La historia la escriben los vencedores: a menudo, personajes como Alejandro Magno, Genghis Khan y Julio César son presentados como grandes conquistadores, cuando en realidad fueron genocidas que masacraron a millones de personas solo persiguiendo su gloria personal.
La historia la escriben los vencedores: a menudo, personajes como Alejandro Magno, Genghis Khan y Julio César son presentados como grandes conquistadores, cuando en realidad fueron genocidas que masacraron a millones de personas solo persiguiendo su gloria personal. Si Hitler hubiera ganado la Segunda Guerra Mundial, probablemente hoy lo veríamos como un héroe, y sus crímenes habrían sido borrados de los anales de la historia.
En lugar de admirar a los “conquistadores”, deberíamos centrarnos en aquellos que construyeron y no destruyeron. Pensemos en figuras como Mahatma Gandhi, que lideró la independencia de la India a través de la no violencia. O en Martin Luther King Jr., quien luchó por los derechos civiles con amor y resistencia pacífica. Estas son las figuras que debemos enaltecer si queremos un cambio real en nuestra sociedad.
El problema no solo está en admirar a los conquistadores, sino en cómo los paradigmas que dejaron siguen moldeando nuestra sociedad. En América Latina, por ejemplo, la conquista europea impuso estándares de belleza basados en sus propios rasgos: piel blanca, pelo liso, labios finos y nariz respingada. Cualquier físico diferente es visto como inferior. El valor y la belleza no dependen de características físicas impuestas, sino de la riqueza de nuestra diversidad.
Siglos después, muchos siguen siendo víctimas de una sociedad que perpetúa la discriminación a través de palabras. Los chistes sobre negros, indígenas, costeños, homosexuales no son inofensivos; son una manera sutil pero poderosa de perpetuar la opresión.
En lugar de seguir idealizando a los “conquistadores” y de enaltecer nuestro “abolengo”, deberíamos hablar de lo que realmente ocurrió: los indígenas de América y los africanos fueron sometidos a las formas más brutales de explotación, masacre y esclavitud. Para ello, quiero compartir su historia a través de las siguientes poesías.
En el valle de la Sierra, junto al río sagrado,
vivía Arayaku, sereno y bien amado.
La tierra florecía bajo sus pies descalzos,
y el maíz crecía alto, sin quejas ni sobresaltos.
Conversaba con la montaña, al sol agradecía,
la tierra era suya, su hogar, su guía.
Pero un día, en las aguas, un mal se asomó:
hombres de metal, con un plan de horror.
Ofrecieron cuentas, espejos sin valor,
y al no hallar oro, mostraron su furor.
Arayaku vio caer a sus hermanos queridos,
sus sueños deshechos, por la espada abatidos.
Las mujeres violadas, los niños arrebatados,
los campos de maíz en sangre empapados.
Los arhuacos huyeron, mas no escaparon,
sus tierras perdieron, y esclavos quedaron.
Hoy, la tierra que amaba está llena de heridas,
y su pueblo oprimido, sin raíces ni vidas.
Pero Arayaku, aún en su inmenso dolor,
jura que un día cambiará su clamor.
A orillas del mar, donde el sol baila en el agua,
vivía Kalinda, cuya vida nunca fue amarga.
Con su tribu pescaba, entre risas y danzas,
sus días eran libres, sin miedo ni lanzas.
Pero un día, el horizonte trajo sombras oscuras,
barcos con armas, llenos de arcabuces.
Los piratas bajaron, con gritos y espadas,
arrasaron su tierra, destruyeron sus moradas.
Kalinda fue capturado, encadenado y vendido,
un hombre libre, ahora un hombre oprimido.
En la bodega de un barco, en la oscuridad naufragó,
y a la tierra de esclavos su destino lo llevó.
Su piel marcada, su alma desgarrada,
trabajó la tierra que nunca fue suya.
El mar que una vez lo abrazó con calor,
quedó como un lejano recuerdo de su dolor.
Pero Kalinda, aunque roto, nunca se rindió,
y en su corazón, la libertad siempre vivió.
El eco de sus gritos viaja por los años,
recordándonos su lucha y su llanto.
POR: HERNÁN RESTREPO.
