica, comparaba las medidas tomadas con las deudas que tenía en el comisariato del lugar de trabajo.

Cuando el lápiz se acababa, usaba el casquillo metálico para rayar símbolos en las paredes que le ayudaran a recordar algoritmos. Los peraltes en las vías trazadas eran tan precisos que hasta los mejores estudiantes y profesionales quedaban estupefactos, más aún al ver los equipos obsoletos que utilizaba. Esa precisión no era casual: sumaba o restaba valores a partir de su experiencia, compensando los defectos mecánicos de los aparatos y el desgaste de las miras de madera usadas por generaciones. Su sabiduría y honradez lo hacían el topógrafo preferido, incluso en casos de conflictos por tierras.

De él aprendí lecciones valiosas de respeto y responsabilidad, y también de otros dos grandes maestros de obra que recuerdo con cariño: Rafael Oñate Mejía y Enrique Becerra, amigos de mi padre, con quienes solían parrandear en La Paz, en el hotel América o en la heladería El Páramo. Eran los constructores más competentes de la época, mano derecha del entonces alcalde de El Copey, don Sinforiano Restrepo, hombre querido por su capacidad de trabajo y servicio social.

Cuando se cerraba una obra, no faltaban las canastas de cerveza en cualquier rincón, celebrando con alegría las utilidades logradas. Recuerdo que en el interior de las cajas vacías, y bajo la auditoría del tendero, se anotaban tanto las botellas consumidas como los días trabajados por cada obrero.

Mientras haya vida, siempre existirá ilusión. Vale la pena recordar. La ilusión es tan universal que abarca desde la poesía hasta la ciencia, y por eso es aún más valioso lo que sentimos como seres humanos ante lo que pensamos. Por eso evoco a estos personajes con afecto. Porque me enseñaron que los jóvenes caminan rápido, pero los viejos son quienes conocen los caminos.

Por: Fausto Cotes N.

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