Por José Atuesta Mindiola Ay la vida, peregrinación efímera del hombre sobre la tierra. Ay la muerte, hontanar espiritual en los jardines de la memoria. La vida es un milagro, por eso hay que celebrarla dando gracias a Dios, a los padres, a la familia, y a todo lo que nos rodea de afecto y […]
Por José Atuesta Mindiola
Ay la vida, peregrinación efímera del hombre sobre la tierra. Ay la muerte, hontanar espiritual en los jardines de la memoria. La vida es un milagro, por eso hay que celebrarla dando gracias a Dios, a los padres, a la familia, y a todo lo que nos rodea de afecto y nos orienta a desarrollar las virtudes de nuestra condición humana. Estas reflexiones muchas veces se las escuché a mí padre, José Eleuterio, y en homenaje a los cien años de su natalicio, escribo esta columna.
Mi padre nació el 18 de abril de 1914 en Santa Ana (Magdalena), hijo de Juan Pablo Atuesta y Eulalia Acuña Jiménez. Era el quinto entre once hermanos. Muy joven presta el servicio militar en la ciudad de Santa Marta y regresa a su pueblo a trabajar en la alcaldía, pero los sucesos violentos del 11 de abril de 1937 que cegaron la vida del alcalde Temístocles Delgado y de su hijo, el poeta y diputado, Oscar Delgado, le pesaron tanto que opta por salir de su tierra. Viaja abrazado a los recuerdos de las cosas del corazón y de las orillas majestuosas del rio Magdalena. Dios es la antorcha de su camino en la búsqueda de sosiego, y llega a Valledupar; aquí trabaja en la policía y después es nombrado inspector en La Paz, donde se une a Juana Bautista Zuleta y nacen sus dos primeros hijos: Eulalia y José Abraham.
Después regresa a Valledupar, conoce a Juana Bautista Mindiola y en 1943 formaliza su matrimonio. Luego de diez años llegan a Mariangola, en ese entonces un pequeño caserío, que ellos vieron crecer junto a sus siete hijos. Ella la maestra querida del pueblo que organiza la primera procesión del Santo Cristo, ejerce su labor por más de cuarenta años y en su honor la Escuela lleva su nombre “Juana de Atuesta”. Él, por siete años se ocupa el cargo de inspector del recién creado corregimiento, y lo ejerce con autoridad y respeto, es un guardián de la ecología y defensor del progreso comunitario. Encauzadoen los preceptos pedagógicos de su esposa y en las bondades de su suegra Sara Corzo Maestre, educa a sus hijos. Cinco son profesionales y dos técnicos. El mayor es médico radiólogo, dos especialistas en educación, un economista, una abogada, un auxiliar de contabilidad y una experta en atención a los niños.
José Eleuterio fue un hombre de rigurosa disciplina y responsabilidad. Tuvo habilidad para los trabajos de agricultura, la elaboración de documentos y en los quehaceres de la casa fue albañil, carpintero y jardinero. Un aficionado a la lectura, la poesía, los crucigramas y al juego de dama. Estricto en el horario de las comidas y siempre lejos de la tentación del alcohol. Su salud empezó a deteriorarse con la muerte prematura de su hija, la abogada Haydee Atuesta de Restrepo, quien se desempañaba como Magistrada del Tribunal Superior del Atlántico. A los 87 años, su mirada se fue apagando en los confines del anochecer y dijo adiós a su parábola terrenal el 21 de noviembre de 2001.
Por José Atuesta Mindiola Ay la vida, peregrinación efímera del hombre sobre la tierra. Ay la muerte, hontanar espiritual en los jardines de la memoria. La vida es un milagro, por eso hay que celebrarla dando gracias a Dios, a los padres, a la familia, y a todo lo que nos rodea de afecto y […]
Por José Atuesta Mindiola
Ay la vida, peregrinación efímera del hombre sobre la tierra. Ay la muerte, hontanar espiritual en los jardines de la memoria. La vida es un milagro, por eso hay que celebrarla dando gracias a Dios, a los padres, a la familia, y a todo lo que nos rodea de afecto y nos orienta a desarrollar las virtudes de nuestra condición humana. Estas reflexiones muchas veces se las escuché a mí padre, José Eleuterio, y en homenaje a los cien años de su natalicio, escribo esta columna.
Mi padre nació el 18 de abril de 1914 en Santa Ana (Magdalena), hijo de Juan Pablo Atuesta y Eulalia Acuña Jiménez. Era el quinto entre once hermanos. Muy joven presta el servicio militar en la ciudad de Santa Marta y regresa a su pueblo a trabajar en la alcaldía, pero los sucesos violentos del 11 de abril de 1937 que cegaron la vida del alcalde Temístocles Delgado y de su hijo, el poeta y diputado, Oscar Delgado, le pesaron tanto que opta por salir de su tierra. Viaja abrazado a los recuerdos de las cosas del corazón y de las orillas majestuosas del rio Magdalena. Dios es la antorcha de su camino en la búsqueda de sosiego, y llega a Valledupar; aquí trabaja en la policía y después es nombrado inspector en La Paz, donde se une a Juana Bautista Zuleta y nacen sus dos primeros hijos: Eulalia y José Abraham.
Después regresa a Valledupar, conoce a Juana Bautista Mindiola y en 1943 formaliza su matrimonio. Luego de diez años llegan a Mariangola, en ese entonces un pequeño caserío, que ellos vieron crecer junto a sus siete hijos. Ella la maestra querida del pueblo que organiza la primera procesión del Santo Cristo, ejerce su labor por más de cuarenta años y en su honor la Escuela lleva su nombre “Juana de Atuesta”. Él, por siete años se ocupa el cargo de inspector del recién creado corregimiento, y lo ejerce con autoridad y respeto, es un guardián de la ecología y defensor del progreso comunitario. Encauzadoen los preceptos pedagógicos de su esposa y en las bondades de su suegra Sara Corzo Maestre, educa a sus hijos. Cinco son profesionales y dos técnicos. El mayor es médico radiólogo, dos especialistas en educación, un economista, una abogada, un auxiliar de contabilidad y una experta en atención a los niños.
José Eleuterio fue un hombre de rigurosa disciplina y responsabilidad. Tuvo habilidad para los trabajos de agricultura, la elaboración de documentos y en los quehaceres de la casa fue albañil, carpintero y jardinero. Un aficionado a la lectura, la poesía, los crucigramas y al juego de dama. Estricto en el horario de las comidas y siempre lejos de la tentación del alcohol. Su salud empezó a deteriorarse con la muerte prematura de su hija, la abogada Haydee Atuesta de Restrepo, quien se desempañaba como Magistrada del Tribunal Superior del Atlántico. A los 87 años, su mirada se fue apagando en los confines del anochecer y dijo adiós a su parábola terrenal el 21 de noviembre de 2001.