La historia la escriben los vencedores: a menudo, personajes como Alejandro Magno, Genghis Khan y Julio César son presentados como grandes conquistadores, cuando en realidad fueron genocidas que masacraron a millones de personas solo persiguiendo su gloria personal.
La historia la escriben los vencedores: a menudo, personajes como Alejandro Magno, Genghis Khan y Julio César son presentados como grandes conquistadores, cuando en realidad fueron genocidas que masacraron a millones de personas solo persiguiendo su gloria personal. Si Hitler hubiera ganado la Segunda Guerra Mundial, probablemente hoy lo veríamos como un héroe, y sus crímenes habrían sido borrados de los anales de la historia.
En lugar de admirar a los “conquistadores”, deberíamos centrarnos en aquellos que construyeron y no destruyeron. Pensemos en figuras como Mahatma Gandhi, que lideró la independencia de la India a través de la no violencia. O en Martin Luther King Jr., quien luchó por los derechos civiles con amor y resistencia pacífica. Estas son las figuras que debemos enaltecer si queremos un cambio real en nuestra sociedad.
El problema no solo está en admirar a los conquistadores, sino en cómo los paradigmas que dejaron siguen moldeando nuestra sociedad. En América Latina, por ejemplo, la conquista europea impuso estándares de belleza basados en sus propios rasgos: piel blanca, pelo liso, labios finos y nariz respingada. Cualquier físico diferente es visto como inferior. El valor y la belleza no dependen de características físicas impuestas, sino de la riqueza de nuestra diversidad.
Siglos después, muchos siguen siendo víctimas de una sociedad que perpetúa la discriminación a través de palabras. Los chistes sobre negros, indígenas, costeños, homosexuales no son inofensivos; son una manera sutil pero poderosa de perpetuar la opresión.
En lugar de seguir idealizando a los “conquistadores” y de enaltecer nuestro “abolengo”, deberíamos hablar de lo que realmente ocurrió: los indígenas de América y los africanos fueron sometidos a las formas más brutales de explotación, masacre y esclavitud. Para ello, quiero compartir su historia a través de las siguientes poesías.
En el valle de la Sierra, junto al río sagrado,
vivía Arayaku, sereno y bien amado.
La tierra florecía bajo sus pies descalzos,
y el maíz crecía alto, sin quejas ni sobresaltos.
Conversaba con la montaña, al sol agradecía,
la tierra era suya, su hogar, su guía.
Pero un día, en las aguas, un mal se asomó:
hombres de metal, con un plan de horror.
Ofrecieron cuentas, espejos sin valor,
y al no hallar oro, mostraron su furor.
Arayaku vio caer a sus hermanos queridos,
sus sueños deshechos, por la espada abatidos.
Las mujeres violadas, los niños arrebatados,
los campos de maíz en sangre empapados.
Los arhuacos huyeron, mas no escaparon,
sus tierras perdieron, y esclavos quedaron.
Hoy, la tierra que amaba está llena de heridas,
y su pueblo oprimido, sin raíces ni vidas.
Pero Arayaku, aún en su inmenso dolor,
jura que un día cambiará su clamor.
A orillas del mar, donde el sol baila en el agua,
vivía Kalinda, cuya vida nunca fue amarga.
Con su tribu pescaba, entre risas y danzas,
sus días eran libres, sin miedo ni lanzas.
Pero un día, el horizonte trajo sombras oscuras,
barcos con armas, llenos de arcabuces.
Los piratas bajaron, con gritos y espadas,
arrasaron su tierra, destruyeron sus moradas.
Kalinda fue capturado, encadenado y vendido,
un hombre libre, ahora un hombre oprimido.
En la bodega de un barco, en la oscuridad naufragó,
y a la tierra de esclavos su destino lo llevó.
Su piel marcada, su alma desgarrada,
trabajó la tierra que nunca fue suya.
El mar que una vez lo abrazó con calor,
quedó como un lejano recuerdo de su dolor.
Pero Kalinda, aunque roto, nunca se rindió,
y en su corazón, la libertad siempre vivió.
El eco de sus gritos viaja por los años,
recordándonos su lucha y su llanto.
POR: HERNÁN RESTREPO.